Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
Dicho esto, Alí apuró su té y salió de la tienda cabizbajo. Cuando lo hizo se cruzó con John y Osama que, recién levantados, se dirigían allí para comer algo. Apenas intercambió un mero saludo protocolario con ambos y se marchó a resguardarse a la cabina de uno de los vehículos todoterreno, tenía decidido escuchar la radio durante todo el día.
—¿Qué ha pasado? —interrogó John a su compañera cuando el conservador del Museo de El Cairo se alejó.
—Nada, me ha pedido perdón por lo de ayer y me ha comunicado que no volverá a participar en los trabajos de excavación.
—¿Qué pasó ayer? —preguntó el militar.
Marie callaba, trataba de restar importancia al incidente, de arrinconarlo en el recuerdo, para ella tampoco había sido una experiencia precisamente agradable. Pero Osama, que aún no sabía nada del suceso, mostraba una cara con tamaña perplejidad que John tuvo que aventurar una rápida explicación para paliar su ataque de extrañeza.
—Ayer, cuando se activo la trampa, Alí sufrió un ataque de nervios y se abalanzó contra Marie agarrándola por el cuello.
—¿De verdad? —emitió incrédulo el teniente.
—Sí, pero no pasó nada, vamos a dejarlo estar —espetó la doctora tajante.
Osama sabía que algo raro le pasaba a su compatriota en los sitios cerrados, ya lo había experimentado en la trampa del sol, por eso no le extraño mucho lo que le contaban los dos arqueólogos. Sí, pensó, sería mejor echar tierra sobre el asunto. Él tampoco quería perjudicar a Alí en su carrera, además sabía que podía ser un aliado para lo que alcanzara a suceder a partir de ahora y que los enemigos, en todo caso, serían los dos europeos.
Casi inmediatamente recordó que hoy a las doce debía aguardar la llamada de Yusuf, su superior, a ciencia cierta éste le comunicaría nuevas instrucciones. Decidió no mencionarle el incidente al coronel cuando hablase con él, nadie ganaba nada sabiéndolo.
Las órdenes de Marie le sacaron de su ensimismamiento.
—Hoy excavaremos el túnel horizontal de acuerdo a los planes de ayer —dictó la francesa—. John y yo supervisaremos los trabajos, dejaremos tranquilo a Alí por ahora hasta que se le pase su…
Marie no encontraba la palabra, no quería decir locura, ni neurosis, ni trauma, ni siquiera trastorno emocional. John salió en su ayuda.
—¿Su desfallecimiento? —opinó el inglés tímidamente.
—Eso mismo —aprobó la francesa—. Bien, manos a la obra.
Fue salir de la carpa donde habían desayunado y ver aparecer los coches de los obreros con la consabida nube de polvo que arrastraban tras ellos. Marie, con ayuda de Osama, les puso al corriente rápidamente de su tarea de hoy. Como siempre, los
fellah
no emitieron ninguna objeción, observación o réplica, se limitaron a recoger las herramientas e introducirse en la tumba para pasar otra agotadora jornada de trabajo.
Osama, al que Marie no le había asignado ninguna función específica, se limitó a ayudar en el engorroso transporte de escorias hasta el pasillo que llevaba a la cámara donde descansaban Sheshonk y Nefiris. Ayer, mientras rescataba a los arqueólogos del derrumbamiento, le había dado tiempo a echar un somero vistazo a la multitud de maravillas que contenía la habitación. No quería que ningún objeto valioso desapareciese, eso también formaba parte de su responsabilidad, por ello se asignó el puesto de último eslabón en la cadena de desescombro, quería taponar el pasadizo por completo usando los sacos, antes de tener que marcharse al exterior para esperar la llamada de teléfono de las 12 horas.
El trabajo se desarrollaba a marchas forzadas. Estaban cavando un túnel horizontal, totalmente recto, que prolongaba en dirección contraria el último pasaje descubierto de la tumba. Muchas veces, cuando Ahmed percutía con el taladro en el suelo del corredor, tocaba roca desnuda, lo que significaba que la trampa de tierra no tenía más profundidad, que debajo de las toneladas de tierra sedimentaria que pendían encima de sus cabezas proseguía, inalterable, la rotundidad de la pequeña montaña donde estaba inscrito el sepulcro.
Osama había tapiado con tres hiladas de sacos repletos de cascotes el camino que conducía a los sepulcros del faraón y su reina consorte. Dada la arenosa muralla recién erigida, ambos podrían descansar un poco más sin ser molestados por nadie.
A punto de llegar el mediodía y con una banal excusa, el teniente se dirigió hacia el exterior, dejando encargado a Husayn para que le sustituyera. Marie y John, preocupados de apuntalar los andamios que daban consistencia a la nueva galería, ni siquiera le echaron de menos.
Cuando llegó al camión ya estaba sonando el teléfono. Se apresuró a descolgarlo.
—¿Sí? —dijo a modo de saludo.
—Osama ¿eres tú? —contestó desde el otro lado de la línea la inconfundible voz de Yusuf, aunque con un deje algo cansado.
