Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Pues no hemos tenido ocasión de comer nada todavía —declaró John aprovechando la coyuntura.
—No hay problema, les traeré algo, esperen aquí.
El diácono se perdió por detrás del cobertizo de madera dejando solos a los dos europeos, que aprovecharon para acariciarse, abrazarse y besarse en cuanto tuvieron ocasión. No había nadie que pudiera verlos, aunque trataron de ser comedidos, en los países árabes no suele verse con buenos ojos las excesivas muestras de afecto en lugares públicos.
Unos hombres que parecían mecánicos aparecieron a lo lejos, por lo que Marie y John tuvieron que separarse, aunque no se soltaron las manos. —Dime John, ¿qué es exactamente un diácono?
El inglés lo pensó antes de contestar. No estaba muy seguro, pero arriesgó una respuesta.
—Creo que son como una especie de ayudantes del sacerdote titular de una iglesia o catedral, pueden hacer de todo menos dar misa y confesar.
—¿Pero son curas?
—Supongo que no del todo, éste va vestido de civil.
—Hasta los cardenales pueden vestir de civil —desveló Marie pensando en el encuentro con Carlo María Manfredi que había tenido lugar en París.
El menudo y activo Nicos Zoilos apareció por el mismo sitio por donde se había marchado. Traía una bolsa llena de latas de Coca-Cola con rótulos en árabe, además de bocadillos elaborados con el delgado y redondo pan egipcio con forma de oblea. Los emparedados estaban rellenos de carne de pollo, lechuga y tomate, todo impregnado con una salsa blanca parecida a la mayonesa. Por su profusión en los puestos callejeros y rapidez de preparación, el plato debía funcionar como una especie de hamburguesa en esta zona del globo.
El diácono repartió los dos bocadillos que había comprado, él se quedó sólo con una lata de refresco.
—Me han informado que el avión está casi a punto de llegar —avisó el clérigo sin poder estarse quieto—. Quizá sea ése.
Nicos señaló un punto en el horizonte, aunque ni John ni Marie consiguieron distinguir nada en el cielo. Pero tenía razón, al poco un avión de hélices de cuatro motores tomó tierra en una de las pistas del aeropuerto y se dirigió pausadamente al hangar donde estaban esperando.
—Bien, no tardaremos mucho —anunció el diácono—. Solamente descargar unas cuantas cajas y repostar los depósitos, entonces podrán partir.
Marie se asombró del desvencijado aspecto del cuatrimotor que ya se encontraba a punto de entrar en el hangar, no era lo que ella esperaba.
—Pero, ¿éste avión va a llevarnos a Europa? —señaló alzando la voz porque los motores producían un ruido ensordecedor.
—No se preocupe, éste es el avión con el que nos llega la ayuda humanitaria de Italia —explicó Nicos—. No nos ha fallado nunca y el piloto es muy bueno.
—De Italia, ya, pero ¿llegará a Suiza? —preguntó de nuevo Marie.
El diácono se quedó inmóvil durante unos segundos, cosa inhabitual en él, antes de atreverse a responder.
—No se preocupen, el plan de vuelo está ya establecido y el piloto sabe lo que tiene que hacer —balbuceó—. El avión puede parecer viejo, pero está en perfecto estado, créanme.
Dicho esto se escabulló a hablar con el piloto de la aeronave y con cuatro de los mozos que habían llegado al olor del recién estacionado aparato. También se había acercado un mecánico de mono rojo terriblemente manchado de coágulos de aceite.
El diácono no volvió a acercarse a ellos hasta que los estibadores vaciaron la bodega del avión y el mecánico terminó de llenar los tanques de combustible y echar un somero vistazo a los motores. El aviador, algo grueso y desastrado, como su aparato, se había ido hacía un rato, pero volvió a aparecer por detrás del hangar.
—Hay que darse prisa —manifestó el clérigo—. He tenido que sobornar a varias personas para que ustedes y su equipaje no pasen la aduana, no creo que suceda nada, pero mejor no tentar la suerte. Tienen que salir ya.
Nicos ordenó a los trabajadores que subiesen el objeto envuelto en mantas al avión y que lo asegurasen bien para que no se moviera durante el vuelo.
—Ya pueden subir —exhortó con una contorsión impaciente de su cabeza y sus manos—. Es un avión de carga, así que no irán muy cómodos, pero el trayecto no será largo.
Justo cuando pronunció la última palabra tuvo otro espasmo de inmovilidad.
—¡Entren, entren! —apremió el diacono mientras resolvía su momentánea parálisis marchándose a hablar de nuevo con el piloto que ya subía a la cabina.
La parte de atrás del avión estaba totalmente desprovista de cualquier comodidad para pasajeros humanos. El amasijo de mantas y cuerdas que ocultaban el Arca había sido férreamente fijado a los garfios que menudeaban en el techo y en el suelo empleando para ello una gruesa red. Marie y John tuvieron que conformarse con sentarse en unos asientos plegables, provistos de cinturones de seguridad, eso sí, y fijados un par de metros antes de la pared de separación que ocultaba a la vista la cabina del piloto.
