Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Así que la sepultura continúa —masculló Marie que había aprovechado el socorro de John para aferrarse fuertemente a él mientras retrocedían por la plataforma donde se encontraba el hoyo.
—Sí, era el primer túnel anegado, el más corto, el que escondía la prolongación —explicó John—. En cuanto lo taladré salí a otro pasillo, considerablemente más estrecho, que se prolongaba durante unos 60 o 70 metros, lo seguí hasta que me cerró el paso otra puerta.
—¿Otra puerta? —se interesó Marie, aunque una parte suya estaba totalmente ausente de la conversación.
—Sí, otro bloque de piedra con inscripción jeroglífica incluida, debía ser costumbre en la época —refirió el inglés que aún tenía a la doctora agarrada a sus brazos y ya no tenía más espacio para retroceder.
—Y ¿qué decía la inscripción?
Esta vez había sido Osama el que había preguntado. Había dejado la grúa y se había acercado a los dos europeos. Marie, al sentir al egipcio detrás de ella, se desprendió de John ágilmente.
—Es otra maldición de Sheshonk para los violadores de su sepulcro —declaró el flemático inglés como quien, de tan frecuentes, no le da importancia a las amenazas—. Nada nuevo, aunque se vuelve a mencionar a
los principios.
No acierto a saber qué pueden ser esos principios.
Marie no hizo caso, o no se enteró, del último comentario de John. Lo que le interesaba más inmediatamente era saber por dónde había escapado su compañero.
—Pero cómo has podido salir por otro sitio —dijo—. ¿No te encontraste con una puerta cerrada?
John no pudo por menos que volver a sonreír al volver a explicar la burla de Sheshonk.
—Os acordáis de la expresión
el atajo está debajo,
pues era literalmente cierta, encontré unas escaleras al lado de esa puerta y, tras desprender un par de losetas del techo aparecí justo en la entrada de la tumba, casi debajo de donde estaban esculpidas originariamente esas palabras.
—¡Vaya con el faraón! —dijo Marie empalmando un enfado con otro—. Así que nos ha estado tomando el pelo durante todo este tiempo. Nos podíamos haber ahorrado las dos trampas, la del fuego y la del agua.
—No hemos sido lo suficientemente listos —propuso Osama, fastidiado por una parte, como los demás, por los trabajos sufridos; pero, por otra, orgulloso de que tan inteligente personaje fuese un compatriota suyo, no por más remoto menos paisano.
—Yo no me sorprendí demasiado —siguió explicando John—, porque cuando iba recorriendo el largo pasadizo ya sabía que debía estar atravesando por debajo todo el ancho de esta colina. Además, el propio Sheshonk dice en esa última puerta que había dos caminos para llegar hasta allí: uno corto y otro largo.
—Por lo visto nosotros hemos seguido el largo —resolvió Marie.
—Bueno, de nada sirve lamentarse ahora —dijo John animado—. Voy a desprenderme de esta piel de rana y vamos a comer, estoy hambriento.
Los tres estuvieron de acuerdo.
La comida de Gamal consistía hoy en una interminable variedad de aperitivos, muchos confeccionados sobre una base de
tahina,
una especie de pasta hecha con sésamo, aceite, limón y ajo. Había purés sólidos, cremosos, licuados y espumosos; carnes secas, ahumadas o maceradas; verduras mezcladas con hortalizas y hortalizas mezcladas con frutas hasta conseguir bodegones de sabrosos colores. Un verdadero festín de comida fría que se agradecía en ambientes tan tórridos.
Gamal había debido traer la mayor parte de los platos ya preparados desde su casa porque le hubiese sido imposible poseer el suficiente tiempo como para elaborarlos in situ y gozar, por otra parte, del desahogo necesario para deambular providencialmente por la puerta del enterramiento hasta ver unas manos que salían del suelo tratando de mover infructuosamente una pesada baldosa de piedra.
Quizá, en la realización y culminación del pantagruélico menú, le habían ayudado sus hermanas o sus tías y él se había limitado a transportar la comida hasta el campamento; o, tal vez, fuesen los restos de alguna fiesta o celebración familiar. En todo caso, los arqueólogos dieron buena cuenta de los variados bocados, toda una sinfonía de olores y melodía de sabores que colmaron de satisfacción armónica a sus regalados paladares.
Terminaron bebiendo un vaso de fresco yogurt ligeramente salado que se prestaba a empezar una conversación sobre las bondades de la mesa egipcia; sin embargo, los tres egiptólogos y el encargado de la seguridad del reducto tenían otras inquietudes.
—Bien, esta tarde moveremos esa puerta y veremos qué encontramos detrás — proyectó Marie mientras revolvía inútilmente con una cucharilla el blanco líquido fermentado para tratar, sin éxito, de endulzarle el sabor.
