—¡Harry! Dame eso, viejo pervertido. Hola, soy Mercer. Lo siento. Mi amigo estaba en el bar cuando Dios repartió los modales. ¿Quién llama?
—Llamo de parte de alguien a quien usted conocía. Le ruego que no diga su nombre porque esta no es una línea segura. Usted la llamaba la francesa, y ella le decía que era suiza. El hombre profirió una risita gutural.
—La recuerdo con cariño.
—Muy bien —dijo Hux—. No quiero parecer melodramática, pero se trata de una cuestión de vida o muerte. ¿Recuerda el lugar donde se conocieron?
—Claro. ¿Está ella con usted? —preguntó.
—Desde luego.
—Puesto que esto es un poco extraño, quiero verificarlo. Pregúntele dónde tiene un lunar. Hux así lo hizo y a continuación transmitió la respuesta:
—Dice que eso es privado y que sigue usted siendo un
cochon
.
—Me basta con eso —repuso Mercer con una amplia sonrisa que traspasó las ondas hertzianas.
—Necesitamos saber todo lo posible sobre la mina de sal.
—¿También quieren malgastar el dinero?
—Nada de eso. Solo puedo decirle que unas personas muy peligrosas se han apoderado de ella y que el grupo para el que trabajo piensa recuperarla. Lo que necesitamos es un plano detallado de todo el lugar, a nivel de la superficie y bajo tierra.
—Es un poco difícil describirlo por teléfono —le informó Mercer—. Según recuerdo, había más de cuarenta y ocho kilómetros de túneles. Hux estaba preparada para aquello.
—¿Podría hacer un dibujo? Hay un mensajero de camino a Washington D. C.
—A Gunderson no le hizo gracia que le hubieran degradado de jefe de pilotos a mensajero, pero era el método más rápido de comunicación si tenían que prescindir de la electrónica—. Estará allí a las nueve en punto, hora local de esta noche.
—Supongo que no sabe que esta noche juego al póquer con un tipo que tiene un tic que hasta un ciego sería capaz de ver. —Es urgente, señor Mercer. De lo contrario, no se lo pediríamos.
—¿Tiene mi dirección? —preguntó.
—Sí, la tenemos.
—De acuerdo, lo haré. Pero hágame un favor, dígale a ella «
peignoir
malva» y cuénteme qué responde.
—Se ha puesto roja y le ha vuelto a llamar cerdo. Mercer se echó a reír. —Me reuniré con su mensajero a las nueve. Hux miró a Soleil de forma significativa.
—Es un verdadero encanto. Tienes que contarme la historia del camisón malva. Soleil se puso aún más colorada.
—Más tarde.
—¿Y bien? —preguntó Cabrillo por segunda vez.
—Lo hará. El Canijo puede recogerlo esta noche y estará de vuelta mañana.
—Una vez que tengamos su esquema podremos trazar un plan para acabar con el ordenador de Bahar. Los tres se dirigieron de nuevo hacia el puerto y realizaron un sorprendente descubrimiento. MacD Lawless estaba apoyado como si tal cosa contra una valla cerca de donde habían atracado la lancha.
—¿Qué cojones haces aquí? —le dijo Juan.
—Es una larga historia, pero he ido a hablar con el práctico del puerto para ver si el
Oregon
había atracado ya y he visto la
Or Death
amarrada.
—Una sonrisa apareció en su rostro risueño—. Tenemos que hablar. Langston Overholt vino a recogerme en persona y me ha traído hasta aquí en un avión de las Fuerzas Aéreas.
—Deja que adivine —repuso Juan con perspicacia—. Bahar ha actuado con su ordenador cuántico. MacD se quedó boquiabierto.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
—Eric y Mark han descubierto que lo había construido, y resulta lógico que lo haya utilizado contra Estados Unidos. Cuéntamelo todo. Subieron a bordo de la lancha camuflada mientras MacD les contaba lo que había pasado desde que se separó del equipo en Nueva Orleans, pero el escalofrío de temor que sintió Juan no se hizo más intenso hasta que no estuvieron a medio camino del
Oregon
.
Linda había dicho que Langston había telefoneado para ofrecerles una misión concerniente a un barco de nacionalidad china. Aquello no cuadraba con lo que estaba ocurriendo en Washington y, con escalofriante claridad, de repente comprendió lo que pasaba. En cuanto llegaron al
Oregon
pidió a Hali Kasim que localizase a Linda.
—Cuando hablaste con Overholt, ¿te pareció diferente? —preguntó sin más preámbulos.
—No. Me pareció el de siempre. ¿Le sucede algo?
—¿Le dijiste que veníamos para acá? —La inquietud que le embargaba se dejó entrever en su voz. Si Linda se lo había contado, estaban jodidos.
