La reliquia de Yahveh (66 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—Hay unos vehículos parados a unos 500 o 600 metros al norte de aquí, no puedo distinguir más que sus luces —contestó—. Espera, parece que ahora se mueven. Van hacia el este, seguramente a inspeccionar los restos del helicóptero.

—¡Bien, pues vámonos! ¡Ya!

—Sí, vámonos, quizá tengamos una oportunidad —admitió John mientras bajaba de un salto del techo del 4x4.

Marie tomó el volante, salieron despacio, sin luces, ni siquiera de posición, por el hueco dejado en las lonas por el coche que acababan de coger.

La francesa condujo en dirección contraria a donde había caído el helicóptero, tratando de alejarse del campamento que, sin duda, no tardaría en ser también inspeccionado por el destacamento egipcio.

No se veía casi nada, la luna apenas lucía un cuarto de la claridad que mostraba en plenitud. Marie trataba de recordar el cambiante paisaje desértico para orientarse mínimamente. No obstante, cuando llevaba recorridos tres o cuatro kilómetros se encontraba ya totalmente desorientada. Escondió el coche detrás de lo que parecía una duna y apagó el motor. Fue la primera vez que respiró desde hacía una hora.

—Ha faltado poco —reconoció John.

Marie miró a su compañero largamente y después empezó reír tratando de no hacer mucho ruido.

—Pero, ¿cómo se te ha podido ocurrir ese numerito del Arca? —inquirió divertida.

—Apelar al terror divino suele ser muy eficaz para atemorizar a las personas —se justificó John.

—Venga ya, ¿de verdad pensabas que te iba a funcionar ese burdo truco? —volvió a preguntar una reanimada Marie.

—Ellos sabían que el Arca solamente la podían tocar los descendientes de la tribu de Leví, los levitas —explicó el inglés algo fastidiado por las burlas de la doctora—; además, ya es sábado, el día en que los judíos no pueden realizar ningún tipo de trabajo; al mismo tiempo, unos cuantos pasajes de las Escrituras, bien aderezados con maldiciones bíblicas, incidiendo sobre todo en la aprensión que tienen los hebreos por evitar incurrir en cualquier clase de idolatría, tendrían que haber dado resultado.

—Sabía que creías en la magia, pero no que también intentases practicarla —se regodeó Marie.

—Sí, lástima que me hayan fallado los fieles —se resignó John vencido.

—Bueno, tenemos que alejarnos de aquí —determinó la francesa—, el problema es que no sé dónde estoy y, lo que es más grave, hacia dónde ir.

—Cojamos el plano, nos orientaremos con el GPS durante unos kilómetros y trataremos de buscar alguna carretera, no podemos conducir por el desierto durante toda la noche.

John dedicó un rato a estudiar el mapa. Le costaba porque no quería encender ninguna lámpara del coche, estaban todavía demasiado cerca del campamento. —Bien, ya sé cuál es nuestra posición —anunció el inglés.

—Ahora falta decidir la segunda cuestión —advirtió Marie algo desalentada.

Conducir hasta países vecinos e intentar traspasar su frontera era una locura: Sudán, Libia, Israel…, ninguno era una opción válida. Tampoco podían intentar escapar en un avión de línea regular, el Arca era un objeto demasiado voluminoso y llamativo para ser facturado como equipaje sin que llamase la atención en cualquier aduana.

Por de pronto decidieron dirigirse rumbo a El Cairo; allí, en una caótica ciudad de más de diecisiete millones de habitantes y un millón de turistas pasarían fácilmente desapercibidos.

John calculaba que tendrían un día o dos de plazo para desaparecer. Con un poco de suerte los egipcios pensarían que el Arca había sido robada por los israelitas y que se habría volatilizado con la explosión del helicóptero. Seguramente dedicarían bastante tiempo a recoger y analizar los restos del aparato. Asimismo, la extraña muerte de Alí, Osama y sus soldados les procuraría también más de un quebradero de cabeza.

Transitaron por medio del desierto durante un buen rato y solamente cuando estuvieron a quince kilómetros del campamento se atrevieron a usar las luces de posición del vehículo. Tardaron casi hora y media hasta conseguir llegar a la carretera general que, paralela al río Nilo, les llevaría hasta la capital.

Marie apenas podía mantener los ojos abiertos, así que le cedió a John el volante. La francesa, ya en el asiento del copiloto, ni siquiera tenía fuerzas para dar conversación a su compañero y evitar así que el sueño no le embistiese como le estaba acometiendo a ella.

No había casi tráfico a esa hora de la madrugada, aunque de vez en cuando algún camión se cruzaba con ellos.

A John le costaba centrar la atención en la carretera, la noche es contraria a las actividades humanas, pero propicia a los que huyen. Se obligó a permanecer despierto hasta que alcanzasen alguna zona donde pudiesen aparcar el todoterreno sin levantar sospechas.

