Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
Justo enfrente de cada uno de los ofidios, Marie y John advirtieron que había hornacinas embutidas en la pared. Todos los nichos estaban ocupados por momias de gatos que se mantenían enfrentadas, cabeza con cabeza, mirada con mirada, a cada estatua de las sierpes. Los felinos, desproporcionadamente más pequeños que sus contrincantes, con sus amarillentas vendas, a veces ennegrecidas por el desigual estado de conservación, y provistos de unos brillantes ojos de cristal cortado, color verde, cosido a las vacías cuencas, parecían vigilar atentamente cualquier posible movimiento de las cobras.
Cada pareja de declarados enemigos se repetía en toda la longitud del largo pasillo pintado de liso ocre, pero variando su orden de tal manera que Marie y John tenían que caminar en zigzag esquivando las orondas figuras de las estatuas que sobresalían casi un metro del muro e interceptaban alternativamente el cauteloso paso de los exploradores.
—Buen escenario para que los actores mueran envenenados —murmuró John cuando ya llevaban recorridos tres dúos de los temibles rivales.
—Estas momias son muy parecidas a las de la sala hipóstila —afirmó Marie obviando el macabro comentario del inglés.
—Parecen un poco más grandes, ¿no es cierto? —preguntó el observador detective después de pararse frente a uno de los embalsamados gatos de mirada esmeralda.
Marie también se detuvo y volvió sobre sus pasos para instalarse muy cerca de su compañero y examinar atentamente lo mismo que él estaba mirando.
—Sí, es cierto, debían de ser unos gatos enormes —confirmó.
—¿Seguro que son simples mininos? —preguntó el inglés.
—Por la forma exterior de la momia eso parecen al menos —declaró Marie—. Puede ser Eluros, los grandes gatos divinos que eran venerados en la ciudad de Bubastis. Los mayores ejemplares eran deificados en vida y tenidos por dioses hasta su muerte, entonces eran embalsamados y enterrados con todo fasto y fanfarria en el templo de la ciudad. Puede que estos Eluros fuesen obtenidos cruzando distintos animales o que fuese alguna especie extinguida de felino de la que no tenemos noticia.
—Pues parece que Sheshonk y Nefiris se llevaron unos cuantos para que formasen parte de su guardia personal en esta tumba —declaró John.
—Bueno, debía haber gatos embalsamados para dar y regalar en Bubastis —dijo Marie—. ¿Sabes que un colega mío de la universidad se entretuvo en calcular la cantidad de momias, solamente humanas, que debían haber sido sepultadas en Egipto a lo largo de los siglos?
—¿Sí? ¿En serio? ¿Y cuántas le salían? —inquirió John con visible interés.
—750 millones de cuerpos —reveló Marie con tono neutro.
—¡750 millones de momias! ¡No puede ser! —replicó John incrédulo mientras seguían recorriendo el corredor plagado de gatos guardianes y serpientes al acecho.
—Sí, sí —remachó la francesa—, y eso que calculó por lo bajo, solamente se podían permitir la momificación los reyes y las clases más pudientes de la sociedad egipcia. El precio de la gran cantidad de sustancias químicas, sales, hierbas, bálsamos y perfumes que se empleaban en el proceso no estaba al alcance de todos, pero más de 3.000 años de historia ininterrumpida de la fúnebre práctica dan para mucha momia.
—Pues el Más Allá debe estar superpoblado.
Así, hablando de trivialidades, como si no pasase nada, tal vez para engañar a sus soliviantados nervios, llegaron al final de la galería, sin cambio aparente en la disposición de los gatos y esculturas. John había calculado que el pasillo tendría unos 20 metros de largo.
Una vez recorrido el pasadizo, ante ellos se abría otro agujero cuadrado que hacía de misterioso acceso a, con toda seguridad, otro de los aposentos o habitaciones de la tumba. Pero éste, sorprendentemente, ya no era tan oscuro como los otros que habían explorado con antelación, se escapaban leves reflejos ambarinos de su interior. Marie y John se agacharon ligeramente para pasar por el hueco procurando no tocar las paredes con sus cuerpos y mirando bien dónde pisaban.
Los destellos se multiplicaron al instante en una miríada de fulgurantes luminarias procedentes de las cuatro paredes de la nueva sala. De la sorpresa casi estuvieron a punto de retroceder y ponerse de nuevo las máscaras de protección.
Uno de los pulmones de Marie aspiraba fuerte, como cuando nos dan un inesperado susto, el otro pulmón trataba de expeler el soplo necesario para chillar de asombro. El resultado del choque de ambos flujos contrapuestos era el suspiro entrecortado, el grito mudo.
John, por su parte, había optado por no respirar directamente, de lo que daba fe sus carrillos hinchados como globos, sus ojos a punto de escaparse de sus órbitas, como queriendo irse por su cuenta a ver algo indescriptible, tirando con fuerza de su paralizado dueño.
