La reliquia de Yahveh (67 page)

Read La reliquia de Yahveh Online

Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
11.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y dígame ¿es cómo la describen las Escrituras? —preguntó su eminencia Carlo María Manfredi con curiosidad teológica.

—Es parecida —dijo Marie sin saber muy bien qué contestar—, aunque básicamente tal y como la detalla la Biblia.

—¿Está segura de qué es la verdadera Arca de la Alianza? —inquirió el cardenal para fortalecer y afianzar su alegría.

—No me cabe ninguna duda —concluyó Marie.

—Y estaba en esa tumba, se la llevaron de Jerusalén a la muerte de Salomón entonces.

El eclesiástico no preguntaba, parecía divagar, como evaluando la feliz solución de un problema que le había torturado durante un tiempo incalculable, que le había mantenido ocupado con cábalas y ecuaciones que por fin se despejaban.

Marie interrumpió sus digresiones.

—Verá, le he llamado porque necesitamos su ayuda.

La desviada atención del cardenal volvió a aterrizar en la realidad de forma brusca.

—¿Mi ayuda? ¿Necesitan mi ayuda? ¿En plural? ¿Quiénes son ustedes?

—Sólo dos personas, yo y un investigador inglés que me ha acompañado en la excavación —respondió humilde Marie.

—¿Y qué quieren que haga? —preguntó entre interesado y ladino el cardenal.

—Verá… , por explicárselo con pocas palabras, mi compañero y yo nos hemos visto obligados a secuestrar el Arca y ahora estamos abandonados en mitad de Egipto sin medio alguno para regresar a Europa.

—¿Secuestrarla? ¿Por qué?

Marie oía el rechinar del sillón del cardenal, seguro que Carlo María se había medio incorporado de su asiento al oír la estridente palabra "secuestro".

—Digamos que los árabes y los hebreos quieren adueñarse de ella con métodos y propósitos poco honestos para la dignidad del objeto, incluso hasta el punto de poner su integridad en peligro —intentó explicar la francesa con algunos adornos de su propia cosecha.

No hay nada para hacerse escuchar como decir lo que los demás necesitan oír. El cardenal saltó de su asiento a juzgar por el descomunal ruido de resortes que se produjo.

—¿Qué? —tronó—. ¡No puedo permitirlo! Les ayudaré con todos los medios de que dispongo. ¿Qué necesitan?

—Necesitamos un transporte que nos lleve a Suiza, a nosotros dos y al Arca. Allí el objeto estará a salvo y podrá ser estudiado por un equipo multidisciplinar de investigadores hasta que los gobiernos nacionales decidan qué hacer con él.

—¿Dónde están exactamente?

—En El Cairo.

Carlo María Manfredi pareció meditar durante un rato a juzgar por el silencio de los muelles de su sillón, o tal vez estaba de pie.

—Ya, y supongo que no querrán que el Arca pase por la aduana —dedujo el cardenal como hablando para sí mismo.

—Sería embarazoso, sí —confirmó Marie.

—¿Tienen medio de llegar a la ciudad de Alejandría? —consultó de improviso después de otra pausa.

—Sí, tenemos un coche.

—Bien, diríjanse a Alejandría, a la iglesia de Santa Catalina y, una vez allí, pregunten por el diácono. Yo voy a pensar en algo para sacarles de Egipto y se lo transmitiré a esa persona por teléfono, cuando lleguen él ya sabrá lo que tendrán que hacer.

—Estupendo, muchas gracias Carlo —reconoció Marie francamente aliviada de recobrar una esperanza de salir con bien de aquella espinosa situación.

—No hay de qué, es un honor y un deber para mí contribuir a la recuperación de tan sagrado vestigio de nuestro Dios —respondió el sacerdote—. Una cosa más, no digan a nadie, ni siquiera al diácono la naturaleza del objeto que van a sacar del país.

—De acuerdo —contestó la francesa.

