Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Marie con algo de urgencia en la voz.
—No lo sé, estoy bastante confundido —confesó John.
—Yo también, no estaba preparada para esto.
—¿Están todos muertos? —preguntó el inglés aun sabiendo la respuesta de antemano.
—Sí —informó Marie vacilante.
—¿Osama también?
—También —ratificó la francesa señalando uno de los cuerpos más alejados.
—Bueno, vamos a comer algo, pensaremos mejor —propuso John para vencer el común decaimiento anímico.
Ambos se dirigieron al comedor y calentaron las primeras latas de campaña que encontraron, sin fijarse ni siquiera en lo que eran, sin mirar la comida cuando se la llevaban a la boca, sin distinguir su sabor cuando la estaban masticando.
—Tenemos que pedir ayuda —profirió de improviso Marie.
John también lo sabía, estaban en una situación bastante comprometida. No quería ni pensar en las largas, complejas e inverosímiles explicaciones que tendrían que dar a la policía egipcia sobre la causa de muerte de su nutrido grupo de compatriotas. Nadie iba a creerles.
—¿Qué tal si llamas a tus jefes de París? —propuso John tímidamente.
A Marie se le vino a la mente inmediatamente la figura de fatuo petulante de Legentil, el funcionario universal. Seguro que tendría la pretensión de que Marie rellenase un formulario antes de proponer cualquier atisbo de solución; o lo que es peor, se pondría a recorrer toda la pirámide de altos cargos de París para que le dijesen qué es lo que debería hacer en una situación no establecida en ningún manual de procedimientos previamente redactado por otros lechuguinos petimetres como él.
—No, mejor llama tú a tus contactos —opinó la doctora—. ¿Confías en ellos?
—Bueno, algo —dijo sin ninguna convicción pensando en Jeremy.
John no sabía si su jefe en el departamento de contrabando de obras de arte de Scotland Yard era precisamente la persona indicada para sacarles del apuro. Aunque, claro, bien pensado, los verdaderos cerebros del asunto eran los distinguidos contertulios que le habían puesto al corriente de la operación en la reunión mantenida en Ashford, ellos sí que parecían mucho más competentes y resolutivos.
El inglés esperó a que Marie terminase de comer y fueron juntos hasta la caja del camión, directamente al teléfono vía satélite.
Era tarde, recién anochecido, pero según el huso horario internacional serían dos horas menos en Londres, así que esperaba encontrar a alguien al otro lado de auricular. John marcó un número que se sabía de memoria.
—¿Sí? —contestaron al otro lado con aparente desgana.
—¿Jeremy?
—Vaya, si es el descubridor de otros mundos —dijo indignado—. Llevo metido en este despacho casi dos semanas, ni siquiera me dejan ir a dormir sin lanzarme una larga mirada de desaprobación, y todo para qué, para que te dignes en llamar una vez cada diez días.
John no sabía si el rapapolvo que le estaba largando su jefe era real o fingido, con Jeremy nunca sabía cómo acertar. Parecía una esposa despechada y quizá era ése el papel que estaba representando en aquel momento, pero ahora no estaba en condiciones de apreciar su desconcertante sentido del humor.
—Lo siento, no he podido llamar antes —se disculpó escuetamente.
—Sí, eso dicen todos.
Sonó un hondo suspiro al otro lado de la línea, decididamente el inspector Jeremy estaba de broma, seguro que gastaba toda una semana en pensar en su próxima gracia.
—Escucha —empezó a decir John intentando que la conversación se desarrollase por cauces más serios—, estoy en una situación muy comprometida y necesito consejo, o mejor soluciones, ¿entiendes?
—Entiendo —dijo el interlocutor con timbre un poco más grave—. Pero te advierto que por aquí anda el Támesis muy revuelto, los jefes me han pedido que si llamas te pase con ellos directamente y eso es lo que voy a tener que hacer en este preciso momento. Sir Arthur, ¿te acuerdas de él?, está a punto de quitarme el auricular de la oreja, así que ya nos veremos, hasta otra.
—Hasta luego Jeremy.
Se oyó un apreciable ruido de interferencias, de alguien que entra y de una puerta que se cierra. John creyó oír un "¿es él?" antes de que otra persona se pusiera al teléfono.
—¿John?
—Sí, soy John.
—Voy a dar por sentado que el teléfono desde donde llama no es seguro, así que no sea muy explicito. ¿De acuerdo? —Sí, de acuerdo. —¿Han conseguido la Reliquia?
John casi había olvidado el nombre en clave que habían acordado usar para el Arca en esa lejana reunión de Ashford, el que le sonaba bastante ridículo. Ahora que lo oía de nuevo no le parecía tan inapropiado.
—Sí, pero tenemos algunas dificultades.
—¿De qué género?
—No sabemos qué hacer con ella.
—¿Y los representantes del gobierno anfitrión?
—Ahora mismo estamos solos la doctora francesa y yo.