—Ahora la tumba se ha trocado en más pequeña —infirió Alí, dado que el hallazgo de John, al encontrar una segunda entrada, les ahorraba recorrer los largos pasillos hasta ahora penetrados para continuar explorando el yacimiento.
—Pues sí, la verdad es que lo del atajo es todo un detalle por parte de Sheshonk —aseguró John—, tontos fuimos nosotros por no hacer caso de su consejo desde un primer momento. A partir de ahora tendríamos que estudiar con más cuidado sus advertencias.
—Será como empezar otra vez, como empezar de cero —estableció un Alí esperanzado por recuperar su menoscabado honor profesional.
El conservador del Museo de El Cairo pensaba que en estos nuevos tramos de tumba, tan cercanos a la superficie y al aire libre, podría controlar su claustrofobia mejor de lo que lo había logrado hasta ahora. Incluso se atrevió a tomar la iniciativa en el debate y proponer un plan de actuación.
—Creo que deberíamos tapiar el obstáculo del agua para que otras partes de la tumba no sufran más desperfectos por la presencia de la humedad —dijo el egipcio con firmeza.
Los europeos lo pensaron un rato. Técnicamente era siempre tenida como desacertada cualquier intervención agresiva en los yacimientos arqueológicos, salvo en un caso: la preservación de los propios restos.
—Está bien —consintió Marie en su calidad de directora—. Creo que es lo mejor, hemos abierto muchas puertas e invitado a que la humedad penetre en estancias de la tumba donde nunca antes había estado presente, así que lo mejor es cerrarle de nuevo el paso, como propone Alí.
—¿Cómo sugieres que lo hagamos? —se dirigió John a un visiblemente recuperado Alí después del abatimiento y decaimiento que había padecido en días anteriores.
—Sé que sonará un poco severo, pero pienso que lo mejor es levantar un muro de ladrillos justo a la entrada del pozo, así evitaremos que los frescos del pasillo descendente se deterioren más de lo que están.
—Bien, moción aceptada —aprobó la directora que un segundo antes había buscado con la mirada la aquiescencia de su colega inglés.
—Sería también conveniente cerrar el pasadizo que yo recorrí cuando abrí la continuación de la tumba con el martillo neumático, ahora está franco para el paso de la humedad —propuso John a su vez.
—También lo haremos —decretó Marie—. ¿En qué punto sugieres que lo tapiemos?
—Pues donde empieza el corredor horizontal, porque tiene un tramo inclinado donde a los obreros les sería difícil trabajar —decidió el inglés.
—Eso haremos entonces, otros estudiosos posteriores podrán examinar a conciencia la trampa del agua simplemente con retirar los tabiques —se curó en salud Marie pensando en posibles críticas académicas.
Osama intervino ahora.
—Yo me encargaré de la realización de esos dos cerramientos —dijo con total confianza y seguridad.
Uno de los Zarif, Ahmed, uno de los dos que casualmente había venido hoy, le había contado al teniente que normalmente se dedicaba a realizar trabajos de albañilería y construcción. Osama le pediría que esa misma tarde fuese a comprar el material necesario para la construcción de los dos pequeños tabiques, que lo trajese al campamento y que levantase ambos paneles con ayuda de Ramzy, el otro Zarif que se había presentado a trabajar.
Los tres arqueólogos no emitieron ninguna objeción a la propuesta de Osama, aunque le pidieron que dijese antes a los dos trabajadores que sus servicios serían necesarios para mover la siguiente puerta que obstruía el acceso al complejo funerario de Sheshonk.
En cuanto terminaron de comer, entraron en la tumba y se dirigieron hacia abajo, hasta la losa que les cerraba el camino.
No tuvieron ningún problema en apartar la mole, salvo los lógicos motivados por el gran esfuerzo que tuvieron que realizar.
Osama ya se había llevado a los Zarif al exterior para explicarles lo de los tabiques, esa tarde habría trabajo para ellos. Mientras, Alí, John y Marie, se preparaban para adentrarse de nuevo en lo desconocido.
La ya familiar excitación que les acompañaba en el proceso de excavación volvió a cosquillear todos sus sentidos. Estaban ante un hueco completamente opaco, por el que se escapaban rancios vapores condenados a 3.000 años de aislamiento y fermentación. Cada vez que abrían una puerta era como si descorcharan una agitada botella de champán, el concentrado aire quería recuperar rápidamente su perdida libertad y los espectadores, sólo con aspirar los efluvios, corrían el peligro de marearse, de emborracharse con el sublimado éter.
Después de esperar un tiempo prudencial para que el aire de la tumba se calmase y renovase, encendieron sus linternas.
Ante ellos se abría una escalera descendente con los peldaños mucho mejor cimentados o conservados que los que habían padecido en los corredores que llevaban y partían de la trampa del sol.
—Parece que tenemos que bajar —dijo Marie rompiendo la tregua.
—Estamos muy cerca de la superficie, yo no esperaba otra cosa —profirió John mientras veía como Marie se disponía a atravesar, la primera, el quicio de la abertura.