—Que Dios le bendiga, nos veremos pronto.

Marie colgó el teléfono muy lentamente, la despedida había sonado demasiado rotunda. No sabía cuándo vería otra vez al cardenal, quizá se trasladaría a Suiza para ver el Arca de primera mano, pero eso no importaba ahora. Se dirigió a la mesa desde donde John seguía vigilando con atención las evoluciones y circunvoluciones de los chiquillos alrededor del coche.

—Va a ayudarnos —adelantó en cuanto se sentó.

—¡Sí, estupendo! —celebró el inglés—. ¿Y cómo va a hacerlo?

—Tenemos que ir a Alejandría.

—¿A Alejandría? —se extrañó John—. Eso está a casi 200 kilómetros de aquí.

—Es lo que me ha dicho, allí nos ayudarán a salir del país —se explicó Marie.

—Está bien, pues vámonos cuanto antes, seguro que a estas horas los egipcios se están haciendo ya muchas preguntas.

John se acercó a la barra de la cafetería para pagar y se dirigieron al coche. Los chiquillos les pidieron dinero tímidamente alargando la mano, el detective les repartió las monedas que le habían sobrado del cambio. Marie se puso a los mandos del vehículo.

No tardaron mucho en llegar a la carretera que les llevaría directamente a Alejandría, no era mal camino y no tardarían demasiado en recorrerla.

Alejandría, a orillas del Mediterráneo, en pleno Delta del Nilo, era la segunda ciudad del país y su principal puerto comercial, todas las mercancías que entraban y salían de Egipto pasaban por allí, como atestiguaba el gran tráfico, sobre todo de camiones portacontenedores, que soportaba la vía por la que estaban transitando.

El paisaje que veían a través de las ventanillas del todoterreno era una curiosa mezcla de verde vegetal, gris desierto y marrón cemento. Los regadíos que cubrían toda la región aprovechando los últimos estertores acuáticos del Nilo hacían de la zona una de las más feraces y fecundas del planeta, llena de plantaciones de algodón, lino, trigo, maíz, cebada y arroz. Claro que, donde no llegaba el agua, el desierto sí lo hacía. Se observaban algunos claros donde el mar de arena vencía momentáneamente a la potencia fertilizadora del gran río. Entre medias, cientos de casas y pequeñas aldeas esparcidas sin tregua ni concierto por todo el horizonte alojaban a la gran cantidad de agricultores que vivían de los productos que daba la tierra y el agua. El acero de las vías del tren, que corrían paralelas a la carretera, completaba el cuadro.

Ni John ni Marie habían estado nunca en Alejandría a pesar de sus numerosos viajes a Egipto, por eso compraron un plano en un quiosco antes de salir de El Cairo. La ruta les llevaría a atravesar Banha, Tanta, Damanhur y Kafr ad Dawwar hasta llegar a la gran urbe de casi cuatro millones de habitantes que se asentaba al borde del oleaje. John ayudó a la francesa a orientarse manejando con pericia el mapa de carreteras.

Después de conducir unas tres horas con perpetuo miedo a encontrarse con algún coche de policía o algún control de carretera, dejaron a un lado el lago Mareotis antes de entrar en la ciudad. El lago era un gran depósito de agua que está separado del Mar Mediterráneo por la loma donde se asienta la metrópoli de Alejandría, lo que le da a la ciudad su característica e inevitable forma alargada, pegada como un molusco a la orilla del mar del que se nutre.

Famosa en la antigüedad por su deslumbrante faro y por su excelsa biblioteca, Alejandría tenía toneladas de historia enterradas bajo el asfalto y sumergidas bajo las aguas que la bañaban. Fue fundada por Alejandro Magno en el año 332 antes de Cristo, cuando volvía satisfecho del oasis de Siwah, de consultar el Oráculo de Amón-Ra que le había consagrado como hijo de Júpiter y dios viviente. El mismo oasis de donde procedía la estirpe de Sheshonk, el mismo oráculo donde Nefiris había ejercido temporalmente como Suma Sacerdotisa.