Nunca habían visto nada igual.
Por fin, el inglés soltó todo el aire que había acumulado en sus mofletes.
—¡Dios! —exclamó para volver a caer en el mutismo de los atónitos.
Marie seguía atenazada por la emoción. Nada de lo que existe carece de nombre, pero no había palabra que pudiera describir las maravillas encerradas en aquella cámara.
Nadie está preparado para llegar al éxtasis inducido por la pura contemplación.
Habían pasado de la oscuridad y confusión de los lóbregos túneles a otra clase de desconcierto, la estupefacción producida por la clara luz.
Los pálidos rayos de sus linternas se habían multiplicado por mil en los bruñidos escudos de oro que cubrían completamente los cuadrados muros de una estancia de diez por diez metros de ancho y casi siete metros de altura. El áureo resplandor casi les cegaba.
No por más esperado era menos soberbio el panorama, porque estaba claro que estaban contemplando los centelleantes escudos de la guardia de Salomón, los que declaró Sheshonk en sus frescos que había cogido de Jerusalén como botín de guerra y se había traído a Egipto.
Cerca de las paredes, perfectamente ordenadas, había grandes mesas con multitud de candelabros de siete brazos, escudillas y diferentes vasijas de todos los tamaños y formas. Todos los objetos poseían el refinado brillo del más refulgente oro, pero no eran esas nimiedades lo que hipnotizaba la mirada de los dos europeos.
Frente a ellos, con las alas desplegadas, con los brazos recogidos en aptitud de loa a su Señor, mirando hacia arriba arrebatados, estaban los ángeles de Yahvéh, los descritos en la Biblia, dos colosales figuras de madera de más de cuatro metros de altura recubiertas enteramente de pan de oro.
Los temibles ángeles de plisada túnica sin ningún tipo de adorno, custodiaban un dorado arcón con cuatro argollas por donde atravesaban dos gruesas barras de oro, igual que habían hecho hacía milenios en el malogrado Templo de Salomón.
Allí estaba el Arca.
Marie y John la veían claramente sobre un altar de piedra blanca y cobre ennegrecido, dotado de puntiagudos cuernos en cada uno de sus cuatro vértices superiores; la divisaban absortos a través de los sutiles retales y jirones de lujosos cortinajes, telas de lino púrpura y violeta cuyos mínimos restos colgaban de un áureo dosel formado por cuatro estriadas columnas con pies de plata. En origen, los otrora magníficos tejidos habrían servido a ciencia cierta para cubrir el sagrado objeto de miradas indiscretas.
El altar, el baldaquino y sus destrozadas colgaduras hendidas por el tiempo, formaban parte a todas luces del
sancta sanctorum,
el entoldado tabernáculo donde los israelitas guardaron el Arca durante su travesía por el desierto, antes que Salomón le erigiese un templo más apropiado a su santa majestad.
Los egiptólogos nada decían porque todavía no estaban en condiciones de razonar. Sólo Marie sacó fuerzas para agarrar instintivamente la mano de John y apretarla férreamente, para comunicar así su euforia a su igualmente embelesado camarada.
El Arca era tal como la describe la Biblia, una caja revestida de oro de apenas 1,20 metros de largo y 70 centímetros de ancho y alto; aunque la curvada y voluminosa tapa del cofre, el propiciatorio, culminado por dos querubines arrodillados, flexionando el torso y sus alas hasta tocarse levemente con la cabeza, la hacían solamente un poco menos alta que larga. En cada borde del rectangular receptáculo había moldeada una especie de columna decorada con ondulantes estrías cuyas prolongaciones hacía el suelo hacían la función de sustentáculo donde se apoyaba el Testimonio de Yahvéh.
John y Marie, todavía sin soltarse la mano, se acercaron tímidamente unos metros para estudiar mejor el vestigio arqueológico que les había traído tan atareados y abrumados durante los últimos días.
No se veía ni una astilla de la madera de acacia con la que tradicionalmente se suponía que estaba fabricada el Arca, láminas de oro ricamente repujadas cubrían cada centímetro cuadrado del objeto. La decoración del precioso metal que forraba toda su superficie no era figurativa, no se podía ver ninguna persona, animal o cosa que pudiera reconocerse fácilmente, salvo los suplicantes ángeles del propiciatorio. El arcano artista que había trabajado en ella, se había limitado a esculpir con su cincel motivos abstractos: líneas quebradas en las numerosas nervaduras o molduras en forma de rectángulos concéntricos que contorneaban cada frente; curvas y espirales, parecidas a volutas de humo, que servían de relleno de estos paralelogramos; y signos, muchos signos, grabados en el centro de cada una de las dos caras laterales del arcón.