John no quería decir que los egipcios estaban todos muertos, seguro que le preguntarían que quién los había matado, ¿y qué contestar entonces?: ¿Que los había asesinado una reina egipcia que llevaba muerta 3.000 años? ¿Que había sido Yahvéh?… , todas las posibles respuestas sonaban extraordinariamente irracionales.
Al otro lado también parecía que estaban pensando en algo. Trató de recordar a Sir Arthur, el supuesto consejero del gobierno británico en materias culturales, pero al final mezclaba indistintamente en su memoria todos los rasgos de las facciones de los tres jerarcas que habían estado presentes en aquel cónclave: el Sir, el Lord y el americano.
—Escuche, no sé lo que les ha pasado concretamente, pero aquí sabemos del cambio de postura del gobierno anfitrión en cuanto a la Reliquia, no les permitirán sacarla del país.
—No… —intentó decir John, pero fue interrumpido por el Sir.
—Y, ahora más que nunca, a nosotros nos interesa que ese objeto salga de ese avispero inmediatamente y solamente le tenemos a usted para realizar esa vital operación.
—Ya, ¿y cómo lo hacemos?
—Desdichadamente tengo malas noticias, nos interesa que saque la Reliquia de allí, pero no podemos ayudarle, no podemos permitirnos una injerencia en contra de los intereses de un gobierno amigo. Tendrá que actuar por su cuenta y riesgo. ¿Lo comprende?
—No.
John estaba confundido ante las apremiantes y, al mismo tiempo, vagas indicaciones de Sir Arthur, que parecía evidentemente muy nervioso, casi le contagiaba esa intranquilidad sólo con escucharle.
—Atienda, sé que no está acostumbrado a este tipo de ajetreos, pero tiene que hacer un esfuerzo. Ni nosotros, ni nuestros aliados, incluidos los franceses, podemos intervenir oficialmente en la región; pero, si el objeto permanece en el país, hay un riesgo serio de que se desencadene incluso una guerra. Ha acontecido… , digamos, algún que otro cambio de poder y de postura en las cúpulas dirigentes de las naciones circundantes.
John pensó inmediatamente en el asesinato del ministro de defensa israelí y las siguientes palabras de Sir Arthur le confirmaron sus sospechas.
—Tengo que advertirle, además, de otro peligro que corren, hemos tenido noticia de que, en cualquier instante, un grupo de comandos de esta nación vecina podrían dirigirse hacia su posición con intención de secuestrar la Reliquia. Deben impedir por todos los medios que esto ocurra, si no pueden hacer otra cosa destruyan el objeto completamente, ¿me oye?, completamente.
—¿Destruirlo?
Marie, que estaba al lado, atendiendo a todo lo que decía John al auricular, dio un respingo al oír la fatídica palabra.
—Si no pueden llevárselo con alguna garantía de éxito tendrán que destruirlo, si cae en manos de una de las dos partes puede producirse una auténtica hecatombe, no le exagero lo más mínimo.
—Está bien, haremos lo que podamos —dijo John para calmar los ánimos, aunque todavía no tenía la más mínima idea de cómo encarar la difícil papeleta que les estaban endosado.
Sir Arthur parecía cada vez más agitado.
—Es más, yo les diría que se olviden de aspirar a sacarlo de allí y pasen a volatilizarlo directamente, antes de que sea demasiado tarde.
A John la conversación le resultaba cada vez más incómoda, estaba deseando cortarla.
—Ahora mismo tenemos la posibilidad de llevarnos el objeto o, por lo menos, ocultarlo —trató de argumentar.
—Pues háganlo ya, no acudan a las autoridades nacionales y tengan extremo cuidado, como le he dicho soldados extranjeros pueden estar a punto de caer por la localización de la tumba…, donde quiera que esté.
Sir Arthur hubiera deseado no haber pronunciado la palabra "tumba", se le notó por la inflexión que le dio a la segunda sílaba del término, le salió mucho más lánguida que la primera. Tal vez consideraba que era una pista innecesaria que había proporcionado gratuitamente a posibles escuchas.
—Suerte —le desearon a John desde su país natal.
—Gracias —respondió desanimado.
Y colgaron.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué te han dicho? —preguntó impaciente Marie en cuanto se cortó la comunicación.
—Que no pueden ayudarnos, pero que tratemos de sacar el Arca de Egipto… — John dudó—, o que la destruyamos.
—¿Destruirla? ¡Tú estás loco! —tronó la francesa—. Sería un sacrilegio destruir un vestigio con tanta carga histórica, es una auténtica maravilla arqueológica. ¡Ni por encima de mi cadáver! ¡No lo permitiré!
—Cálmate —dijo John levantando las manos en señal de apaciguamiento—, yo tampoco quiero hacerlo.
—Pero, ¿por qué quieren que la destruyamos? No lo comprendo.
—Por lo que he podido entender, parece que los egipcios han cambiado de opinión y ahora quieren quedarse con el Arca.
