Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
Les ayudaron a salir, aunque John no se marchó hasta asegurarse que también recogían al todavía desvanecido Alí.
Cuando Osama le preguntó qué le había pasado a su compatriota, John escuetamente le contó que habían sufrido un accidente, sin especificar cuál.
Fuera era ya algo tarde y, aunque todavía quemaba el dueño del horizonte, no fue obstáculo para que los dos europeos se sentaran en su regazo, pidiéndole amparo. Ver el sol después de pasar tanto tiempo enterrados vivos era realmente agradable, el astro les devolvía las fuerzas y el resuello que les había succionado la tierra.
Alí no tardó mucho tiempo en recuperarse, ayudado por el balde de agua que le arrojaron sobre la cara.
Se acordaba perfectamente de todo lo que había pasado allí abajo y… se avergonzaba de su comportamiento. Había caído nuevamente presa del más despreciable pánico, casi se podía decir que, técnicamente, había intentado matar a Marie. Se asustó y decidió emprender un salto hacia delante, todo para intentar protegerse de cualquier acusación.
Se levantó y se dirigió decidido hacia los dos europeos, que todavía descansaban sus nervios al sol, semitumbados en el centro del recinto del campamento.
—¡Estúpidos irresponsables! —exclamó delante de todo el mundo—. ¡Por culpa de vuestra precipitación casi muero dos veces en esta maldita tumba! ¡No volveré a excavar con vosotros! ¡Por mí podéis coger el Arca y metérosla donde os quepa!
Dicho esto el egipcio dio media vuelta y se metió en su tienda, sin esperar ninguna réplica por parte de los atónitos europeos, que no hacían más que mirarse y poner gesto de no entender nada.
La jugada que Alí buscaba con sus exabruptos era simple: por una parte exonerarse de cualquier responsabilidad en el accidente; por otra, restar importancia a su ataque de nervios para con Marie echando la culpa de lo sucedido a la propia francesa; y, lo que es más importante, evitar tener que entrar otra vez en los subterráneos con el riesgo de ponerse otra vez en evidencia.
El envite del egipcio fue eficaz. John y Marie empezaron a pensar que tal vez habían actuado con irreflexión manipulando un cilindro que al final había resultado ser el resorte que destrababa otra de las trampas de Sheshonk y Nefiris. Tenían que haber sido más cautos, máxime sabiendo ya de sobra a lo que se enfrentaban.
Explicaron a Osama que Marie, al tocar el rodillo situado sobre la puerta de entrada, éste se había soltado y había liberado una puntiaguda losa que había penetrado en el deposito de tierra como un cuchillo corta la mantequilla. Por supuesto, había destrozado el armazón de la galería que habían excavado, con el siniestro resultado de sepultarlos vivos. Si no hubiesen recibido ayuda desde fuera se hubiesen quedado sin aire y sin fuerzas antes de poder salir de allí.
No llegaron a mencionar el conato de locura de Alí, se sentían un poco responsables de la pérdida de autodominio del egipcio; pero, sobre todo, también veían con buenos ojos el que no volviese a excavar con ellos, era un auténtico peligro trabajar con él y sus fobias. Así que dejaron las cosas como estaban.
El enfrentamiento entre Alí y los europeos le vino bien a Osama, como excusa, en su lucha interna por desembarazarse de cualquier estima y aprecio por los dos extranjeros. Desde luego, se pondría del lado de su compatriota, pero había algo que le impedía ser más diáfano y explícito en la manifestación exterior de sus nuevas actitudes: por lo que le habían contado Marie y John todavía no habían conseguido dar con el Arca.
Se imponía entonces la cautela, Osama sabía que necesitaba de la intuición y lucidez de Marie y John para encontrar el objeto lo más rápidamente posible, la confianza profesional que le inspiraba Alí era mucho menor que la de los dos occidentales.
El teniente esperó a que el detective y la doctora se lavasen, comiesen y descansasen un rato antes de dirigirse nuevamente a ellos, porque había un asunto de vital importancia que no había quedado claro en su anterior conversación.
Les encontró tomando té en la tienda cocina, charlando íntima y amigablemente, ya era casi noche cerrada y los trabajadores se habían ido a su aldea a descansar de tan ajetreada jornada hacía ya un buen rato.
—Le he llevado algo de comida a Alí —dijo el teniente nada más traspasar el umbral—, está tan enfadado que no quiere salir de su tienda.
—Espero que mañana se le hayan calmado un poco sus arrebatos —suspiró Marie.
—Sí, seguro, mañana se habrá olvidado de todo —aseguró conciliador el teniente.
—Esta excavación nos está desquiciando a todos —dijo John a modo de disculpa del conservador del Museo de El Cairo.
—Esperemos que nos quede poco tiempo para acabar con nuestro trabajo —deseó Marie.
—Eso es lo que quería preguntaros —declaró Osama, contento de que hubiesen introducido en la conversación el único tema que le preocupaba.
