Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
Eran actividades típicas, plasmadas por los artistas egipcios en muchos otros enterramientos diferentes y en distintas épocas. Simbolizaban la vida que había llevado el faraón durante su regencia y la que debería seguir disfrutando en el Más Allá después de muerto. En los reinos de ultratumba el monarca, o mejor sus sirvientes
Shabtis,
también estaban obligados a plantar semillas y arar la tierra durante toda la eternidad para cubrir las necesidades alimenticias de un alma con apetitos todavía mundanos.
La escena mejor conservada que habían podido contemplar los tres arqueólogos mostraba a Sheshonk erguido sobre la cubierta de una barca fabricada con tallos de papiro. Enarbolaba un arco cargado con varias flechas y trataba de cazar algún pato de la numerosa bandada que, espantada por sus criados, salía de unos juncos cercanos a su posición. Los colores eran tremendamente vivos, tanto que parecían irreales.
Casi no había rastros de jeroglíficos en las pinturas, los fondos estaban enteramente teñidos de blanco y celeste. Sólo se dejaba ver algún cartucho solitario con el nombre del monarca y alguna línea que describía la escena y le deseaba felicidad imperecedera al protagonista de casi todos los cuadros.
Habían recorrido un gran trecho y, a medida que avanzaban, los estragos producidos por la humedad se hacían cada vez más patentes y las piedras mal talladas que remedaban los peldaños de la escalinata cada vez más resbaladizas.
Marie seguía perpetrando con afán la fastidiosa tarea de apartar hacia los laterales del túnel los cada vez más desmenuzados pedazos de yeso desprendido. Avanzaba despacio, tratando de lavarse la conciencia a base de cumplir meticulosamente con la resolución de mutuo acuerdo que habían tomado los tres integrantes de la expedición. Demasiado despacio para John y Alí, que veían como ya poco se podía recuperar, el yeso que encontraban en estos tramos finales del pasillo no contenían restos de pintura apreciables y en las paredes apenas quedaban trazas del estucado recubrimiento que seguramente habían exhibido en algún lejano día.
La sensación de sofocante humedad crecía a cada paso que daban por la inacabable rampa. En los últimos metros lo único que encontraron fueron muros desnudos que exudaban el agua que habían absorbido con anterioridad y, en el suelo, una amalgama de polvo mojado que ni siquiera valía la pena apartar. Los restos eran a estas alturas irrecuperables. Marie se dio cuenta por fin y dejó de acarrear paladas de residuos que no valían para nada.
Ahora podían descender más deprisa, aunque procuraban avanzar pisando con cuidado, apoyándose en las paredes para evitar caídas o incluso rodar por la inclinada pendiente. La luz natural que había iluminado en los primeros tramos del pasadizo era allí completamente inexistente, por lo que tuvieron que echar mano de la artificial para seguir progresando.
Llevaban bajando más de dos horas, tenían las ropas empapadas y las gotas de sudor que resbalaban por su cara apenas les dejaban abrir los ojos si no repetían el continuo ejercicio de secarlos restregándose con la manga de la camisa o con algún pañuelo. El calor y la humedad eran una mala combinación.
Por fin llegaron a una especie de rellano con el suelo totalmente plano. Una negrura más intensa anunciaba espacios algo más amplios. Enfocaron las linternas hacia el fondo del corredor pero no consiguieron derrotar totalmente a una oscuridad que parecía pegada a los rincones. Las sombras habían dominado el lugar durante tanto tiempo que ahora les costaba marcharse.
—Este tramo de bajada es bastante más largo que el que llevaba a la cima de la colina —aseveró Marie tratando de escudriñar el final del túnel.
—Yo creo que no —le contradijo John—. Lo que ocurre es que al tardar más tiempo en recorrer la misma distancia nos parece que éste corredor es más largo que el otro. Yo pienso que deben ser perfectamente simétricos, aunque éste ha corrido peor suerte que su hermano gemelo en cuanto a su conservación se refiere.
Marie no dijo nada, no tenía ganas de discutir. Alí también callaba, pero él para disimular su creciente ansiedad.
—No parece que las filtraciones de agua procedan del techo —observó John.
—Es cierto, pero entonces ¿de dónde vienen? —dijo Marie mientras seguía avanzando con cautela por el ahora nivelado piso.
El techado del corredor horizontal que habían empezado a transitar, al contrario que el pasaje inclinado que habían acabado de recorrer, no tenía la cubierta a dos aguas, era completamente recto y bastante más elevado, debía tener casi tres metros de altura. Si había estado decorado originariamente era imposible saberlo, incluso las caras de la pulimentada piedra parecían desgastadas por tan brutal exposición a los continuos vahos.
De pronto los tres haces de luz enfocaron claramente un tabique que les cortaba el paso, justo enfrente.
Avanzaron. Marie trató de adelantarse a los demás para tocarlo pero, de repente, perdió pie.