—Sí, soy yo —confirmó el teniente.
—¿Hay alguna novedad?
—No, seguimos trabajando en ello.
—Bien, estupendo —dijo el coronel mientras parecía darse un instante para pensar—. Todavía no tengo órdenes para ti, aquí las cosas se han agitado bastante, necesito más tiempo para efectuar un par de diligencias.
—De acuerdo —contestó Osama aprovechando la pausa en la conversación.
—Esta tarde, a las 7, te volveré a llamar.
—De acuerdo —repitió maquinalmente el teniente.
—Hasta entonces —se despidió el coronel Yusuf.
El diálogo había dejado intranquilo a Osama, más de lo que ya estaba. Si un zorro como Yusuf necesitaba más tiempo, eso significaba que el asunto de la supuesta arma encerrada en el Arca había tenido que pulsar los resortes más altos del gobierno egipcio. El militar temía, como todos los de su gremio, las decisiones que podían tomar un atajo de políticos y burócratas más apegados a su sillón que a otra cosa en el mundo.
Tampoco contribuyó al aplacamiento de sus nervios el tono de duda que notó en la voz de su superior, el otrora firme coronel parecía no tenerlo nada claro en esta ocasión.
Poco podía hacer salvo esperar acontecimientos, volvió a enterrarse en la tumba para seguir trabajando, esa era la mejor terapia para debilitar los pensamientos incómodos.
Al mediodía pararon puntuales para comer, habían avanzado aproximadamente quince metros, casi la mitad del trabajo estaba hecho.
El almuerzo fue consistente, Gamal era plenamente consciente de que sus familiares habían quemado las suficientes calorías como para permitirse un homenaje gastronómico. Nuevamente un cordero fue sacrificado para la ocasión, el alimento más preciado de las especialidades culinarias egipcias, y también el más caro. Como el cocinero no tenía problemas de presupuesto solía abusar del plato, aunque procuraba prepararlo de diferentes formas para no hastiar el gusto de sus comensales.
En esta ocasión ni siquiera parecía cordero, se había preocupado en deshuesar completamente la carne y cortarla en tiras, freírla y después servirla con salsa picante y una abundante guarnición de verduras hervidas. Los hambrientos trabajadores, incluidos arqueólogos y jefes de logística, no dejaron nada, aunque tampoco se quedaron con hambre.
Osama se preocupó de informarse de la situación de Alí, el arqueólogo egipcio no había aparecido para comer. Gamal le contó que hacía un rato se había pasado por allí para hacerse un bocadillo que se había llevado con él.
El teniente no preguntó nada más.
Después de darse un rato para hacer la pesada digestión, Marie decidió que era hora de reanudar la enojosa faena. Todos entraron en la madriguera de Sheshonk arrastrando los pies.
Al poco de proseguir con sus labores de zapa tuvieron que variar la organización del trabajo, el pasillo donde estaban apilando los sacos se mostraba ya rebosante de escombros. Esto comportaba que tendrían que alargar nuevamente la cadena de transporte de materiales de desecho hasta el exterior de la tumba, con lo que esto significaba: más trabajo para todos y más lentitud en el avance de la excavación. Hasta Ahmed, en ocasiones, tenía que parar de taladrar y ponerse a ayudar a su hermano Amir a llenar los capazos porque la arena se acumulaba a sus pies.
Asimismo, Marie y John, ahora se ocupaban más de ayudar en la cadena de transporte que de asegurar el corredor con nuevos refuerzos metálicos.
Cada metro que avanzaban les costaba más y más esfuerzo.
Así dieron las siete.
Osama, que había vuelto a escabullirse del tenebroso interior de la tumba sin que los arqueólogos se percatasen, se encontraba resoplando al lado del teléfono de la cabina del camión. El duro trajín había contribuido a que el tiempo hasta esa otra llamada pasase rápido, casi sin sentir y sin preocuparse de otros cuidados, pero ahora se sentía agotado, incapaz de entablar una conversación mínimamente compleja.
El timbrazo se produjo pasados diez minutos de las siete, lo que le dio tiempo a recuperar un tanto la perdida agudeza mental. Osama cogió el auricular casi al vuelo, sin esperar un segundo aviso.
—¿Sí? —contestó.
—¿Osama?
Era, sin duda, el coronel Yusuf, con una voz más rígida y autoritaria que la que había mostrado por la mañana.
—Sí, soy yo —respondió el fatigado teniente Osman.
—¿Alguna novedad?
—No, pero debemos estar a punto de llegar, quizá dentro de una hora o dos podamos acceder al interior de otra cámara que podría ser la definitiva —reveló el militar juzgando el avanzado estado del túnel que estaban construyendo.
El interlocutor no respondió hasta pasados cinco segundos.
—Los planes han cambiado, el objeto ya no viajará a centroeuropa, será retenido durante unos días aquí en Egipto para su estudio —empezó a explicar la dominante voz de Yusuf—. Tú te encargarás de su custodia y salvaguardia. ¿Comprendes?