—¿El qué? —preguntó John.
—¿Cuál es el próximo paso que vamos a dar? Si en esas cámaras que habéis explorado no está el Arca, ¿dónde puede estar? ¿Tenéis alguna idea?
Osama, para dar menos importancia a los trascendentales interrogantes que acababa de lanzar, se levantó de su asiento y rebuscó entre las cacerolas de Gamal para ver si podía comer algo. Estaba claro que Alí no saldría de su cubil esa noche y que Marie y John, que habían juntado forzosamente la comida con la cena por su incidente subterráneo, tampoco cenarían hoy por lo reciente de su última colación.
Marie le contestó mientras el egipcio se servía un plato de legumbres guisadas con patatas.
—Seguiremos la única pista que tenemos —difundió la francesa—, la inscripción que encontramos en la puerta de entrada del depósito de tierra. Precisamente John y yo lo estábamos discutiendo ahora mismo.
Osama dudaba, no se acordaba de las palabras exactas de la inscripción. John acudió en ayuda de su memoria.
—En esos jeroglíficos se aseguraba que la forma perfecta tenía tres puntos, como una pirámide bidimensional, y que nosotros estábamos en la cúspide de la imaginaria figura. Pues bien, hemos explorado solamente otro vértice, el inferior derecho…
—Con lo que nos queda el último —interrumpió Marie—, el de la izquierda.
John sacó el plano donde dibujaba cualquier nueva cámara que encontraba, la línea discontinua de la izquierda que formaba la pirámide ya había sido trazada hacía tiempo, Osama recordaba haberla visto antes, llevaba justo debajo de la primera entrada de la tumba.
—¿Cómo llegaremos hasta ese punto? —preguntó el militar.
—Por la trampa de tierra —decretó Marie sin ningún amago de duda en su dicción—. Cavaremos un nuevo túnel desde la entrada de la habitación donde reposan los restos de Sheshonk y Nefiris, pero en sentido contrario, horizontalmente, siguiendo la base del depósito de tierra, hasta dar con la pared opuesta, seguro que allí encontraremos una nueva puerta.
—La solución más segura sería vaciar de escombros toda la cavidad rocosa hasta encontrar cualquier atisbo de nueva cámara —observó John explicando las posibilidades a Osama con la punta de un bolígrafo sobre el dibujo—, pero eso nos llevaría muchísimo trabajo y también mucho más tiempo.
—Eso no es posible —otorgó el teniente.
—Otra solución sería cavar verticalmente un pozo siguiendo la altura del triángulo formado por las líneas discontinuas, pero será más difícil sacar la tierra —siguió explicando el inglés.
—Ya veo —dijo Osama mientras seguía comiendo, muy atento sin embargo a lo que le contaban.
—Hemos pensado también usar el pasillo que hemos descubierto hoy para apilar la tierra que desescombremos excavando el nuevo corredor horizontal —determinó Marie—. Así nos ahorraremos trabajo transportando la arena hasta el exterior y tapiaremos, de paso, la cámara de los tesoros de Sheshonk, preservándola así para futuros estudios. Lo único que necesitaremos es un buen número de sacos para que no se desparrame la arena por la cámara.
—No cogerá mucha, el pasillo apenas tiene 10 metros —añadió John—, pero por lo menos nos ahorrará algo de esfuerzo.
—Bien, estoy de acuerdo —asintió el teniente.
—Los trabajadores habían comprado también sacos, ¿verdad? —quiso saber Marie.
—Sí, hay sacos de sobra, yo se los encargué para que los emplearan en la excavación del túnel inclinado, por si hacían falta, aunque al final los obreros usaron exclusivamente los capazos para transportar la grava —le confirmó Osama a la doctora.
El teniente siguió comiendo en silencio, aunque esta vez fue él mismo quien suspendió su deglución para efectuar una pregunta de la que no esperaba respuesta cierta.
—¿Creéis que el Arca estará en ese lugar?
—No sé si encontraremos el Arca, pero algo encontraremos, eso seguro —opinó Marie con sorna.
—¿Compraste las máscaras? —interpeló de repente John, que con el comentario de la francesa acababa de caer en que posiblemente la cuarta trampa, o el cuarto principio, el del aire, les estaría esperando en ese rincón de la tumba.
—Sí, pero solamente he podido conseguir tres —respondió el militar.
—Bueno, trataremos de apañarnos —dijo Marie.
Osama terminó de cenar y se sirvió un vaso de té.
Marie estaba tan cansada que estaba perdiendo el sentido de la realidad, como si la somnolencia que habita entre la vigilia y el sueño profundo estuviese ya deformando sus percepciones, veía beber té a Osama a cámara lenta, tan despacio que parecía que el tiempo estaba a punto de detenerse. Se despidió para irse a dormir, los intensos días de excavación estaban empezando a pasar factura al derrengado cuerpo de la francesa.