Era casi mediodía. Con ayuda del mapa intentaron localizar la Iglesia de Santa Catalina. No les sería muy difícil, porque según el plano estaba situada justo en medio de donde empezaba el doble puerto de Alejandría. Este puerto tenía forma de T, dejaba al lado derecho el centro de transporte marítimo y, al izquierdo, la principal base naval de la marina de guerra Egipcia.

Un edificio de inconfundible factura neoclásica les esperaba al final de la calle que acababan de tomar, tenía que ser la iglesia, como difundía la gran cruz cristiana de piedra que remataba el templo. La estrecha fachada, dividida en dos pisos coronados por un frontón, estaba decorada por cuatro altas columnas que se duplicaban en la planta superior, lo que le daba un aspecto bastante esbelto. La construcción no parecía tener demasiados años.

Aparcaron casi en la puerta, no se veía a nadie en la calzada, era la hora de comer y el sol pegaba de firme, tanto como para desalentar a cualquier incauto que tratase de aventurarse por las tórridas arterias de la ciudad.

John pensaba que, probablemente, había sido buena idea acudir a la Iglesia Católica para escapar de allí; ellos, más que nadie, estarían interesados en preservar el Arca por razones meramente históricas, y no por las políticas y militares que habían demostrado hebreos y árabes; asimismo, sus más de 2.500 diócesis y archidiócesis repartidas por todo el mundo hacían de su organización una de las más extensas redes diplomáticas mundiales, capaz de efectuar cualquier proyecto en todos los rincones del planeta sin levantar apenas sospechas.

Entraron por la puerta principal.

Santa Catalina de Alejandría, en su estructura arquitectónica, era igual que todas las iglesias católicas del resto del orbe: una planta de cruz latina cuya bóveda estaba decorada por gruesos nervios con medallones pintados y en cuya cabeza estaba situado el altar, bajo un enorme cuadro inclinado que lo presidía todo. El impresionante lienzo, semicircular por la parte de arriba, mostraba a una joven arengando a un grupo de barbudos y maduros hombres que la miraban con visible asombro. Un ángel sobrevolaba encima de la cabeza de la mujer, seguramente para indicar que la muchacha hablaba inspirada por Dios. Desgastados bancos de madera recorrían toda la nave, ocupados únicamente por tres o cuatro fieles, sentados solitarios en la penumbra de la meditación.

En una de las capillas laterales había una imagen tallada en madera de Santa Catalina, la virgen y mártir cristiana que había dado nombre al templo. Estaba vestida de blanco, con un velo del mismo color sujeto con una corona a la cabeza. Por su dinámico aspecto gesticulante y sus labios abiertos parecía haber sido esculpida en clara actitud de pronunciar alguna frase o razonamiento dirigido a cualquiera que la mirase.

John se paró a leer una inscripción en varios idiomas que avisaba de la vida y milagros de la santa. Según la leyenda, Santa Catalina de Alejandría, fallecida a principios del siglo IV, destacó desde niña por su elocuencia, tanto que haciendo uso de sus dotes retóricas reprochó duramente al emperador romano Majencio las persecuciones que hacía padecer a los cristianos. El monarca, aturdido por sus argumentaciones, envió a Alejandría a sus mejores filósofos para debatir con ella, pero no sólo no lograron convencerla sino que incluso algunos de los sabios se convirtieron al cristianismo. Majencio, temeroso de su poder oratorio, la condenó al tormento de la rueda, pero ésta se atascó, lo que contribuyó a su subida a los altares al tenerse este hecho como claro prodigio producido por la Santa. Al final fue decapitada y, desde entonces, es considerada como la patrona de todos los filósofos. A John le pareció paradójico que la Iglesia Católica, que tanto se había resistido al avance de las ideas en los últimos siglos, bendijese una ocupación u oficio que tan claramente había contribuido a mermar la fe de sus creyentes.