—No. Le dije que teníamos otra operación y que necesitábamos una semana. Me respondió que no había problema, ya que parecía que los chinos no iban a moverse del golfo de Alaska. Juan soltó el aire que había estado conteniendo.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—No era Langston. Con quien hablaste fue con el ordenador cuántico. Cabrillo se había tomado muy seriamente las advertencias de Eric y Mark, pero aquella era la primera vez que comprendía de verdad el asombroso potencial que Gunawan Bahar tenía a su disposición. Tal y como el propio presidente había apuntado, se enfrentaban a un hombre que poseía el poder de Dios.
—Estamos jodidos, ¿no? —preguntó Linda. Ella también lo había comprendido.
—Sí —replicó Juan—. Sí, creo que esta vez sí que lo estamos.
A Cabrillo le habría encantado que un Predator sobrevolara la mina Albatros, pero sabía que era un imposible, ya que Bahar lo detectaría en el acto. Por eso Gomez Adams iba a alquilar un helicóptero en Mónaco y a realizar un reconocimiento aéreo del terreno. Entretanto tendrían que apañárselas con imágenes por satélite de archivo sacadas de Internet. Estaba tan preocupado que le pidió a Mark que se cerciorase de que dichas imágenes no habían sido alteradas recientemente. Por suerte, no era ese el caso. La mina estaba encastrada en el valle del río Arc, próxima a la ciudad alpina de Modane y, como había recordado Soleil, muy cerca de la frontera italiana.
Desde el aire, no había mucho que ver. Se trataba básicamente de una zona industrial abandonada, con diversos edificios en ruinas y los restos de la torre del montacargas que en otros tiempos transportaba a los hombres al interior de la mina y sacaba la sal. Había una única y accidentada carretera hasta la mina, que discurría como una especie de montaña rusa, aunque también se podía acceder por ferrocarril.
A pesar de que la calidad de las fotografías del satélite comercial dejaba bastante que desear, pudieron distinguir que habían quitado parte de los raíles, por lo que descartaron llegar hasta allí de ese modo. Cabía la posibilidad de aproximarse por el río, dado que el límite sur de la mina discurría directamente a lo largo de la ribera del Arc. Incluso había un puente que lo cruzaba cerca de lo que parecía una gravera abandonada, que debía de haber funcionado junto con la mina cuando esta estaba a pleno rendimiento. Linc, Eddie, Linda y Juan se encontraban en la sala de conferencias estudiando las imágenes proyectadas en los grandes monitores de plasma.
—¿Por qué una mina? —preguntó Lincoln de repente. Los demás estaban tan enfrascados en sus propios pensamientos que ninguno había prestado atención.
—¿Qué decías?
—Decía que por qué una mina. No era algo a lo que Cabrillo le hubiera dado demasiadas vueltas, de forma que no tenía una respuesta que darle. Telefoneó a Mark a su camarote y le trasladó la pregunta a él.
—Porque así está protegido —respondió—. Eric y yo lo estuvimos considerando cuando nos dimos cuenta de que Bahar había construido un ordenador cuántico y tratábamos de descubrir su ubicación. Veréis, las operaciones de la máquina tienen lugar a una escala atómica. Es capaz de corregir de manera automática las vibraciones atómicas porque se producen a una velocidad y frecuencia establecidas.
Una de las cosas que puede desestabilizar el ordenador y provocar fallos es que una partícula cósmica lo bastante grande lo bombardee. »Como ya sabéis —prosiguió—, la Tierra recibe el impacto de chatarra subatómica procedente del espacio decenas de trillones de veces por hora. La magnetosfera desvía gran parte, y la que logra entrar suele ser inofensiva para nosotros.
Aunque quiero apuntar algo interesante; existe una teoría según la cual algunos cánceres son fruto del daño genético originado por un solo rayo cósmico al impactar contra una cadena de ADN. Juan sabía que no podía evitar que se fuera por las ramas, pero aun así tuvo que apretar los dientes.
—En fin, a la escala en que trabaja el ordenador, el impacto de un rayo cósmico podría afectar al funcionamiento de la máquina de forma catastrófica, así que tenían que protegerla. El problema viene ahora. No tengo ni idea de por qué eligieron esta mina de sal. Si la radiación cósmica es una amenaza, lo lógico sería pensar que la hubieran enterrado lo más profundamente posible bajo la roca con mayor densidad que pudieran encontrar. La mejor teoría que se nos ocurrió a Eric y a mí es que podría haber algún otro mineral mezclado con la sal para ayudar a protegerlo de los rayos cósmicos que provocan mayores daños.
—Muy bien, gracias —repuso Juan, y cortó la llamada antes de que Mark pudiera continuar con sus explicaciones.
—Siento haber preguntado —se disculpó Linc, avergonzado.
—Mirad, ¿por qué no retomamos esto cuando haya algo más concreto con lo que trabajar? Tenemos una buena perspectiva general, pero para trazar un plan necesitamos detalles. La mesa entera estuvo de acuerdo y se puso fin a la reunión. Gunderson no llegó con los planos de Phillip Mercer hasta después de la cena. La mayor parte de la tripulación rondaba por el comedor; algunos tomándose un coñac; otros, degustando quesos.