John también se sentía agotado, aunque más que físicamente lo que de verdad sentía era un auténtico colapso intelectual. Trataba por todos los medios de trazar un plan para mañana, de repasar todas las posibilidades, de imaginar cómo podrían evitar la nueva trampa de Sheshonk, pero era incapaz. Cualquier cosa servía de pretexto para que su mente se distrajese y se vaciase por completo. Observaba a Osama mientras apuraba su té porque era lo único que se movía en el habitáculo de la tienda comedor. Seguía sus movimientos distraído, como si estuviese mirando un monitor de televisión que estuviese emitiendo un programa aburridísimo y sin interés pero del que, aun así, no podía apartar la atención porque nada más llamativo ocurría a su alrededor.
El inglés no tardó en imitar a su compañera e irse a su tienda a dormir. Mañana sería otro día.
Osama, sin embargo, más fresco y sin nada de sueño, sí pensaba en lo que el destino podría depararles en las próximas horas. Creía que, a ciencia cierta, tendrían que vérselas con otro ardid de Sheshonk y Nefiris porque, a estas alturas, ya no dudaba que la trampa existiría; incluso que serían tan tontos, o tan poco listos, como para caer en ella con todo el equipo. Aunque el teniente esperaba hacerlo, por lo menos, con las caretas antigás puestas.
Decidió dar una vuelta por el campamento, así de paso controlaría un poco a los vigilantes, hacía muchos días que no lo hacía, no por dejadez sino por puro cansancio.
Salió al exterior. No se les veía por ningún sitio, ni siquiera estaban resguardados dentro de los coches. Abrió una de las cremalleras que separaban el recinto del crudo desierto, asomó la cabeza y entonces les distinguió. Los dos guardas estaban a más de 50 metros del campamento, sobre una duna, oteando el horizonte y señalando, uno de ellos, a algún desconocido lugar iluminado por la clara luz de la luna.
Osama les observó durante un buen rato y, por un momento, los envidió. No sabía por qué.
Algo deprimido, se fue, también él, a tratar de descansar.
Alí se levantó muy temprano ese jueves, y eso que poco había podido dormir durante la noche, sus pesadumbres le atormentaban como avispas enloquecidas. No quería ver a nadie y el pequeño recinto del campamento se le hacía cada vez más insufrible. Deseaba irse de allí, pero era imposible, no podía defraudar a su tío Ayman, traicionar la confianza que había puesto en él. Tenía también miedo porque su carrera se viese seriamente comprometida por el ataque que había perpetrado en el día de ayer contra la doctora francesa, incluso podía ser acusado de intento de asesinato, aunque cualquier juez le exoneraría de culpa aludiendo el eximente de locura mental transitoria, si bien eso no le consolaba lo más mínimo. Estaba en una encrucijada y todos los caminos le llevaban al abismo.
Desayunó tratando de tranquilizarse, pero era incapaz. Había perdido el dominio de sus actos y, por consiguiente, también el de su destino. Sólo le quedaba abandonarse al futuro.
De repente, Marie entró en la tienda cocina, también ella se había levantado pronto. Se encontró cara a cara con un desencajado Alí, sentado inmóvil en una silla, mirándola fijamente. Se detuvo en seco en el quicio de lona de la puerta durante unos interminables segundos; hasta que reaccionó tratando de aparentar normalidad.
—Buenos días Alí —dijo mientras se dirigía a los fogones a prepararse un café.
—Buenos días —contestó el egipcio haciendo un esfuerzo por articular las palabras sin que le temblase la voz.
Hubo otro minuto de tensa espera. Alí se obligó a romperlo con todo el coraje de su voluntad.
—Tengo que pedirte perdón por lo que pasó ayer, perdí los nervios —logró disculparse el egipcio.
—No te preocupes Alí, vamos a olvidarlo —propuso una conciliadora Marie.
Pero una cosa es que te perdonen y otra muy distinta que uno se perdone a sí mismo. A Alí no le supuso ningún alivio la declaración de la doctora, cada vez que la veía recordaba lo que había pasado. Optó por autoexcluirse del mundo, lo que suelen hacer todos los que no aguantan la omnipresente realidad.
—Creo que no debería volver a bajar al yacimiento —manifestó el egipcio con un débil hilo de voz.
—No es necesario tomar ninguna de esas medidas, como te he dicho ya lo tengo olvidado —dijo con firmeza la francesa, pero evitando mirar a los ojos a su suplicante interlocutor.
Marie trataba de levantar la moral del abatido egiptólogo, por eso le animó a continuar como si nada hubiese pasado; sin embargo, en el fondo, sabía que esa decisión era la mejor, Alí podía volver a sufrir otro ataque de histerismo en cualquier momento y las profundidades de una tumba tan peligrosa como la de Sheshonk no era el mejor sitio para curarse los nervios.
—No, está decidido, no volveré a intervenir en la excavación —reiteró el egipcio.