Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
Los cuatro estuvieron de acuerdo, aunque Marie todavía recelaba, no quería que John se expusiera demasiado, sin embargo no encontraba ninguna excusa capaz de frenar al inglés en su firme resolución de efectuar otra inmersión.
Marie y Osama, igual que por la mañana, acompañaron al buzo mientras Alí se quedaba vigilando el campamento y a los complacidos obreros, que cada día trabajaban menos. Desde el incidente de la alarma, Osama no había vuelto a activar el dispositivo electrónico excepto por las noches, y alguien tenía que velar para que nadie distrajese algún valioso objeto de la tumba.
El miedoso Alí prefería mil veces el aburrido cometido de vigilante desde el exterior de la tumba que el más emocionante de los descubrimientos que pudiera realizarse en el interior del mausoleo, y las nuevas revelaciones de John no contribuían precisamente a cambiar su receloso sentir.
El egipcio vio como sus tres compañeros se introducían de nuevo en las entrañas de los dominios del artero Sheshonk.
John caminaba el primero y pronto llegó a la plataforma que se abría al laberinto, ahora todos llamaban así a los sumergidos corredores.
Mientras se ponía el traje de submarinista e intentaba acoplarse las dos botellas de oxígeno a la espalda, se acordó de otro laberinto que debía quedar muy cerca de éste de Sheshonk. Se decidió a compartir sus pensamientos, más que nada para distraer la imaginación de especulaciones más lóbregas, porque su negra intuición sobre el largo corredor que le quedaba por explorar no acababa de desaparecer de su cabeza.
—¿Sabéis que cerca de la antigua laguna de Meris había otro laberinto? — preguntó melancólicamente a los desprevenidos Marie y Osama. Siguió hablando taciturno, sin esperar respuesta.
—Era un inmenso espacio compuesto por doce palacios techados, enfrentados e idénticos, rodeados todos por una alta muralla que no permitía ningún tipo de escapatoria. Los antiguos decían que el laberinto egipcio, distinto del griego de Creta, tenía 3.000 habitaciones idénticas en la superficie y otras 3.000 en sus subterráneos sótanos. Todas profusamente decoradas con monótonos relieves y estatuas.
—¿Éste laberinto también tenía minotauro? —preguntó Marie con voz estremecida.
—No, éste tenía un tesoro, el ajuar de 12 faraones egipcios enterrados dentro de sus muros. Estos reyes habían sido los constructores del laberinto ya que cada uno había duplicado el palacio de su antecesor.
—¿Por qué hicieron tal cosa? —preguntó Osama mientras manipulaba la grúa para ponerla a punto.
—Cada uno quería emular lo que hacía el otro, pero no superarle. —Pues no acabo de comprenderlo —protestó el egipcio.
—Querían probar una teoría —precisó el inglés mientras se dirigía hacia el pozo.
—¿Qué teoría? —demandó Osama mientras ayudaba a John a ajustarse el arnés.
—Que la complejidad es la mera repetición de las cosas sencillas.
Marie no sabía si John estaba de broma o realmente hablaba en serio. Estaba realmente preocupada.
—Espero que ahí abajo no encuentres 3.000 túneles que recorrer —dijo para romper la macilenta atmósfera.
—No lo creo, aun así algo me dice que no va a resultar tan sencillo como recorrer el pasillo y aparecer en una nueva zona seca —declaró el inglés un tanto risueño para no alarmar demasiado a sus compañeros.
—Pues entonces déjalo John, esperaremos a la bomba de agua y ya está. No quiero que te arriesgues —opinó Marie mientras alargaba los dedos intentando tocar al inglés.
John se dio cuenta del gesto y estrechó durante cinco segundos la mano que le tendía Marie.
—No te preocupes —dijo—, si veo que el pasillo se bifurca en otros o es demasiado largo daré media vuelta.
La cuerda empezó a descender y John se sumergió. El agua parecía encontrarse más fría de lo había estado esa misma mañana; claro que, con el grueso traje de caucho sintético que llevaba puesto apenas notó la variación de temperatura.
Cuando llegó abajo, se giró para ponerse cabeza abajo y se agarró a la tensa cuerda que le servía de indicador y de ayuda para adentrarse en los oscuros fluidos de la tumba de Sheshonk.
El mal presagio respecto al pozo que perseguía a John desde por la mañana tenía un fondo lógico, aunque el inglés no era muy consciente de qué era lo que le atormentaba tanto. Lo que no sabemos explicar con fundadas razones lo expresamos con oscuras palabras, con presentimientos e intuiciones, por eso se había mostrado excesivamente sombrío hacía un momento.
Lo que chocaba a John era lo limpia que parecía el agua, algo impropio si la cavidad había sido rellenada premeditadamente hacía 3.000 años y posteriormente olvidada. Es más, si esto hubiese sucedido así, casi con total seguridad el líquido se habría evaporado por sí solo pasado un tiempo.