Cabrillo, que había cenado con Soleil, decidió que echar un primer vistazo a los planos era un modo como otro cualquiera de pasar el tiempo y ordenó que subieran la intensidad de la luz al máximo. El ambiente distendido de la estancia perdió parte de su encanto bajo la intensa luz de los halógenos. Juan se despojó de la chaqueta y se aflojó la corbata, luego se dedicó a juguetear con la tapa de una pluma Montblanc mientras esperaba.
—Hola, tropa —saludó el Canijo de manera jovial cuando entró en la habitación. Su presencia en el
Oregon
no era frecuente, de modo que su llegada tuvo un caluroso recibimiento.
Nunca había visto al alto piloto con un aspecto tan desaliñado. Llevaba el rubio cabello alborotado y de punta, y no había un solo centímetro de su camisa blanca que no estuviera arrugado. En la mano portaba una rosa y una libreta amarilla. Atravesó el comedor estrechando manos y palmeando espaldas a su paso hasta que llegó a donde estaba el director.
—Tachán —dijo con una floritura, y dejó la libreta sobre la mesa. A continuación le entregó la rosa a Soleil—. Mercer te envía saludos. Ella sonrió. Cabrillo giró la libreta para poder verla. Mercer había escrito una descripción de las instalaciones y de la situación bajo tierra de varias páginas.
En ella relataba en detalle que con el paso de los años los mineros habían excavado demasiado cerca del lecho del río y que se negaban a trabajar en los pozos inferiores. Roland Croissard había comprado el lugar durante lo que creyó que se trataba de una disputa laboral corriente. Solo después de contratar a Mercer y de leer su informe, y el del otro experto cuando no le gustó lo que decía el primero, se dio cuenta de que le habían estafado.
La primera vez que visitó el lugar fue el día en que Mercer le entregó su informe. Soleil le había acompañado por pasar el rato. La filtración de agua estaba dentro de lo razonable, pero Mercer calculaba que el uso continuo de explosivos en las entrañas de los túneles provocaría que el tapón de roca entre la mina y el río cediera. La inundación sería rápida y catastrófica. Había algo muy valioso entre toda la información técnica y que Mercer no había revelado a Croissard, algo que dudaba que muchos de los primeros mineros recordaran.
—Ahí está —soltó Juan cuando lo leyó.
—¿Qué tienes? —preguntó Max. A diferencia de Juan, que iba vestido para la cena, Hanley llevaba puestos unos vaqueros y una camisa de cowboy con automáticos.
—Uno de los túneles superiores cruza un pedazo de historia.
—¿Cómo?
—Los mineros se adentraron en un viejo túnel que en otro tiempo fue parte de la Línea Maginot. Mercer dice que lo habían cerrado, pero que él retiró los tablones y echó un vistazo. Construido después de la Primera Guerra Mundial como última línea de defensa para la patria, erigieron un muro casi continuo de búnkeres subterráneos y fuertes a lo largo de la frontera con Alemania y, a menor escala, con la de Italia.
Las fortificaciones contaban con torres acorazadas que podían surgir de la tierra como obscenas setas y disparar fuego de cañón y de mortero. Muchas de las estructuras estaban interconectadas para que las tropas pudieran ir y venir de unas a otras a través de un sistema de raíles subterráneo. Y algunas eran tan grandes que prácticamente se trataba de ciudades bajo tierra. Los alemanes no llegaron a obligar a los franceses a utilizar su magnífica fortificación. Cuando los invadieron en 1940, atravesaron Bélgica y Holanda y entraron en tropel en Francia por el punto donde sus defensas eran más débiles. Habida cuenta de que el valle del río Arc carecía de la protección estratégica de las montañas que lo rodeaban, no era de extrañar que los franceses hubieran edificado fortalezas y búnkeres.
—¿Dice si logró llegar hasta la salida? —preguntó.
—No. Dice que no fue tan lejos. Pero no puede ser muy difícil de descubrir.
—Creo que los búnkeres que no se convirtieron en museos y atracciones turísticas fueron sellados permanentemente por los franceses —intervino Mark—. Para que lo sepas.
—Podemos abrirnos paso con cargas de Hypertherm —replicó Max con firmeza—. Como hicimos con aquel buque cisterna. ¿Cómo se llamaba?
—El
Golfo de Sidra
—respondió Juan estremeciéndose. Él aún estaba a bordo cuando el explosivo capaz de cortar el acero había atravesado el casco como un cable atraviesa el queso. Retomó el tema que les ocupaba—: Es nuestra puerta trasera de entrada a la mina en caso de que sea necesario. A continuación pudo ver en la libreta planos dibujados a mano de los veintiocho niveles de la mina. Mostraba cómo se extraía la sal formando enormes cámaras, en las que se habían colocado gigantescos puntales para soportar el peso de la roca. Mercer incluía información acerca de los pozos de ventilación de los conductos de eliminación de agua.