Por los remaches del fuselaje, más butacas como aquellas habían recorrido en algún tiempo todo el compartimento del avión, pero los sillones, por algún motivo desconocido, habían sido retirados, salvo los cuatro que habían sobrevivido al desguace. Todo apuntaba a que era un avión militar reconvertido a comercial.
Los arqueólogos ocuparon dos de los asientos contiguos, dejando libres los que tenían enfrente, preferían viajar lo más juntos posible.
La hilera de pequeños ventanucos que recorría el carenado del avión hasta el portón de carga trasero permitía observar los cuatro motores de hélice que ya se habían puesto en marcha con la intención de sacar el avión del hangar. El diácono ni siquiera se había despedido. A Marie le quedó la duda de si el curioso personaje era así de nervioso por propia naturaleza o la tarea que le habían encomendado había influido en su extraño comportamiento. No todo el mundo es capaz de cometer ilegalidades.
No pasaron ni cinco minutos y ya estaban elevándose, sobrevolando el mar y dejando atrás el país de las pirámides.
El piloto había cerrado la puerta que comunicaba la carlinga con el resto del avión, por lo que Marie y John dedujeron que no quería ningún tipo de conversación; si bien ellos tampoco estaban en disposición de mantener ninguna charla amistosa, estaban agotados, mental y físicamente, después de tantas emociones y tantos trabajos a marchas forzadas.
Por su experiencia en los desplazamientos aéreos, Marie calculó que el viaje duraría cinco o seis horas, Suiza estaba a más de 2.500 kilómetros de allí. La francesa había usado bastante a menudo los aviones de hélice para desplazarse a algunas remotas zonas en el transcurso de sus expediciones arqueológicas o, simplemente, para hacer turismo no convencional. Sabía de sobra que el aparato difícilmente sobrepasaría los 500 Kilómetros por hora.
La doctora miró su reloj de pulsera, apoyó su cabeza en el hombro de John y trató de dormir. El inglés la imitó. Aunque tardaron en tranquilizar su respiración lo suficiente como para relajar su cuerpo y prepararlo para el sueño: había algunas turbulencias. Eso o el piloto había resuelto volar por un trozo de cielo que no estaba suficientemente asfaltado, parecía coger todos los baches que encontraba.
La francesa, a pesar de su gran fatiga, no conseguía entrelazar los fastidiosos sueños intermitentes que al final acabaron por desvelarla, el sitio era muy incómodo como para descansar en condiciones; aunque John no parecía experimentar lo mismo, seguía dormitando con plácida expresión. Marie se deshizo del arnés del cinturón, se despegó de John cuidadosamente y se enderezó. Siempre le había gustado mirar por las ventanillas de los aviones, aunque ahora no se veía más que el mar fundiéndose con el cielo mientras la luz del sol apagaba el paisaje poco a poco; sólo unas nubes de oscuras intenciones se perfilaban en la lejanía, si bien se estaban acercando a ellas cada vez más.
Así pasó más de dos horas, mirando el azul; pero, de pronto, el avión empezó a descender ostensiblemente y a cambiar de dirección. En uno de esos giros, Marie divisó dos pequeñas islas, una bastante más grande que la otra. Sin duda se estaban dirigiendo hacia allí.
—¡John! —dijo sacudiendo a su compañero para que despertase.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó el inglés desorientado.
—Vamos a tomar tierra, pero esto no es Suiza —explicó Marie.
John se levantó y fue a mirar por los orificios de la aeronave, vio los dos pequeños islotes, pero no supo decir dónde estaban, desde luego no en el continente.
—Habrá que preguntar al piloto —propuso pensativo—. Tal vez sea una escala o una parada técnica.
Marie se dirigió a la puerta de la cabina y llamó fuertemente. El grueso aviador, con barba de cuatro días y los ojos enrojecidos, abrió desde dentro.
—¿Qué pasa? —preguntó enfadado.
—¿Vamos a tomar tierra? —le interrogó la francesa.
—Claro, hemos llegado —contestó como si eso fuese más que evidente.
—Pero esto no es Suiza —espetó Marie igualando el enojoso tono del aviador.
—¿Suiza? ¡Claro que no es Suiza! ¡Es Malta, nuestro destino! ¿Quién les ha dicho que íbamos a Suiza?
La ocurrencia de Marie pareció divertirle.
—¿Malta? No puede ser, ¿no le dijo el diácono que tenía que llevarnos a Suiza? — le interpeló Marie.
—¿El diácono?
El desaseado piloto, de indefinida nacionalidad, pareció no saber a quién se refería su interlocutora.
—¡Ah! ¡El padre! —cayó por fin—. Él me dijo que les trajese hasta aquí, no me dijo nada de Suiza; además, este avión no tiene autonomía como para llegar hasta allí, de hecho ya vamos un poco escasos de combustible.
—¡Pero no puede ser! —le increpó Marie con irritación.
