Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
John dejó de leer, pero sus graves palabras todavía resonaban en el ambiente. Hoy no había ni pizca de viento, si se prestaba la debida atención podían oírse los sonidos producidos a tres kilómetros a la redonda del campamento. Sensación de soledad, rota por lo único que rompía el silencio, el murmullo monocorde de la ininteligible discusión que aún mantenían Ismail y Omar, los dos vigilantes, incansables en su fogata; incluso, casi se percibía el sonido de sus gesticulantes manos cortando el aire.
Pero los cuatro integrantes del grupo de rescate de objetos olvidados sólo podían pensar en el texto que acababan de escuchar, trataban de entenderlo.
—La tumba ha hablado una vez más… —dijo alguien por fin.
—…Ancianas palabras de verdad —continuó otra voz emulando el estilo anticuado del pasado que borboteaba en la traducción de John como pompas de una marmita que cociese pócimas de secretas y arcanas recetas.
Otra vez el silencio.
John, que había tenido más tiempo para pensar y asimilar las nuevas revelaciones, fue el que por fin dijo algo que no fuesen veladas sentencias.
—Creo que estamos conociendo, de primerísima mano, una página de la historia de Egipto —dijo añadiendo después—. Y de Israel también.
—Es increíble —acertó a decir Marie—, más que biografía parece autobiografía lo escrito en el techo de ese pasillo, y eso no es tan frecuente en la antigüedad.
—Estamos solamente ante un esbozo de autobiografía —consideró John—. Está narrada en primera persona, es cierto, pero por lo breve no sé ni siquiera si puede ser distinguida con ese atributo.
—Bueno, discusiones estilísticas aparte —atajó Marie—, ¿qué nos está contando nuestro amigo?
—Creo que la narración nos da una pista de cómo se desarrollaron esos confusos años del Tercer Periodo Intermedio.
Era John el que había hablado y ante la aquiescente expectación de los demás prosiguió con sus teorías.
—Parece ser que Shiskag, el dios padre de Sheshonk, como ha quedado bastante claro en la lectura…,
Alí, Marie y Osama sonrieron ante la burla de John que hacía referencia a las incontables veces que se repetía en el texto la referencia divino-familiar.
—…aprovechó un período de inestabilidad, es este caso la muerte sin herederos de un ignoto faraón, para proclamarse él mismo monarca con la sencilla excusa de estar predestinado a ello a consecuencia de un oráculo de Amón-Ra.
—Ese es el mismo oráculo que consultó Alejandro Magno durante su periplo por Egipto, ¿verdad? —interrumpió Alí.
—El mismo, en la época de Alejandro fue el centro de profecías más reconocido fuera del mundo griego —reconoció el inglés.
—¿Qué le profetizaron a Alejandro? —espetó de súbito Osama que, aunque menos versado en historia que sus compañeros, conocía de sobra el nombre del caudillo macedónico por haber estudiado sus tácticas y estrategias de batalla en la academia de oficiales del ejército egipcio.
—Que realmente era hijo de Amón-Ra, identificado con Júpiter por los griegos, y por consiguiente dios viviente —contestó John haciendo gala de su cultura clásica.
—Igual que Shiskag, padre de Sheshonk —quiso seguir Marie con la broma genealógica.
—Exactamente igual —sonrió John—. Los oráculos eran muy respetados en la antigüedad y todos los pueblos tenían algún centro teúrgico donde hablaban directamente con su dios.
—¿Los hebreos también? —indagó Alí curioso.
—Estupenda pregunta y bastante pertinente —convino el inglés mirando asombrado al egipcio—, los hebreos hablaban con Yahvéh directamente a través del Arca de la Alianza, pero esto lo hacían los Sumos Sacerdotes nada más.
—Nos hemos desviado John —Marie volvió a centrar el tema—, continúa con tus hipótesis.
—Bueno —John intentó retomar su primera idea—, el caso es que Shiskag aprovechó el favorable vaticinio de Amón-Ra para proclamarse heredero legítimo del trono de Egipto, y parece ser que lo consiguió., por unos días al menos. Los faraones de las Dinastías XX y XXI tuvieron muchos problemas para mantener a raya a las tribus de Libia, se produjeron bastantes escaramuzas bélicas antes del año 1000 antes de Cristo entre ambas potencias, y algunas están bien documentadas, por ejemplo, en los monumentos del faraón Ramsés III, de la XX Dinastía.
—Sí, eso es cierto —corroboró Alí—, y parece que el relato constata que todos los antepasados de Shiskag se dedicaron a hostigar a sus vecinos nilóticos.
—Siempre se ha tenido a Sheshonk como fundador de la Dinastía XXII líbica, parece que hay que otorgarle realmente el título a su fugaz padre —dijo Marie.
—Estas inscripciones, por lo tanto, ratifican lo que ya sabíamos por otras fuentes —concluyó John.