Sí, había algo realmente misterioso en todo aquello y si algo caracteriza al ser humano es que tiene que encontrar un sentido hasta a lo ininteligible.
John, a pesar de sus temores, estaba dispuesto a llegar hasta el final.
Llegó al punto de la cuerda donde había anudado un pañuelo esa misma mañana, indicaba la ubicación del único túnel que todavía quedaba por explorar.
Era, de aspecto, igual a los otros diez, pero sus hermanos no pasaban de alargarse durante veinte o treinta metros, eso sí, con ángulos caprichosos y recorridos extraños. Unos iban hacia abajo, otros se dirigían hacia arriba, otros zigzagueaban doblándose en varios recodos que no llevaban a ningún sitio. Éste otro era casi totalmente recto y continuaba claramente la línea de la tumba de Sheshonk, es decir, la prolongaba, igual que otros cuatro túneles que resultaban tapiados a los pocos metros, y a diferencia de la otra mitad de agujeros anegados, que volvían atrás introduciéndose de nuevo debajo de la rocosa montaña en el que estaba construido el núcleo del enterramiento.
John pensaba que deberían haber trazado un mapa de la tumba, para elucidar si los profusos pasadizos, vistos sobre plano, daban alguna pista sobre su verdadera función. Se prometió a sí mismo que sería lo primero que hiciese en cuanto tuviese un momento libre.
El submarinista se adentró en el cuadrado boquete de piedras firmemente selladas y empezó a mover las piernas a toda velocidad haciendo que sus grandes aletas le impulsaran vertiginosamente a través de la alargada galería.
Así continuó durante más de treinta minutos, sin descanso, vigilando únicamente su nivel de oxígeno. Empezó a aburrirse. El pasadizo no parecía tener fin, la luz del foco que llevaba su escafandra parecía iluminar siempre las mismas piedras. Si no fuese porque las líneas que separaban cada losa de su vecina indicaban claramente que progresaba hacia delante la sensación hubiese sido todavía más descorazonadora. Si las paredes hubiesen estado completamente lisas nada podía hacer saber al submarinista la velocidad a la que avanzaba.
Para mantener la mente ocupada, John trató de calcular los metros que recorría por minuto, simplemente contaba el número de baldosas y lo multiplicaba por el tiempo que tardaba en recorrerlas. Probó con tandas de 10, de 20, de 30 piedras, con intervalos de 10, 20 y 30 segundos. Ninguna operación le dio los mismos resultados pero, incluso los cálculos más bajos, le daban una longitud del pasillo que ya había recorrido realmente inusitada.
Las cuentas menos optimistas le daban distancias de dos kilómetros, las estimaciones que usaban como multiplicador una mayor velocidad y como multiplicando una mayor distancia arrojaban unos tres kilómetros de galería ya inspeccionada. Era impresionante, John no recordaba haber visto nunca un túnel tan extremadamente dilatado, aunque recordó que los egipcios eran maestros en la construcción de canales capaces de conducir el agua del Nilo hacia lugares realmente alejados del río, aumentando así las tierras de regadío. Claro que, normalmente los fabricaban sobre la superficie, no subterráneos y partiendo de una tumba.
Este último pensamiento removió algo en su cerebro, pero otras necesidades más perentorias distrajeron su atención.
Ya casi había gastado una bombona de oxígeno y todo seguía igual. En cuanto se agotara totalmente la primera botella, cada una tenía aire para una hora aproximadamente, tendría que plantearse muy seriamente el dar la vuelta o no dispondría de suficiente oxígeno para regresar.
Continuó durante tres o cuatro minutos más. El primer tubo estaba dando sus últimos estertores. Tendría que cambiar de cilindro y disponerse a regresar, y ni siquiera había visto el final del interminable pasillo que, encima, no tenía ni una sola bifurcación. Era descorazonador tener que retornar sin tener ninguna novedad que contar a sus colegas, pero no había otra opción.
Dio media vuelta y empezó otra vez a aletear. Esta vez en dirección a la salida del pozo, donde le esperaban Marie y Osama.
No pasaron ni cinco minutos cuando John se dio cuenta de que algo marchaba rematadamente mal: la velocidad a la que pasaban las hileras de piedras parecía ostensiblemente menor de lo que había observado en la ida, y él no había bajado el ritmo de buceo. No podía ser por el agotamiento físico, no estaba ni mucho menos cansado porque había mantenido una cadencia de aleteo bastante cómoda. Hizo una sencilla prueba, se quedó quieto.
Durante cinco segundos no pasó nada, pero la inercia cesó y reparó alarmado como su cuerpo empezó a trasladarse hacia atrás, cada vez con más fuerza.
El pánico entró en su cuerpo con una sacudida, todos sus tejidos se estremecieron, como si le hubiesen succionado instantáneamente toda la sangre de sus paralizados miembros.
¡Había una corriente de agua en el pasadizo y le arrastraba hacia el lugar opuesto a la salida!