Para su consuelo, pronto llegaron a una zona de suburbios plagada de edificios de cuatro o cinco pisos, levantados como hongos irregulares en un terreno poco más o menos que sin urbanizar, con calles de tierra y multitud de coches amontonados confusamente en cualquier lugar. Sería un sitio perfecto para dormir tres o cuatro horas hasta que amaneciera.

A Marie no hacía falta preguntarle su opinión, hacía rato que se había vencido al olvido.

15

Se recobraron del letargo producido por el sueño con la emoción de no encontrarse en un ambiente familiar, en un sitio conocido. La hormigueante sensación de desconcierto que les acariciaba los recién restablecidos órganos sensoriales se fusionó con el bullicio y tumulto de colores, voces y olores que les rodeaban, aturdiéndolos gratamente.

El descampado donde habían aparcado la noche anterior se mostraba ahora casi completamente exento de vehículos, su lugar había sido sustituido por multitud de puestos ambulantes de fruta, verduras, muebles y abalorios; por mantas tendidas a ras de suelo que ofrecían los más variados artículos de alimentación o de menaje; por heterogéneos y tupidos cortinajes de vestidos, camisetas y trajes que se multiplicaban hasta lo incalculable colgados de enclenques tenderetes desmontables.

La confusión era total, pero no experimentaron ningún sobresalto, era incluso agradable recuperar la energía en un lugar ajeno a la rutina, extraño a la costumbre. El renacimiento del despertar era más abrupto, la regeneración más absoluta.

Justo al lado de John, sin inquietarse lo más mínimo por la visible perplejidad del inglés y su adormilado aspecto, una mujer que vendía pantalones vaqueros bajo una enorme sombrilla dotada de todos los colores del arco iris, reparando en el evidente origen extranjero del arqueólogo, le ofreció con el gesto y la palabra la mejor muestra de su género. John parecía hipnotizado.

Marie, todavía más despistada que su compañero, ya que ni siquiera sabía dónde se encontraba, miraba incrédula a un impasible viejo que intentaba vender apenas tres kilos de verdes tomates que tenía extendidos sobre una manta roja, desperdigados, como para hacer más abundante y copiosa su exigua mercancía. Estaba acompañado de una niña que miraba a la francesa con expresión curiosa desde detrás del anciano.

Los sentidos iban más deprisa que el pensamiento, de ahí la sensación de ilusión y espejismo que vivían los dos atónitos europeos ante tan extraño e inesperado paisaje vital.

—¿Dónde estamos? —emitió tierna y azucarada la voz de Marie.

—No lo sé muy bien —consideró John todavía algo confundido—, ayer aparqué en un descampado, pero por lo visto lo hice en medio de un mercado al aire libre.

—¡Qué diferencia con el despertar del desierto! ¡Me siento como nueva al ver a tanta gente! —manifestó Marie a pesar de la dura prueba que había supuesto para su espalda dormir en los rígidos asientos del todoterreno.

—Sí, yo también, y eso que apenas hemos dormido unas horas —calculó John mirando su reloj.

—Estamos en El Cairo. ¿No? —dedujo la francesa al ver los altos y parduscos bloques de viviendas que se erigían más allá de la marea humana, del ondulante piélago de tejidos mecidos por la ligera brisa de la mañana.

—Sí, en algún barrio de la periferia —confirmó John intentando recuperar totalmente la consciencia y, a la vez, rescatando la premura del pensar en su amenazante situación, el agobio de su condición de fugitivos, de portadores de un sagrado vestigio que no les pertenecía y que todos buscaban.

El inglés lanzó una mirada instintiva a la parte de atrás del 4x4. Allí estaba el Arca, cubierta completamente por una constelación de mantas viejas y gruesas cuerdas que no dejaban adivinar lo valioso del objeto que tapaban; ni siquiera intuir lo que era, salvo su condición de mueble como inevitablemente delataban las cuatro patas sobre las que se apoyaba en el suelo.

—Voy a intentar salir de aquí —dijo John arrancando el automóvil.

—Vamos a desayunar, estoy famélica —secundó Marie llevándose la mano derecha al estómago mientras con la otra acariciaba el antebrazo de su cómplice.

Les costó maniobrar el coche entre el gentío que, incesante, se agolpaba alrededor, no dándose por enterados de la prisa o urgencia de los ocupantes del vehículo. John tuvo que pitar un par de veces para despejar el camino de perezosos peatones.

Ya libres de humanos obstáculos se dirigieron hacia el centro de la ciudad y se pararon donde fácilmente podían confundirse con dos turistas más, cerca de los hoteles que vigilaban el pacífico y reposado paso del Nilo; un río que sabía que su muerte, después de recorrer buena parte de África, estaba ya muy próxima: su curso sería desangrado en los mil riachuelos y canales que formaban la fértil región del Delta hasta hacerle poco más o menos que desaparecer antes de su postrer encuentro con el mar Mediterráneo.

