Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Yo también opino que le das un toque demasiado poético al contenido de las inscripciones —observó Marie dirigiéndose al inglés—, aunque no te lo reprocho, quedan mucho mejor así, resultan más evocadores.
—No lo hago por capricho o arbitrariamente —se rebeló John saliendo de su ensimismamiento—. Todas las repeticiones de palabras, de frases que empiezan por los mismos términos, el uso de imágenes impactantes y expresiones fuertes son procedimientos comunes usados por los poetas de todos los tiempos. La abundancia de reiteraciones simplemente es un recurso nemotécnico que usaban los recitadores, que solían ser incluso los propios sacerdotes, para memorizar más fácilmente los versos. El que no sepamos actualmente cómo se pronunciaba exactamente cada una de las sílabas no significa que las estrofas careciesen de rima o ritmo.
—Quizá tengas razón —reconoció Marie.
—Yo estoy seguro que algunos textos del
Libro de los Muertos
se trasmitieron de forma exclusivamente oral durante mucho tiempo, igual que se hizo con la Odisea y la Iliada antes que Homero las trasladase a papel —defendió enfáticamente el inglés.
—Puede que John tenga razón —convino también Alí.
—Entonces son mucho más antiguos de lo que suponemos —dedujo Marie.
—Solamente algunos, otros fueron encontrados o empezaron a utilizarse en épocas más tardías —matizó John.
—Sí, incluso hay constancia documental de cómo en el Antiguo Egipto algunos fragmentos de las sagradas escrituras fueron descubiertos debajo de alguna piedra, en medio del desierto, o cincelados en estatuas que de repente aparecían en los lugares más insospechados —contó Alí.
—Seguro que eran los mismos poetas quienes encontraban, casualmente, sus obras y las hacían pasar por confidencias de los propios dioses —dedujo Marie.
—Pues en el caso de Sheshonk —proclamó John revelador—, soy de la firme opinión que hospedaba a un elevado y original poeta en su corte, y lo debía tener comprometido en exclusiva, creo que estos pasajes del
Libro de los Muertos
no van a poder ser comparados con los encontrados en ningún otro lugar.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Marie.
—Porque el del siguiente tabique, más que un texto ceremonial parece una poesía amorosa. No recuerdo haber leído nunca nada semejante —declaró John.
—¿Una poesía de amor? Vaya, yo tampoco he tenido noticia de algo parecido — coincidió la profesora.
—Bueno, viene al caso —manifestó Alí—. Si no recuerdo mal ese panel presentaba casi en exclusiva a Sheshonk y a su esposa haciéndose carantoñas.
John ya había seleccionado la hoja de papel donde había trascrito los pictogramas esculpidos y pintados en la siguiente sección de muro. Se dispuso a leer.
Isis salvó a su hermano Osiris,
Recorrió el mundo indefinido
Para reunir las partes de su amor,
Para resucitar a su querido,
Para traerle de vuelta al calor.
Yo esperé a mi hermana Nefiris,
Recorrí un mundo de dolor
Hasta recobrar el amor perdido,
Para unirme con lo más querido
Y sentir nacer un nuevo albor.
La hice esposa real coronada,
Diademas del Sur y del Norte
Adornan su cabeza aureolada.
Juntos pasamos la vida y la agonía,
En la vida oyendo música divina,
En la muerte escrutando la armonía.
Hator, déjame vivir en los ojos de mi hermana,
Desposados desharemos el Nudo del Destino.
Viviremos inmortales una vida ya no humana,
Separarnos de la tierra, común es nuestro sino.
Hator, descúbrenos el secreto del universo,
Si es redondo, largo, concreto o vacío inmenso,
Si la luz lo cubre por completo o es mero verso.
Muéstranos el íntimo centro de lo más extenso.
Calor de mi vida,
Latidos de mi corazón,
Palabras de mi boca,
Energía de mis miembros.
Si yo vivo, ella vive.
Si ella vive, yo vivo.
Si respira, respiro.
Si muere, yo muero.
Ideas de mi pensamiento,
Sangre de mis entrañas,
Luz de mi alma,
Madre de mi horizonte.
Pasaremos por todas las metamorfosis
Hasta convertirnos en seres perfectos.
Rodeados de nuestros mágicos sirvientes,
Caminando entre mil gritos de alegría.
Cintura luminosa, boca poderosa,
Déjame probar tus hojas de palmera.
Ante tu ser mi ser se expande,
Toma impulso, se parte y arde.
Somos espíritus de divina perfección
Que van al encuentro de la celeste Hator.
Nuestro amor estalló igual que el Huevo Cósmico
Y la inercia no ha dejado nunca de expandirnos.
Somos seres de luz y a la luz retornaremos.
La felicidad, misterio es hasta para los mismos dioses.