—Tened cuidado dónde pisáis —aconsejó la doctora mientras irrumpía en la oscuridad agitando resuelta y febrilmente su linterna, como si estuviese retando a las tinieblas a un combate de esgrima.
Marie dio tres pasos y se paró para mirar alrededor. La altura del techo, unos dos metros y medio, era poco más grande que la de otros pasadizos y su anchura era sobradamente holgada como para que tres personas lo enfrentasen a la vez.
Los artesanos egipcios habían realizado los escalones superponiendo bloques de granito, de ahí que los peldaños, bastante altos y alejados entre sí, resultasen terriblemente incómodos de bajar por el esfuerzo que debían ejercer las piernas.
Las paredes y la cubierta pintada llamaron la atención de Marie, pero no conseguía adivinar qué motivos referían unos frescos donde predominaban claramente los colores rojo, negro y amarillo.
Descendió, o saltó, varios escalones hasta recorrer unos ocho o diez metros y hasta distinguir otro segundo tramo de escaleras, también descendentes, pero que encauzaban su rumbo en sentido contrario, dirigiéndose otra vez al corazón de la montaña. No se adelantó más, quería saber lo que representaban las pinturas que ahora tenía delante de ella.
Al ver a Set duplicado a ambos lados del pasillo, el terrible dios del mal y el desorden, supo, de pronto, qué eran los numerosos y heterodoxos pedazos amarillos que estaban dibujados a uno y otro lado de la escalera. Eran trozos del cuerpo de Osiris: piernas, brazos, orejas, nariz, vísceras…, todos despedazados y desperdigados por el rojo fondo ocre que no se sabía si tenía más que ver con la sangre de tamaña carnicería o con la tierra en la que habían caído las porciones del desdichado dios.
En el techo había plasmado un firmamento, con estrellas blancas sobre universo negro, pero no igual al que habían apreciado en el primer pasillo de entrada a la tumba, el de la procesión de súbditos de Sheshonk ofreciendo presentes a su señor. Este cosmos estaba completamente desordenado, como si el pecado de Set hubiese traído aparejado el desconcierto sideral. En la cubierta de este primer tramo de escaleras, la luna parecía estar en plena órbita de colisión con el sol y los planetas tropezaban con las estrellas obligando a éstas a formar arremolinadas aglomeraciones en algunos lugares mientras, en otros, había grandes zonas de absoluta negrura.
—Set haciendo de las suyas —propuso Marie a modo de primera explicación de los murales y volviéndose a mirar atrás para comprobar la acogida de sus palabras.
Para su sorpresa no fue a John a quién vio, sino a Alí. El egipcio, lleno de una inesperada intrepidez, se había adelantado al inglés para penetrar en segundo lugar por los nuevos corredores.
—Sí, un tema un poco macabro, aunque apropiado para el santuario de un muerto —observó el conservador.
Donde acababa la escalinata esperaba la doble efigie del dios Set; llevaba, la del lado derecho, cabeza humana y un cuchillo en la mano; su copia espejada de la izquierda mostraba, esta vez, cabeza de perro con hocico puntiagudo y orejas enhiestas. Ambas terribles imágenes cerraban el primer tramo de escaleras. Marie se introdujo en el segundo, el que les llevaba otra vez al interior de la rocosa colina donde, como John había supuesto, parecía estar escavada la totalidad de la tumba.
Era un pasaje descendente casi idéntico al primero, aunque algo más empinado y corto.
También estaba adornado con motivos pintados que completaban el tema narrado en el primer pasillo. En esta oportunidad, en el lado derecho, podían ver a una mistérica Isis ante todos los trozos que había recogido de su hermano. La hija de la Tierra y el Cielo parecía estar contándolos, seguramente para ver si se había dejado alguna porción olvidada en algún solitario rincón del planeta. Órganos troceados, entrañas escindidas y apéndices amputados estaban aglomerados en una sangrante pila, resultando una escena todavía más desagradable y lúgubre que la que habían presenciado en la primera escalera.
Por suerte el lado izquierdo del corredor era algo menos tétrico, aunque no menos fúnebre. El cuerpo muerto de Osiris, ya recompuesto, descansaba momificado en un sarcófago abierto. Anubis, el dios de cabeza de chacal, inventor del embalsamamiento, custodio de los muertos y patrono de todas las tumbas, estaba inclinado sobre el rígido cadáver de Osiris, dando los últimos remates al vendaje de su tocado mortuorio.
El techo mostraba ya un cosmos en perfecto orden y armonía, con sus astros y mundos perfectamente situados, cubriendo regularmente toda la extensión de la plana e inclinada techumbre.
Los temas de estos frescos no llamaron mucho la atención de los investigadores, eran bastante comunes en otros enterramientos egipcios. Pasaron por ellos como quien transita por una calle demasiado conocida como para fijarse en sus escaparates.