El inglés se masajeaba las sienes con los índices de ambas manos, como queriendo que su sangre fluyera más deprisa al interior de su cerebro y le regase bancos de datos a los que tenía que acceder obligatoriamente para continuar con su exposición.
—El caso es que, después de la traicionera muerte de su progenitor —dijo mientras limitaba su estimulación mental a un más discreto masaje con un solo dedo—, Sheshonk se apoyó en ese mismo oráculo para interpretar que él era realmente el designado por el dios para gobernar Egipto.
—Parece que le mantuvieron escondido y separado de su familia hasta que pudo reclamar sus derechos —aventuró Alí.
—Y que tuvo un sueño que le confirmo esa legitimidad real —añadió Marie.
John cogió el papel donde había garabateado la apresurada traducción y repasó la escena del sueño del faraón.
—Es una teoría un poco sui géneris —empezó a decir—, pero creo que el papel que desempeñan las estadísticas en la política contemporánea lo ejercían antes los sueños, los prodigios y los oráculos; por supuesto, debidamente interpretados por las clases sacerdotales. Toda esta narración es una justificación por parte de Sheshonk en su empeño de fundar una nueva dinastía, digamos, constitucional, por decirlo de alguna manera, lícita ante los ojos de una población a la que había que explicar mínimamente, y de forma que lo entendiese, el brusco cambio de régimen.
John hizo una pausa y, como nadie dijo nada, continuó dilatando sus conjeturas.
—El sueño no es muy original, parece una elaboración
ad hoc,
o a propósito, del mito del ave fénix.
—¿El ave fénix? —pronunció Marie, pero más que como pregunta lo que trataba era de recordar los detalles de una fábula que estaba segura de haber estudiado en algún otro lugar.
John se adelantó a los denodados esfuerzos de la francesa por reconstruir las particularidades del legendario pájaro.
—Se creía que el ave fénix provenía de Arabia y que cada 500 años ardía fruto de una combustión espontánea autoinducida. Era su forma de reproducirse, porque de las cenizas nacía un polluelo de la misma especie que vivía otros 500 años.
—Ya recuerdo —articuló Marie interrumpiendo a John—. El ave fénix en la mitología egipcia representaba al sol, que muere por la noche y renace por el día, era otra forma de simbolizar a Ra.
—Exacto —asintió John de acuerdo con la francesa—. Era una metáfora de inmortalidad y de resurrección. De inmortalidad y de resurrección de la dinastía XXII encarnada en Sheshonk. Lo de cubrir todo Egipto con la sombra de las plumas y la fusión posterior con el sol, con Ra, es otra forma de explicar, a quien lo quiera entender, que el vástago de Shiskag estaba predestinado a ser dios Ra, o lo que es lo mismo, a ser faraón de Egipto.
—Sí, la verdad es que el sueño parece fabricado con conocimiento de causa — concedió Alí.
—Lo sorprendente es que fuese la, por lo visto, ya reencontrada hermana quien le vaticinase el verdadero significado del sueño —indicó Marie.
—Sí —sancionó John—, su colección de títulos es impresionante, debía ser un personaje importante en ese remedo de corte líbica. Desde luego, su ministerio como Suma Sacerdotisa del oráculo de Amón-Ra, le da todo el derecho a profetizar y a interpretar revelaciones oníricas. Y sus poderes debía haberlos heredado de su madre, por lo que consigna el texto.
—¿Si Nefiris era una sacerdotisa tan poderosa, podría haber ejercido también como gran hechicera? —preguntó Alí recordando retazos y conclusiones de conversaciones anteriores.
John enmudeció, no quería que le acusasen otra vez de mostrarse poco científico. Al final fue Marie la que se atrevió a lanzar una respuesta a la incómoda cuestión.
—Bueno, siendo como era iniciada en los cultos de Bastet y de Hator y, principalmente, siendo también la encargada de emitir el oráculo de Amón-Ra, estoy dispuesta a conceder que algo de magia había en el ambiente. Lo de los oráculos es un asunto bastante tenebroso.
—¿Por qué? —encajó Osama que, ahora que tenía más confianza con los investigadores, no estaba dispuesto a llevarse archivada la intriga que le habían producido las turbadoras palabras de la francesa.
Marie calló, no quería que otra vez se despistaran del sendero principal y se pusieran a recorrer tortuosos caminos que lo único que hacían era alejarlos de la ruta marcada por las inscripciones. Pero esta vez ella había tenido la culpa. John por su parte, siempre con un pie en lo sobrenatural, aprovechó la oportunidad de contestar al teniente y extenderse sobre un tema que era de su entero agrado, aunque se prometió que trataría de ser lo más científico posible.
—Porque los oráculos emitían sus auspicios de forma harto extravagante —lanzó el inglés misterioso—. Las videntes, ya que habitualmente eran todas mujeres, cuando emitían sus predicciones, lo hacían en estados de realidad alterada.