Néctar de la providencia llevas en las manos,
Que mi memoria sea doblemente inmensa
Para recordar todos tus minutos tan cercanos.
Soy tu rehén y nada quiero alegar en mi defensa,
Que de mis labios nunca se aparte tu nombre,
Por Ra, tú eres mi mujer y yo soy tu hombre.
Solamente en esta tercera tanda John se atrevió a mirar al pequeño auditorio mientras leía cada frase. El suceso no era producto de un aumento de confianza o de una mayor soltura, fruto del continuado ejercicio de recitación que llevaba perpetrando desde hacía ya un par de horas, era estricta curiosidad. Porque no buscaba cualquier mirada, no, perseguía exclusivamente captar la expresión de Marie, quería ver si las enfáticas estrofas y retóricos poemas que iba desgranando poco a poco perturbaban el semblante de su antigua profesora.
Marie advirtió el cambio de proceder de John, se dio cuenta que el orador miraba únicamente en su dirección, y también sintió que el inglés lo hacía a propósito; e intencionadamente, también ella, se ofreció a participar en la danza de miradas. Se ruborizó, no porque a sus años fuese sencillo subirle los colores, sino porque era lo que John esperaba y ella quería que John, ante todo, encontrase lo que estaba acechando.
Los egipcios, convidados de piedra, no se percataron del sutil juego. De todas las miles de cosas que pasan a nuestro alrededor solamente unas pocas llaman nuestra atención.
Terminó la lectura, terminó el duelo. John bebió un poco más de té, el esfuerzo realizado para traducir tan elaboradamente las inscripciones de la tumba en tan poco tiempo le estaba empezando a exigir una deuda de descanso que, parecía, todavía no estaba dispuesto a saldar. Se restregó levemente los ojos con las manos. Mientras, Alí se había dirigido a la cocina y había puesto agua a hervir con la clara intención de preparar otra tetera.
—No es por nada —dijo el egipcio vuelto de espaldas—, pero creo que no hay mucha continuidad argumental entre una parte y la siguiente.
—Sí, es totalmente cierto —dijo John—. Pero hay que pensar que estos fragmentos no son parte de un texto continuado. Recordad que se encontraban desperdigados por todo el largo y ancho de la pared, sin formar una unidad, son más bien estrofas descabaladas, aunque todas hablen del mismo tema. En cuanto a la irregularidad en las medidas y en las rimas, me temo que es culpa exclusiva del poco arte del intérprete, es decir, yo mismo.
—No querían dejar ningún espacio sin cubrir en la composición pictórica de las paredes —interpretó Marie—. El pintor dibujaba las figuras centrales en cada paño y luego era trabajo del escriba rellenar el fondo con unas líneas relativas al argumento o materia del lienzo.
—Sí, esto es correcto —dijo John—, pero volviendo a lo que adelanté antes de leer, sigo insistiendo en que estos retazos de poesía amorosa son claramente inéditos dentro de la tradición de inscripciones funerarias egipcias, aunque el artista use expresiones parecidas, incluso calcadas, a las del resto de textos del canon establecido.
—A mí me parece que figuran tanta originalidad por la pericia del traductor, a pesar de su confesa modestia; es más, creo que el único poeta inédito que ha puesto los pies en esa tumba eres tú mismo, John.
Los tres rieron la ocurrencia de Marie.
—Bueno, reconozco que a lo mejor me he pasado un poco con la lírica pero, aparte de malos versos fruto de un aprendiz de rimador, hay otros rasgos claramente originales.
—¿Qué rasgos? —preguntó Marie.
—Pues el utilizar un nombre propio, un nombre de persona que nada tiene que ver con el panteón de dioses establecido ni con la mitología egipcia —dijo John con autoridad académica.
—¿Qué nombre? —solicitó Alí que, la verdad, no había estado muy atento en la lectura precedente.
—El de Nefiris.
—¡Ah, es cierto! —expresó el conservador del Museo de El Cairo, todavía tratando de recordar en qué parte de la poesía aparecía el apelativo.
—No me suena de nada ese nombre ¿Quién era? —inquirió Marie interesada.
—Pues según los trascripción era la hermana y esposa del faraón —dijo John.
—¡Ah, sí, ya recuerdo! —exclamó Alí de nuevo, dando la impresión de hacer excesivos esfuerzos para evocar algo que había sido leído hacía apenas cinco minutos.
—¿La hermana y la esposa al mismo tiempo? —preguntó un estupefacto Osama.
—Me temo que sí, igual que Isis y Osiris —aseguró una Marie algo divertida al advertir la perturbación del escandalizado Osama.
—Pero eso no podía ser posible —insistió el militar.
—Sí, era posible —aseguró la francesa—, y además muy normal. El incesto entre parientes consanguíneos ha estado tolerado, consentido y, a veces, promovido entre las familias reales de muchos imperios a lo largo de la historia.