—¡Socorro! —gritó con voz desesperada.
Había soltado la linterna tratando de agarrarse a algún invisible asidero, agitó los brazos rápidamente pero sin encontrar nada a lo que aferrarse. Se veía perdida, sin equilibrio, a punto de caer en el negro abismo que se abría a sus pies.
Súbitamente algo le sujetó del cinturón del pantalón y le propinó un brusco tirón que le hizo caer hacia atrás, sobre su espalda.
Todos quedaron sobrecogidos por el silencio repentino que envuelve los primeros segundos después del advenimiento de lo inesperado.
Sin embargo, algo lo rompió.
¡Chooff!
Era la linterna, había seguido cayendo por la profunda sima hasta producir el chapoteo que acababan de escuchar los tres desconcertados arqueólogos.
Alí no podía más, la taquicardia y un temblor incontrolable le asaltaron sin que nada pudiera hacer por evitarlo. Estaba detrás de los europeos, a escasos tres metros. Ni siquiera había visto lo que había pasado con Marie, pero los nervios no le dejaban reaccionar y preguntar qué había sucedido.
La voz de John le sirvió de gancho para rescatarse a sí mismo, poco a poco, de su involuntario estado de suspensión de juicio y voluntad.
—¿Estás bien?
Marie también estaba aturdida. John tuvo que repetir la pregunta.
—¿Estás bien? —repitió en tono más perentorio.
—Sí, sí —contestó por fin la francesa desde las profundidades de su mente.
John ayudó a levantarse a su compañera, aunque no del todo, ambos permanecieron de rodillas para evitar más tropezones accidentales.
Marie volvía a recuperar el dominio de sus sentidos. Su antiguo alumno le había salvado otra vez.
—Gracias John —se limitó a decir.
—No hay de qué, me pillaba de paso.
Marie no intentó comprender la absurda broma que había improvisado el inglés para quitar importancia al ineludible hecho de que nuevamente le había ayudado en una situación harto apurada.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Marie.
—Que casi te caes a un pozo —respondió John tranquilamente, como la cosa más natural del mundo.
—¿Un pozo? ¿Cómo que un pozo? —expresó Marie incrédula.
John se afianzó todavía más en el escurridizo firme cambiando de postura y tumbándose boca abajo. Empezó a reptar hasta el gran hueco que se abría en el suelo.
Era una cavidad de la misma anchura que el pasillo que habían recorrido, casi cuadrada, más o menos de dos metros por dos metros. La boca de la sima se abría al vacío abruptamente, sin ningún tipo de aviso. John empezó a escudriñar el perfecto agujero cuadrangular en busca de alguna pista que delatase su función, si es que tenía alguna aparte de hacer caer a los intrusos.
La potencia de su luz no conseguía llegar hasta donde empezaba el agua, porque era indudable que al fondo, muy al fondo, a juzgar por el tiempo que había tardado la linterna de Marie al caer, había algo líquido, capaz de provocar el inconfundible sonido de salpicaduras que habían escuchado hacía un momento.
Lo único que podía ver John eran las piedras, perfectamente talladas, que indicaban que el brusco giro de 90° que había tomado el corredor era obra del artífice de la tumba y no fruto de ningún cataclismo o derrumbamiento fortuito.
Las paredes del pozo estaban cubiertas de una fina y verdosa capa vegetal. Hongos, musgo o líquenes, John no tenía demasiados conocimientos de botánica, no parecían ocultar con su presencia ningún tipo de escalinata tallada en las paredes, ningún tipo de perforación que permitiese bajar a las profundidades si no era con ayuda de algún adminículo de escalador.
—¿Qué ves? —dijo Marie que ya se había recuperado y se había arrastrado también ella hasta poder mirar por el borde de la siniestra brecha.
—Esto es un pozo en toda regla —opinó John mientras sentía como la francesa se agarraba fuertemente a su brazo izquierdo para asomar también ella la cabeza por el filo del precipicio.
—Y al final hay agua —declaró Marie, aunque era algo que ya sabían todos, incluso Alí, inmerso todavía en su propia confusión.
El egipcio se recuperaba poco a poco de su congoja. El sofoco y la sensación de opresión que había sentido en la cavidad torácica le habían remitido un tanto, podía incluso respirar, aunque todavía con una agitación impropia que se trasmitía a su palpitante voz.
—¿Es otra trampa de Sheshonk? —dijo jadeante, como el que acaba de realizar un gran esfuerzo físico.
John volvió la cabeza para contestar al egipcio, el haz de su linterna evidenciaba que Alí no se había movido del sitio desde que Marie había sufrido el conato de caída.
—No lo sé, pero desde luego la fosa es claramente intencionada. Tendremos que volver atrás, por aquí no podemos bajar hasta que consigamos algún equipo de escalada.