—Eso es evidente —dijo Marie lanzando un rápido gesto hacia el exterior del camión, pretendidamente hacia el grupo de retorcidos cuerpos tendidos sobre la arena.
—Quizá quieran hacer chantaje a los israelíes con el Arca; o, tal vez, al enterarse que pudiera contener el secreto de un arma química, se han puesto nerviosos y temen que el poder con el que Yahvéh ayudó en tiempos inmemoriales a su pueblo elegido, los hebreos, sea una amenaza cierta para el precario status quo político-militar actual. No lo sé, créeme.
—¡Esto es de locos! —prorrumpió Marie exasperada—. Pero si han pasado 3.000 años, ¿qué peligro puede suponer el Arca para los ejércitos actuales?
—Bueno, puede que ninguno —consideró John con fingida indiferencia—, pero por ahora es evidente que se ha cargado de un plumazo a un nutrido grupo de aguerridos combatientes egipcios.
—¡No me lo puedo creer! —farfulló Marie, aunque parecía pensar que las últimas conjeturas de su compañero podían explicar un poco la confusa cadena de acontecimientos que se estaban desarrollando en las últimas horas.
—Sí, pues no conoces lo mejor —reveló John—, me han advertido que comandos israelitas pueden caer por aquí en cualquier momento con el objetivo de llevarse el Arca a su país.
Marie puso unos ojos como platos, tanto los abrió que las pestañas parecieron tirar de su cabeza hasta alzarla ostensiblemente. El cuello se le tensó.
—¿Qué? —balbució temblorosa.
—Pues eso, que conocen la ubicación de la tumba y que tratarán de robar el Arca.
John trataba de simular frialdad, pero cada vez le resultaba más difícil, eso a pesar que el seco y helado clima nocturno estaba empezando a hacerse notar; gradualmente, la gélida atmósfera contribuía a que sus miembros temblasen cada vez más.
—¡No puede ser! —renegó Marie de nuevo, aunque sus imprecaciones de incredulidad perdían cada vez más fuerza, parecía estar digiriendo pesadamente el nuevo e inconcebible escenario que se les presentaba.
John, por su parte, también trataba de buscar la lógica de la inextricable situación que los dos estaban viviendo en ese instante. Hay que buscar una razón para todo, hasta para lo más absurdo.
—Antes de salir yo para El Cairo asesinaron al ministro de defensa israelí, a lo mejor lo han sustituido por alguien de la línea dura y han decidido hacerse con el Arca en cuanto se han enterado que existía la posibilidad de rescatarla de su sueño de siglos.
—No me digas que quieren edificar un tercer Templo en Jerusalén para guardar el arcón —aventuró Marie algo desdeñosamente.
—Pues, si esa es su intención, ahora me explico el nerviosismo de mis superiores —penetró John teniendo la urgente certeza de que algo de verdad había en la mordaz y atrevida hipótesis formulada por Marie.
—Entonces, ¿qué hacemos? —emitió la francesa agarrando la mano de John con vigor.
—¿Tú qué propones? —devolvió el inglés.
—No pienso destruir el Arca —contestó Marie resuelta—. Vamos a meterla en un coche para irnos de aquí inmediatamente, mañana ya veremos qué es lo que hacemos.
—De acuerdo —dijo John atrayéndola hacia él y dándole un intenso y cálido abrazo—. No te preocupes, saldremos de ésta.
Entonces, de pronto, justo cuando se estaban besando, oyeron el inconfundible ruido de un motor, de unas aspas cortando el aire, surgiendo repentinamente desde detrás de la colina. Abrieron los ojos rápidamente, mirándose espantados y sobrecogidos, sin despegar todavía sus labios.
Un helicóptero sobrevolaba el campamento al filo de la medianoche.
Marie se acercó, sin asomarse totalmente, a la entreabierta puerta de la trasera del camión. Veía el fulgor de un reflector recorrer todo el perímetro del yacimiento.
Súbitamente, el aparato, a juzgar por el desplazamiento del haz de luz, se deslizó hasta quedar fuera del recinto de las lonas. Por cómo se sacudían y convulsionaban éstas no cabía duda que estaban aterrizando lo bastante cerca como para estremecer todo el lienzo exterior e incluso las tiendas de campaña interiores.
John se acercó a Marie por detrás y le agarró por un brazo para atraer su atención.
—¡Escúchame! —pidió excitado—. ¡Son los israelíes que vienen a por el Arca, nos matarán para no dejar testigos de su incursión! ¡Tenemos que intentar algo!
—¿El qué? —chilló Marie angustiada, no estaba preparada para morir, aún no.
—¡Voy a meterme dentro del Arca, tú ayúdame a cerrar la tapa, después escóndete dentro del camión, cierra la puerta y, si entra alguien, hazte la muerta! ¡Vamos, tenemos poco tiempo!
Fue decirlo y acto seguido el inglés empujó a la francesa al exterior. Antes cogió de una mesa la potente linterna con la que se estaban alumbrando en ese momento.