Marie reparó en la puerta abierta de la sacristía, situada al lado de la efigie de la virgen mártir, y llamó la atención de John: había alguien dentro que se movía rápido, de uno a otro lado de la pequeña habitación, con las manos en la espalda y cara compungida, como cavilando en un terrible dilema.

La francesa llamó a la puerta con los nudillos.

—¿Sí? —contestó el nervioso individuo.

El enjuto y menudo hombre parecía un sacerdote por su candidez y aspecto ingenuo, había niños que parecían más desengañados y escarmentados que él, pero vestía enteramente con un traje blanco de algodón algo gastado y de corte antiguo que, evidentemente, por lo grande que le quedaba, no debía ser de su propiedad.

—Estamos buscando al diácono —declaró Marie estudiando al sujeto.

—¿Es usted Marie Mariette? —preguntó el individuo con fuerte acento pero con menuda voz, tal vez por respeto a lo sacro del recinto.

—Sí —confirmó la francesa.

—Yo soy el diácono de Santa Catalina, Nicos Zoilos —se presentó mientras estrechaba la mano de Marie, y también la de John en cuanto salió de la sacristía y le vio detrás de su compañera—. El cardenal me ha llamado hace un rato, por lo visto necesitan salir del país de inmediato, ya lo tengo todo preparado.

El indefinible hombrecillo, vástago del cosmopolitismo de siglos de la ciudad de Alejandría, miró las manos de sus recién conocidos interlocutores, como buscando algo.

—El cardenal me ha comentado que ustedes traerían un objeto —dijo el diácono alzando exageradamente sus morenas y pobladas cejas.

—Sí —contestó Marie—. Lo tenemos en el coche.

—¿Tienen coche? —preguntó sin esperar otra confirmación—. Estupendo, iremos en él hacia un aeropuerto en el que podrán coger un avión que les llevará hasta Europa.

John y Marie se miraron a los ojos sin decir nada, no podía ser tan fácil.

Nicos Zoilos empezó a caminar velozmente hacia la salida principal de la basílica, no parecía estar muy a gusto con el papel que le había tocado desempeñar, ni siquiera parecía estar cómodo en su traje blanco, parecía querer quitárselo de encima de lo deprisa que sacudía las piernas y los brazos. Los dos arqueólogos le siguieron como pudieron.

Una vez en el automóvil, Marie conduciendo y los dos hombres compartiendo penosamente el otro asiento delantero, el diacono les guió hasta un pequeño aeródromo situado en las inmediaciones de una villa llamada Bahij. El lugar no estaba lejos de Alejandría, a unos 30 kilómetros de la punta oeste de la ciudad.

Era manifiestamente un aeropuerto privado para pequeñas avionetas o jets. Unos cuantos hangares y dos pequeñas pistas de aterrizaje y despegué lo componían, por no tener no parecía poseer ni torre de control visible. No les pusieron ninguna pega a la hora de entrar en el recinto, evidentemente el guarda conocía de sobra al pequeño clérigo.

Nicos les indicó un sitio donde aparcar, cerca de uno de los tinglados que servían para guarecer a los aviones.

—Tendremos que esperar una hora o dos —indicó bajando del coche y poniéndose a caminar alrededor del mismo—. El avión todavía no ha llegado, ¿quieren tomar algo mientras tanto? Aquí cerca hay un establecimiento donde tienen de todo, normalmente sólo sirven a los pilotos, pero a mí ya me conocen.

Other books

The Unclaimed Baby by Sherryl Woods
Sick City by Tony O'Neill
Primitive Nights by Candi Wall
Vera by Stacy Schiff
The Mating Intent-mobi by Bonnie Vanak
Siege Of the Heart by Elise Cyr
Bloodfever by Karen Marie Moning
Touch Me by Tamara Hogan