John empezó a retroceder manteniendo el cuerpo a tierra, Marie le imitó sin dejar de soltar su brazo. Cuando estuvieron a dos o tres metros de distancia del agujero se pusieron de rodillas, llegaron a la altura de Alí y empezaron a ascender por el mismo pasillo que, al final, les había conducido a sufrir otra desagradable experiencia.
Ahora ni se fijaban en los restos de pinturas.
Ya en el exterior se encontraron con Osama inmediatamente después de salir por la puerta. Les estaba esperando. John se encargó de poner al encargado de la seguridad y la logística al corriente de todas las novedades que habían visto y vivido en el último tramo que acababan de explorar. No mencionó el percance de Marie, ni que él, providencialmente, la había salvado de caer en el pozo. Solamente indicó que el enlosado de esa zona estaba muy resbaladizo.
—Vamos a necesitar material teniente —John se dirigía ahora a Osama por su grado militar.
—Lo imagino —dijo—. ¿Qué quieren que traiga?
—Necesitamos cuerdas, ganchos, fijaciones, ya sabe, material de alpinista.
—Pero, ¿y el agua? —interrumpió Marie—. ¿Cómo vamos a explorar la tumba si está inundada?
—Eso es cierto, pero ya lo tengo previsto —aseguró John.
—¿Entonces…? —Osama mostró un gesto de preocupación.
—Vamos a necesitar también un equipo de buceo —estableció firmemente el inglés al cabo de pocos segundos.
—Pero yo no sé bucear —anticipó Marie algo afligida.
—Yo sí —sorprendió a todos el ahora animoso detective de Scotland Yard.
—¿Tú? —exclamó Marie.
—Sí, no soy un experto pero di unos cursillos cuando estaba en la academia de policía. No creo que tenga que habérmelas con monstruos marinos, así que yo puedo hacerlo.
—Bien, bien, de acuerdo —accedió la francesa.
—Entonces. —continuó Osama— ¿Qué es exactamente lo que tengo que comprar?
John se permitió deliberar por unos segundos, había despojado a la directora Marie de la iniciativa en la toma de decisiones. La doctora era totalmente consciente de su postergación, del cambio en la cadena de mando, pero no podía hacer otra cosa, nunca había efectuado la exploración de un yacimiento sumergido y lo desconocía absolutamente todo sobre el submarinismo.
—¿De cuánto presupuesto disponemos? —lanzó John a bocajarro a un desprevenido Osama.
—Ilimitado —dijo éste al cabo de pensárselo un rato.
—Bien entonces echaremos la casa por la ventana, todo sea por la rapidez.
—¿No querrá un submarino, verdad? —ahora era Osama el que se había adelantado a John en proferir una broma que podía haber sido perfectamente articulada por el inglés.
Todos rieron, incluso Alí. El aire del exterior, aunque caluroso, le había devuelto la prestancia y presencia que había perdido dentro de la oscuridad de las cárcavas de Sheshonk.
—No, no creo que haga falta tanto —dijo John todavía sonriendo.
El inglés empezó a enumerar los aparatos y suministros que creía poder necesitar: un equipo de buceo completo, con un cilindro de aire comprimido y material para el relleno del mismo; traje de neopreno de su talla aproximada, con gafas, aletas y un cinturón con pesas para compensar el exceso de flotabilidad; una linterna submarina, la más potente que encontrase, mejor si pudiera ser de esas que se acoplan a la escafandra y dejan las manos libres al submarinista; también un martillo neumático y un taladro submarino, por si tenía que traspasar alguna puerta cerrada; y, por último, una pequeña grúa, de ésas que se utilizan en las mudanzas.
A Osama le quedó todo muy claro excepto la última demanda pedida por John.
—¿Una grúa?
—Sí, sí, no sé cómo las llaman en Egipto —trató de ser más concreto—. De la boca del pozo hasta que empieza el agua debe haber por lo menos ocho o diez metros, no estoy seguro. Me será muy difícil deslizarme por una cuerda si llevo el equipo de buceo, y mucho menos escalar.
—Ya comprendo —Osama asentía—. Quiere un elevador que le deposite y le saque del agua.
—Exacto, una grúa que pueda fijarse al suelo y que no sea muy grande, que pueda entrar por los pasillos de la tumba. En Londres las suelen usar los transportistas para subir muebles a los pisos viejos que no disponen de ascensor y tienen la escalera muy estrecha.
—Ya, ya sé exactamente lo que quiere, y sí, también las usan los que se dedican a hacer los portes en El Cairo —aseguró Osama—. No tengo ni idea de dónde pueden adquirirse, pero les preguntaré a ellos; siempre suelen ponerse en la misma plaza para que, los que quieran alquilar sus servicios, les localicen fácilmente.
El teniente apuntaba todo en una libreta que había recuperado de otro de los numerosos bolsillos de su grisáceo y sempiterno pantalón paramilitar.