—¡Escuchen! —gritó el piloto tajante—. Estoy muy cansado, he tenido que hacer este viaje extra después de ir y venir de Italia y, aunque me lo pagan bien, no estoy dispuesto a escuchar tonterías de dos pasajeros clandestinos; así que, si no les importa, déjenme aterrizar tranquilamente, yo no puedo proporcionales ninguna explicación, llamen al padre si quieren desde tierra.
Después de la categórica exposición, cerró otra vez la mampara de un portazo.
—Parece que el diácono nos la ha jugado bien —dijo John sin mostrarse aparentemente inquietado.
—Nos ha mentido vilmente —admitió Marie resignada.
—Tal vez nos esté esperando otro avión en ese aeropuerto, mejor sentarnos y abrocharnos los cinturones.
Marie hizo caso del consejo de John, ya estaban muy cerca de la superficie de la isla más grande y se podían ver las iluminadas pistas del aeropuerto, aunque una vaga neblina estaba empezando a levantarse.
Volvieron al suelo con un fuerte golpe en los trenes de aterrizaje traseros que les hizo rebotar ligeramente; poco a poco, el aparato empezó a perder velocidad y a deslizarse sobre el pavimento. Vieron un rótulo negro sobre un alargado edificio color crema de grandes arcos. Rezaba que estaban en el Aeropuerto Internacional de Malta, debía ser la terminal de pasajeros. Pero no se dirigieron allí. El avión, rodando plácidamente sobre las asfaltadas pistas como si las conociera de toda la vida, se dirigía a un grupo de hangares que estaban más alejados, casi en un extremo de las instalaciones.
Las estructuras parecían mucho más sólidas y grandes que los cobertizos del aeropuerto egipcio de donde habían partido. En cada una entraban varios aviones como el que ahora les llevaba.
Enfilaron directamente a una de las cubiertas y el avión se introdujo dentro. A pesar de la penumbra, Marie y John pudieron distinguir por las ventanillas que el hangar se encontraba ocupado por otra aeronave, un jet a reacción lujoso y moderno, pintado de amarillo y blanco y que presentaba en su fuselaje el inconfundible escudo del Vaticano: dos llaves entrelazadas bajo una mitra papal. Pensaron enseguida que el cardenal había previsto un cambio de avión en Malta para proseguir el viaje hasta Suiza. Ambos respiraron aliviados, ahora viajarían mucho más cómodos.
Se veía gente en el hangar, al lado del reactor. Un grupo de hombres ataviados con trajes negros, camisa gris claro, y corbata azul metálico. Se mantenían totalmente inmóviles, como esperándoles. Marie los veía desde la ventanilla del cuatrimotor, eran casi una docena y parecían uniformados; desde luego, no aparentaban ser mecánicos ni ningún otro tipo de empleado aeroportuario que pudiera recordar.
La parte trasera del avión empezó a rechinar, el portón de carga trasero se estaba abriendo lentamente. Los guardias, porque no parecían otra cosa por su compostura y apariencia, ya se habían colocado estratégicamente enfrente de la puerta.
—¿Marie Mariette? —dijo uno de ellos, aunque la francesa, en la semioscuridad del edificio, no pudo precisar cuál.
—Sí, soy yo —contestó expectante desde dentro del vientre de la aeronave.
—¿Puede acompañarme? —invitó la misma y grave voz.
John se quedó quieto, no sabía precisar por qué, pero la atmósfera no era ciertamente amistosa.
—Usted también —decretó el mismo individuo.
Enseguida los escoltaron hasta un despacho sin techo, levantado con materiales prefabricados y situado en la parte trasera del hangar. La luz se escapaba por unas ventanas acristaladas, sin persianas ni cortinas, y servía para alumbrar un poco más esa zona, lo que venía muy bien para no tropezar con las numerosas piezas de motores, garrafas, bidones y herramientas que se encontraban desperdigadas por allí sin orden ni concierto.
—Entren si son tan amables —les indicó de nuevo la voz.
Ahora pudieron ver nítidamente la cara del misterioso hombre que les dirigía hacia la habitación iluminada. No era joven como promulgaba su entrecano pelo e hirsuto rostro, donde no había enmarañada barba había profundas arrugas; sin embargo, el sujeto parecía mantenerse en plena forma. Marie observó que en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia blanca, una cruz católica, pero con sus cuatro apéndices hendidos, formando una simétrica aspa de ocho puntas.
El personaje entró con ellos en la pieza, a diferencia de los demás miembros de su grupo, que quedaron fuera. Dentro de la estancia había otro individuo, también de negro, delgado hasta la consunción y completamente calvo. Aguardaba sentado relajadamente en una butaca con una expresión de euforia que hacía brillar hasta la incandescencia los carbones de sus ojos.
—Buenas noches Marie —dijo levantándose y dejando ver sus casi dos metros de estatura cubiertos íntegramente por una sotana abotonada que llegaba hasta taparle los pies y de la que prendía también una blanca cruz de cuatro aspas y ocho dientes, aunque ésta sobre fondo rojo.