John observó atentamente las líneas caprichosas y cambiantes de caracteres formados por rayas onduladas y puntos. El conjunto de grafías parecían empezar a la derecha y terminar en la izquierda. Al inglés, consumado especialista en lenguas muertas, no le costó reconocer el idioma. Era, indudablemente, hebreo cananeo, la escritura bíblica más antigua.
El detective, hondamente intrigado por el inesperado hallazgo, soltó la mano de Marie y recorrió todo el perímetro del ara hasta ponerse debajo de las alas de los ciclópeos ángeles, examinando cuidadosamente la superficie visible del Arca.
Marie le siguió con la mirada durante un rato, luego se decidió a preguntar.
—Es hebreo, ¿verdad?
—Sí, signos del
alefbét,
puro hebreo de tiempos del Éxodo —le confirmo John con voz rara, distante, concentrada.
—Y, ¿qué pone? ¿Puedes leerlo? —urgió Marie consciente de que John era un filólogo experto.
—Es increíble —dijo por toda respuesta.
—¿Qué es tan increíble? —interpeló Marie.
Mientras hacía esta última pregunta, la doctora se había dirigido al punto donde estaba John, dando a su vez la vuelta en torno al beatífico arcón, esquivando antes las varas que sobresalían de las anilladas abrazaderas y que servían para transportarlo.
—Son los diez mandamientos —aseveró el inglés al tiempo que Marie se situaba a su lado.
—¿Los diez mandamientos? ¿De veras? —se extrañó la francesa—. ¿No estaban consignados en piedra?
—Eso creía yo también, en tablas de piedra o arcilla celosamente guardadas en el interior del Arca —respondió John arqueando las cejas—. Parece que también se decidieron a grabarlos en el preciado revestimiento que las guarnecía.
John se decidió a descifrar las dos inscripciones laterales, recuperando sus todavía impecables conocimientos de hebreo antiguo, una de las lenguas que se había decidido a dominar en sus primeros años de estudiante de filología en la Universidad de Oxford. No tuvo ningún problema en leer los complicados signos.
1. Yo soy Yahvéh, tu único Dios, no tendrás otros dioses delante de mí.
2. No te harás ninguna imagen esculpida, ni figura de lo que hay arriba en los cielos, o abajo en la tierra, o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni las servirás.
3. No pronunciarás el nombre de Yahvéh, tu Dios, en vano.
4. Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos; pero el día séptimo es el de descanso en honor de Yahvéh, tu Dios, y ese día no harás trabajo alguno.
5. Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra.
6. No matarás.
7. No adulterarás.
8. No robarás.
9. No darás contra tu prójimo falso testimonio.
10. No codiciarás la casa de tu prójimo; ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que es suyo.
Marie oía atenta, aunque no podía evitar distraer la mirada a su alrededor.
—¿Son los originales, los expuestos en la Biblia? —se atrevió a preguntar cuando John terminó de leer ambas caras del Arca.
—Sí, un poco resumidos, pero creo que concuerdan exactamente con las palabras del Éxodo —apuntó el inglés—. ¿Sabes que Dios dictó todas estas palabras a Moisés en la cima de una colina mientras los israelitas avistaban, desde la falda de la montaña, un despliegue sin precedentes de truenos, relámpagos, sonidos de cuerno y grandes columnas de humo provenientes del montículo, temerosos de que Dios pudiera matarlos sólo por atreverse a verle o escucharle?
—Yo recordaba los mandamientos un poco diferentes de cuando me los explicaron en el colegio —declaró sin embargo Marie, sin molestarse en contestar a la anterior pregunta de John por considerarla algo retórica.
—Sí, es el signo de los tiempos, todo se moderniza, incluso los mandatos del Todopoderoso necesitan alguna revisión después de ser formulados hace nada menos que 3.250 años —consideró el inglés algo académicamente para la situación excepcional que estaban viviendo en ese instante.
—¡Cuánto oro hay aquí! —soltó Marie, mucho más apegada a la materia y cambiando abruptamente de tema.
John se irguió y miró otra vez alrededor de la alta cámara. Los redondos y lisos escudos se habían aparejado sobrepuestos, imbricados, para que no dejaran ver ni una traza de la pared que les sujetaba.
—El oro de Salomón —solemnizó John con recogimiento—. Nunca creí que pudiera llegar a verlo, aunque a primera vista parece que no está todo lo que originalmente llegó a ser, a juzgar por el número de escudos que ocupan la habitación.
—Bueno, Sheshonk tendría que fundir alguno que otro para sus gastos corrientes y para construirse su complicada morada de ultratumba, ¿no?
—Seguramente —concedió John—, de todas formas tampoco iba a tener tiempo de gastarse todo esto que ha dejado aquí en su Otra Vida.