—¿Dónde? —siguió apremiando Osama.
—Pues, aparte de en el Antiguo Egipto, en el Perú de los incas o en el Hawai tradicional —contestó Marie.
—¿Pero, por qué lo hacían? —el teniente todavía se resistía a creer en la existencia de lo que, a sus ojos, era una auténtica aberración.
—Hay varias explicaciones —empezó a aclarar Marie—. Una de ellas es que los reyes o faraones, sobre todo los considerados dioses vivientes, estaban imbuidos de divinidad, de fuerza congénita, por ser hijos a su vez de un dios, es decir, de un padre divino. Este padre sobrehumano trasfiere parte de su potencia a sus descendientes; pues bien, se consideraba que el casamiento entre dos descendientes directos de un dios, es decir, entre dos hermanos, producía a su vez herederos con doble poder, con doble divinidad.
—Si un faraón hubiese aceptado casarse con una plebeya, sus descendientes serían considerados solamente como medio dioses —agregó John—. Por eso se consideraba conveniente el casamiento entre los hermanos de un faraón, para que la divinidad, por decirlo de alguna manera, no se diluyera.
—Hay otra explicación menos etérea —Marie dominaba el tema—, que dice que los casamientos entre hermanos reducían la posibilidad de que otros miembros de la familia real no casados con hermanas y, por lo tanto, con menos divinidad que ofrecer al pueblo, reivindicasen derechos de sucesión.
—Y otra razón más, y no menos importante —John tomó el relevo de Marie—, si había una herencia para repartir después de la muerte de un monarca, el matrimonio entre hermanos aseguraba doble patrimonio. Esto era importante cuando el legado lo conformaba un país y no se quería dividir el territorio entre varios herederos.
—Era una costumbre curiosa —concedió Osama.
—Bueno, —reforzó John—, el fenómeno no es exclusivo de las familias reales pretéritas, hoy en día todavía se sigue practicando en algunas tribus indígenas una especie de incesto atenuado. Consiste en escoger como esposa preferente de cualquier varón a la prima carnal del mismo.
—Pero eso también lo hacen o lo hacían algunas tribus árabes —admitió un Osama algo encogido.
—Sí, es la misma forma de conservar el patrimonio familiar —asintió John.
—Pero está permitido por la ley —trató de justificar el militar.
—Bueno, por la ley islámica sí —matizó Marie—, pero hay otros países y religiones donde ese tipo de matrimonios entre primos hermanos serían considerados también como incesto, y por lo tanto prohibidos.
—La cultura impone sus leyes y no son las mismas en cada lugar —observó John.
Osama se quedó pensativo. Le costaba admitir que el matrimonio entre hermanos de los antiguos egipcios pudiera ser algo mínimamente lógico y racional. Hay fronteras culturales que son difíciles de atravesar, son tan profundas como barrancos, tan insondables como fosas abisales.
Alí propuso abrir otro frente de discusión.
—Las inscripciones también dicen que Sheshonk esperó un doloroso lapso para emparejarse con su hermana… —Alí dudó—, o esposa, la tal Nefiris. ¿Dónde estaba ella?
—No lo sé —reconoció John—, tal vez podamos encontrar la respuesta en la larga serie de jeroglíficos pintados en el pasillo que conduce a la trampa de Sheshonk. Los signos allí plasmados parecían contener un relato, una especie de vida historiada del faraón.
—Pues eso también se sale de lo corriente —aseguró Marie—. Qué yo sepa no hay registros del reinado de los monarcas en sus templos funerarios.
—Ya, sólo se han podido recoger datos aislados, pero éste no parece el caso —dijo un satisfecho John.
—Creo que esta tumba es excepcional —proclamó Alí mientras sus dos colegas asentían con la cabeza.
El viento seguía impartiendo su larga letanía, las rachas se mostraban cada vez más insistentes en su continuo golpeteo contra las paredes de la tienda. Hacía ya mucho tiempo que había anochecido y los cuatro integrantes de la misión continuaban consumiendo grandes cantidades de té para combatir un frío que ya se hacía notar a pesar del calor que irradiaban los fogones de gas de la cocina.
—Bueno, creo que voy a leer la cuarta y última serie para que podamos irnos a dormir, ya es bastante tarde.
John rebuscó entre sus apuntes la hoja que era la única que todavía no había recitado.
—Os recuerdo que estas inscripciones estaban grabadas en el yeso de la cuarta pared, donde aparecía el faraón, la diosa Sejmet y las escenas del ejército faraónico saqueando lo que parecía ser la ciudad de Jerusalén.
—Tal vez estos fragmentos nos den alguna pista sobre el paradero del Arca —confió Marie.
—Yo no voy a adelantar acontecimientos —dijo John—, voy a empezar a leer.