—¿Estados de realidad alterada? —prorrumpieron casi al unísono los atentos oyentes, unos con palabras, otros atizando con la mirada.
—Bueno, estaban como hipnotizadas o narcotizadas —matizó John—, por decirlo de otra manera. Solían exhibir estados de delirio producidos intencionadamente por sustancias artificiales o naturales.
John hizo una leve parada para concentrarse y continuó con su exposición.
—Había muchos oráculos en la antigüedad, aunque los más famosos fueron los griegos de Delfos, Olimpia y Dódona, el romano de Cumas y éste egipcio de Amón-Ra. Generalmente, las sacerdotisas eran objeto de complicadas ceremonias rituales hasta conseguir que cayesen en éxtasis mántico o adivinatorio.
—¿Eso quiere decir que las drogaban? —preguntó Osama maravillado de tradiciones tan inauditas.
—No exactamente, había muchas maneras de emitir los vaticinios —aclaró John—. La sibila de Cumas tenía escritas toda clase de fórmulas mágicas y proféticas en los libros sibilinos, cuando se le presentaba un problema escogía un pasaje al azar, casi siempre tremendamente enigmático, y lo balbuceaba en estado de gran exaltación, con aparato teatral añadido: humos, olores, corrientes de aire y otros efectos especiales. La de Dódona, por ejemplo, se escondía en los huecos de las encinas del bosque sagrado donde estaba ubicado su santuario y profería sus lamentos como si los propios árboles fuesen los que emitiesen los auspicios. En este templo griego también se practicaban las artes mánticas escuchando los sonidos que ocasionaba el viento en una fila de calderos expuestos en el exterior del recinto.
John comprendía que estaba excediéndose con sus explicaciones sólo con mirar la cara arisca de Marie, pero no podía evitar contestar exhaustivamente a Osama, el tema de los oráculos siempre le había apasionado. Alí también parecía seguir concienzudamente las explicaciones del inglés.
—La de Delfos —siguió contando John— se inspiraba, nunca mejor dicho, haciendo uso de las aguas sulfurosas de una fuente geotérmica subterránea. Los vahos tóxicos del azufre que desprendían estos manantiales termales se filtraban por las grietas del suelo y bastaban, por sí solos, para provocar el trance profético a la pitonisa, que se situaba adecuadamente en medio de los volcánicos efluvios. Se creía, y con algo de razón, que los vapores eran el aliento o pneuma espiritual de la madre tierra.
—¿Y en Amón-Ra? —volvió a preguntar el teniente.
—El espectáculo de Amón-Ra era más visual —contestó John—. En los oasis de Siwah se creaba una ilusión óptica en la laguna llamada
Agua del Sol,
cuyo fluido, se decía, se mantenía frío cuando más calor hacía durante el día en el desierto y hervía en mitad de la noche, cuando las temperaturas glaciales dominaban el ambiente. Ante una consulta, las sacerdotisas del oráculo suspendían un gran disco translúcido sobre una barca dorada que dejaban en el centro del estanque. Este disco debía ser una gema o esmeralda de gran tamaño y era rodeado con diversos cristales y vasos de plata. A la hora señalada, Ra, o sea el sol, incidía con sus rayos en la piedra preciosa y ésta desperdigaba la luz reflejando multitud de colores en los otros cristales, en la plata y en el agua. El diamante debía actuar como una especie de prisma que descomponía el color blanco del sol en todos los colores del arco iris. La Suma Sacerdotisa, arrebatada por Amón, pronunciaba entonces el oráculo inspirada por el dios, y lo hacía cantando.
Marie empezó a entrever por qué John había dejado la investigación científica para meterse a detective, su exuberante fantasía debía sentirse muy encajonada entre los asfixiantes muros de los procedimientos académicos convencionales.
—Bueno, ya sabemos algo más de la hermana de Sheshonk —interrumpió la francesa—. Nefiris sabía cantar y era una agorera de primera clase, pero no veo la relevancia por ningún sitio. A nosotros nos interesa únicamente la tumba y, vuelvo a insistir, nos estamos metiendo en unos berenjenales que no van a aportarnos nada útil.
John sabía que Marie se iba a enfadar pero, aun así, no estaba dispuesto a callar lo que pensaba.
—Bueno, hay un detalle de la inscripción que nos da otra pista sobre la personalidad de Nefiris.
Marie temblaba, Alí preguntaba.
—¿Qué detalle?
—Que, según las propias palabras de Sheshonk, Nefiris quería aprender los secretos del poderoso dios de Israel a través de su Sumo Sacerdote Salomón.
Todo el mundo esperó la ineluctable conclusión de John, el inglés no podía luchar contra sus intuiciones.
—Creo que estos secretos no pueden ser otros que las artes mágicas —concluyó mirando suplicante a Marie, como pidiéndole paciencia.
La francesa estalló, aunque no sabía por qué no podía mostrase tan irritada con el inglés como realmente pretendía. Cosas de la mutua simpatía.