Aparcaron cerca de un café que les permitía ver el todoterreno en todo momento a través de sus acristaladas paredes. Se sentaron en una mesa cerca de la salida y encargaron un exuberante almuerzo al apático camarero que les atendió.

No hablaron hasta dar por totalmente atendidas sus necesidades de alimento y bebida; pero una vez saciadas las carencias del cuerpo, tocaba alimentar las penurias del pensamiento.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Marie mientras terminaba de reconfortarse con los últimos sorbos de su café.

—¿Francamente? —inquirió John vigilando de reojo a unos niños que se habían detenido junto al vehículo y se apoyaban en él levemente.

—Francamente —asintió Marie.

—Pues, francamente, no tengo ni idea —contestó el inglés al tiempo que se repantigaba en su silla de metal.

—No eres de mucha ayuda —le recriminó la francesa.

—No podemos acudir a nuestros gobiernos, ni a las autoridades, no conocemos a nadie en el país, no podemos usar nuestros móviles ni nuestras tarjetas de crédito por miedo a ser localizados, se nos está acabando el dinero, llevamos un preciado y voluminoso objeto robado en un vehículo del gobierno también robado, y estamos escapando de un lugar donde hemos dejado un montón de muertos y asistido a un grave incidente diplomático. Creo que nuestra condición es bastante inquietante.

—Visto así… —reconoció la francesa.

—¿Tienes tú alguna idea?

—Se me ha ocurrido una, pero no sé si funcionará, es algo desesperado —dijo Marie algo encogida.

—Estamos desesperados —declaró John—. Habla, te escucho.

—Verás, un día antes de partir para El Cairo, en París, conocí a un curioso personaje que me aseguró que podía contar con él si me veía en un aprieto o en una situación comprometida.

—Acabas de definir escrupulosamente nuestra posición —aseguró John—. ¿Quién era?

—Era un cardenal de la Iglesia Católica —anunció Marie un poco avergonzada de lo inaudito de su propuesta—. Se llamaba Carlo María Manfredi.

John se quedó mudo, intentaba pensar en las implicaciones que supondría pedir socorro a un mandatario de una religión tan estrechamente relacionada con el Arca. Aunque, por otra parte, ¿qué confesión no lo estaba en esa parte del mundo?

—¿Bajo qué condiciones? —interrogó John para obtener de Marie más datos que le ayudasen a juzgar la nueva senda que se abría donde antes sólo había tupida selva.

—No me impuso ninguna obligación, solamente me pidió que le informase de vez en cuando de los progresos de la excavación —recordó Marie—. Aunque yo no le he llamado todavía y, confieso, ni pensaba en hacerlo.

—Bueno, hasta ayer no sabíamos si realmente el Arca estaba en esa tumba, y tampoco han pasado tantos días, ni dos semanas, no puede estar muy enfadado contigo ¿Crees que podemos acudir a él?

—Por probar no se pierde nada, aunque pienso que poco podrá hacer por sacarnos de este monumental atolladero.

—Llámale, ¿tienes su teléfono?

—Sí, me dio su número privado antes de despedirnos —aseguró Marie mientras empezó a teclear en su pequeño terminal portátil—. Lo tengo memorizado en el móvil.

—Estupendo, pero no uses tu teléfono, usa el público de la cafetería —le sugirió John señalándole el aparato del bar, clavado impertérrito y desocupado en una de las paredes del local, esperando que alguien se dignase usarlo.

Marie se levantó decidida, podía ser una oportunidad de salir de su estancamiento. Lo que más le preocupaba es que, para despertar el interés del cardenal, tendría que decirle que tenían el Arca, cosa que no le acababa de gustar demasiado.

—Diga —sonó al otro lado de la línea.

—¿Cardenal Carlo María? —pronunció insegura la francesa—. Soy Marie Mariette, ¿se acuerda de…?

—¡Marie! —exclamó con extraordinaria cordialidad el eclesiástico, como si una vieja y querida amiga de la que no supiese en años se hubiese comunicado por fin con él.

—Hola… —articuló la doctora tímidamente, no era capaz de sacudirse el azoramiento de los que no están acostumbrados a pedir favores.

—¿Qué tal con la expedición? ¿Ha encontrado el Arca?

Al cardenal se le notaba una emoción desmedida en su quebrada voz cuando pronunció la, para él, sacrosanta palabra.

—Sí, la hemos encontrado —comunicó la francesa con neutra alocución.

—¿De veras? ¡Es increíble! ¡Una maravilla! ¡Un milagro!

La euforia del sacerdote se había desbocado patentemente, se oyó por el auricular como algunos legajos de papel caían al suelo, también el chirrido de los muelles de una butaca sometidos a tensiones excesivas.

—¿Está en buen estado de conservación? —prorrumpió el vehemente cardenal, ávido de noticias.

—Sí, está perfectamente bien —atestiguó Marie.

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