No se había dado cuenta mientras progresaba por el túnel, quién podía pensar que se encontraría una corriente en lo que debían ser aguas muertas y bien muertas. Y había apurado demasiado el oxígeno, ¡no tendría suficiente para regresar!
Empezó a mover las piernas rápidamente, haciendo un esfuerzo mayor para vencer la corriente, pero empezó a jadear de cansancio, lo que tenía el efecto secundario de respirar más aprisa y consumir más aire. Nunca llegaría si seguía nadando de esa forma.
A John le entró un desaliento inmenso, la depresión infinita de los que saben que su fin está próximo. No sabía por qué, pero empezó a pensar en Marie, en la absurda idea de que su muerte pondría triste a su compañera, en la alocada convicción de que únicamente ella le echaría de menos con el tiempo.
Se paró totalmente, ahora sí estaba cansado, casi exánime. Se había dado por vencido.
Estaba a punto de cerrar los ojos cuando vio algo venir hacia él, algo que se movía velozmente recorriendo la galería.
Se asustó mucho, casi excesivamente, pero el estremecimiento le devolvió las fuerzas que antes le había absorbido la desesperanza.
Ahora veía claramente a su inesperado adversario.
¡Era un pez!
¡Una perca!
John no podía creerlo, que hacía un pez viviendo en la tumba de Sheshonk, siempre había oído narrar historias de espíritus que guardaban las tumbas de los faraones. Incluso los soberanos más antiguos hacían sacrificar a varios vasallos suyos para que sus almas deambulasen eternamente por sus dominios subterráneos asustando a los visitantes no deseados, pero, ¿una perca?
El pequeño ser acuático no hizo demasiado caso de John, pasó de largo sin siquiera mirarlo.
La anécdota no hacía menos desesperada la situación del inglés, aunque la singular aparición sirvió para que saliese de su peligroso desfallecimiento. Los ojos le brillaban ahora, debajo de la escafandra, con la clara luz de la determinación.
Calculó el tiempo que le quedaba al oxígeno antes de agotarse y, con decisión, se puso a bucear ayudándose de piernas y brazos. Pero, sorprendentemente, enfiló en dirección contraria a donde estaban esperándole Marie y Osama. Se puso a nadar rápidamente, ayudado ahora por la corriente, con todas sus recuperadas fuerzas y otras más que ni siquiera sabía que tenía, hacia las oscuras entrañas de la tumba.
Mientras tanto, Marie vivía otro tipo de rabiosa impaciencia, la impaciencia impotente que te da el no saber nada y el nada poder hacer por saber más.
Ya casi habían pasado las dos horas de autonomía que tenían las bombonas de John y éste no había regresado todavía.
De vez en cuando, Marie cruzaba la mirada con Osama, quería que el egipcio la tranquilizase diciéndole algo, cualquier cosa. Pero el militar también parecía haberse quedado sin palabras.
Ambos no hacían otra cosa que comprobar su reloj y mirar a la boca del pozo.
Nada.
Ni rastro de John.
A las dos horas y media Marie estaba que se subía por las resbaladizas paredes.
Empezó a lanzarse reproches, nunca debía haber permitido dejar arriesgarse a un miembro de la expedición si había alguna duda sobre su seguridad. Bien lo había intuido el propio John. Era su responsabilidad, como directora, el mantener al equipo indemne de cualquier daño. Había fallado y lo lamentaba con una intensidad tal que más bien parecía ella quien había sufrido los daños. No paraba de morderse los nudillos, con saña.
Osama callaba, la muerte no era algo nuevo para él, ya había perdido algún que otro compañero de armas, casi siempre por accidentes fortuitos o por imprudencias temerarias. Sentía lo de John, pero no dejaba de ser una persona a la que apenas conocía.
Por eso no comprendía la reacción de Marie, se comportaba como si hubiese perdido algo más importante que un padre, que un hermano, más importante que ella misma.
El teniente tuvo que arrastrarla, literalmente, fuera de la tumba. Al cabo de más de cuatro horas de espera Osama había perdido toda esperanza de que el inglés siguiese con vida. Mejor que Marie se tomase una tila en la tienda comedor para tratar de calmar sus nervios, lo necesitaba imperiosamente.
Cuando dieron la luctuosa noticia a Alí, éste pareció sentirlo de veras, hizo un gesto como de resignación ante la fatalidad, como si pensase que algo así tenía que ocurrir tarde o temprano. Enseguida se puso a consolar a Marie, la arqueóloga ya no podía controlar por más tiempo sus emociones, lloraba copiosamente, como nunca había llorado por nadie, con empeño, con ansia, casi con verdadero apetito, incontenible.
Los trabajadores, que todavía seguían por allí a pesar que era casi de noche, no reaccionaron ostensiblemente, ni siquiera cruzaron una mirada entre ellos, solamente fueron capaces de envolverse en un terco y respetuoso silencio. Poco más o menos que esperaban que alguien les dijese cómo debían comportarse y poder seguir así unas pautas de conducta; pero nadie lo hizo, estaban confundidos.