—Sí, perfectamente —convino Osama.
—Bien, esto es lo que quiero que hagas, presta atención —continuó Yusuf—. Retén el objeto en la tumba hasta mañana por la mañana, espera a que aparezca un destacamento militar que voy a enviar a la zona, entonces sácalo. Tú seguirás manteniendo el mando, ¿de acuerdo?
—Sí —contestó escuetamente el teniente.
—Traslada entonces el objeto hasta el cuartel que tienes asignado, allí nos veremos.
—A la orden —acató el militar casi en posición de firmes desde dentro del camión.
—¿Alguna pregunta?
—Sí, ¿qué hago con los arqueólogos?
—Retenlos allí por ahora, todavía no sé qué hacer con ellos, enciérralos en algún sitio y ponlos bajo la custodia de un par de soldados hasta que tome una decisión.
Yusuf odiaba no poder ser más específico, pero confiaba en la capacidad de iniciativa de su pupilo.
—Ten cuidado sobre todo con el inglés —añadió al cabo de un segundo—, es un agente del gobierno británico. Ya imagino que habréis vivido una semana muy intensa y quizá hasta hayáis congeniado, pero no te confíes.
—Entiendo —rezongó Osama, eso no era problema para él.
—Y no permitas, por nada del mundo, que se pongan en contacto con sus respectivos países —advirtió categórico el poderoso funcionario.
—¿Y Alí?
El coronel parecía haber olvidado al miembro egipcio de la expedición, por lo menos no aparentaba tener un plan predeterminado para él. Improvisó uno.
—¡Ah sí! ¡Alí Khalil! —dijo pronunciando su nombre completo para reparar su distracción—. Cuando tengas el objeto a salvo, ocúpate de darle mis más efusivas gracias por su trabajo, proporciónale un coche y que vuelva a su casa, que se tome unas vacaciones y que no diga nada a nadie. Prométele un ascenso para cuando se reincorpore al trabajo si quieres, ya sabes, esas cosas.
—De acuerdo —afirmó Osama.
—¿Tienes alguna duda más? —preguntó Yusuf para asegurarse que todo quedaba meridianamente claro.
—No, ninguna.
—Estupendo, dame tu posición exacta y se la haré llegar al jefe del comando que mañana se reunirá contigo.
El teniente Osman facilitó a su superior las coordenadas que dictaba el GPS de la ubicación de la tumba, hacía tiempo que se las sabía de memoria.
—Pues eso es todo, mañana nos veremos.
Osama esperaba la fulminante interrupción del diálogo, pero esta vez Yusuf se resistía a colgar. Parecía dudar entre contarle algo o no hacerle partícipe de ello. Por fin, el coronel se decidió, siempre trataba de cuidar al máximo a sus hombres y de proporcionarles toda la información disponible. Así se ganaba una confianza y lealtad inquebrantables.
Ahora había cambiado el tono dictatorial y se dirigía a su subordinado como si fuese un padre amonestando a su hijo.
—Escucha Osama, ten mucho cuidado, aquí las cosas se han desmadrado un poco, ya puedes imaginar la conmoción que ha causado la noticia que me diste ayer. No he conseguido controlar su difusión y eso me intranquiliza, puede que la información haya caído en oídos ajenos y alguien se decida a efectuar algún movimiento extraño, ¿entiendes?
—Sí, del todo.
—Bien, suerte y hasta mañana.
Ahora sí que Osama percibió el ruido constante que indicaba el fin de la comunicación. Yusuf había colgado otra vez dejándole lleno de preocupaciones.
Lo que más le había alarmado era esa velada advertencia de que los israelíes, no podían ser otros, pudieran conocer el asunto del arma e intentar una jugada desesperada para hacerse con el Arca y sus supuestos secretos antes que nadie. Cosas más increíbles se habían atrevido a ejecutar unos competentes servicios secretos con inmunidad plena y patente de corso para actuar en otros países, amigos, neutrales o enemigos, eso les daba lo mismo.
Cuando salió del camión, Osama distinguió a Alí entrando en la tienda cocina. Seguro que había ido a buscar comida para no tener que encontrarse con ellos a la hora de la cena. Mala cosa era cuando un hombre se hace taciturno y esquivo, pensó el teniente. El trato con el resto de nuestros congéneres es lo único que nos salva de caer en la desesperación más absoluta.
Osama había sido testigo de alguna que otra neurosis de guerra y sabía que cuando una persona llega a la conclusión de que no tiene valor, de que es un cobarde, tiende a aislarse de sus semejantes pensando que todo el mundo lo desprecia y, como contrapartida, acaba despreciando a todo el mundo y escapando de la realidad.
En otra situación más relajada habría tratado de hablar con su compatriota, de calmarle, de salvarle de su incipiente locura; pero ahora mismo no estaba en posición de hacer de buen samaritano, bastantes preocupaciones tenía ya. En cuanto tuviese el Arca le mandaría para casa y se olvidaría de él.