—¿Cuáles son sus intenciones, señor? El presidente sabía que estaba volcando su frustración en uno de sus viejos amigos.
—Lo siento, Les. Es que... no sé. ¿Quién habría previsto algo así? Ya es bastante duro tener que ordenar a los hombres y mujeres del ejército que se enfrenten al peligro. Ahora toda nuestra población civil está expuesta.
—Llevamos años en esa situación —señaló Jackson.
—Sí, pero hemos hecho una muy buena labor manteniendo a salvo nuestras costas.
—Hemos sido muy eficaces y también hemos tenido suerte.
—Eso duele.
—Porque es la verdad. Ha habido varios incidentes públicos, y algunos secretos, en que los terroristas fueron demasiado incompetentes para perpetrar sus ataques, de los cuales no teníamos ni la más remota idea.
—Y ahora que sabemos que es posible que vayamos a sufrir uno, no tenemos forma de impedirlo. Eunice irrumpió en la habitación con el rostro blanco como la cal. Encendió el televisor situado junto a un grupo de sofás. Luego se marchó de allí llorando. El rostro de un presentador ocupaba el centro de la pantalla. «Las autoridades no han confirmado si se trata de un ataque terrorista. Para aquellos de ustedes que se incorporen ahora, un tren informatizado Acela de alta velocidad de la compañía Amtrak, que se dirigía de Washington D. C. a Nueva York, ha colisionado de frente con un mercancías que se dirigía al sur y que sin un motivo aparente se metió en la vía equivocada».
La imagen cambió a una vista aérea de la más absoluta devastación. Los trenes parecían los juguetes de un niño poco cuidadoso. La locomotora de cabeza era un irreconocible amasijo de metal, en tanto que tres de los cinco vagones de pasajeros habían quedado aplastados como un acordeón.
Los otros dos y la locomotora de cola habían salido despedidos de las vías y se habían incrustado contra la parte de atrás de un almacén. Las dos locomotoras de cabeza del mercancías estaban ocultas bajo una bola de fuego originada por los miles de litros de combustible al quemarse.
Detrás de ellas había una hilera de furgones descarrilados, muchos de los cuales estaban completamente desguazados y en un ángulo casi de noventa grados con la vía. «Los oficiales de Amtrak aún no han informado del número de pasajeros a bordo —prosiguió la voz del presentador mientras continuaban emitiendo las imágenes—, pero el Acela Express tiene una capacidad para más de trescientos pasajeros y, tratándose de una hora punta, se teme que la ocupación del tren estuviera casi al completo. Un oficial que desea mantener el anonimato nos ha contado que es casi imposible que con un sistema informatizado se produzca un accidente de este tipo y que el técnico del mercancías habría tenido que accionar el interruptor manualmente para pasar a la misma vía».
—O que alguien se hiciera con el control del ordenador —dijo el presidente con voz trémula.
—Puede que no sea más que una coincidencia —repuso Jackson esperanzado.
—Déjalo, Lester. No se trata de ninguna coincidencia y ambos lo sabemos. No he hecho lo que querían y por eso han provocado la colisión de dos trenes. ¿Qué será lo siguiente? ¿Dos aviones en pleno vuelo? Es evidente que este tipo tiene el control sobre todos los sistemas informatizados del país y, hasta ahora, parece que no podemos hacer nada al respecto. Señor, el ejército tendrá que volver a utilizar los espejos de señales; y la Armada, el código de señales.
—Exhaló con frustración y tomó la única decisión posible—. ¿Ha partido ya el correo para Israel?
—Es probable que siga en la base aérea de Andrews.
—Vuelve a llamarle. No tiene sentido este subterfugio. Quiero minimizar esto todo lo posible. Ni rueda de prensa ni discurso en horario de máxima audiencia, simplemente divulga que se suspende toda ayuda económica hasta nuevo aviso. Lo mismo sucede con la ayuda a Pakistán.
—¿Qué hay de los presos de Guantánamo? Esa era otra exigencia inmediata. —Los liberaremos, claro, pero no en sus países de origen. Los transportaremos hasta el tribunal de La Haya. Si Fiona tiene razón y este tipo es racional, entonces no creo que haya represalias, y que los juzguen los europeos es mejor que nada.
—Dan...
—Era la primera vez que Jackson utilizaba el nombre de pila del presidente desde que este había jurado su cargo—... lo siento. Yo fui uno de los que insistieron en adoptar una postura de espera.
—Pero la decisión fue mía —replicó el presidente, las muertes de los pasajeros pesaban como una losa sobre su conciencia.
—Lo sé. Por eso lo siento. El jefe de gabinete se encaminó hacia la puerta y el presidente le hizo detenerse un instante.
—Les, asegúrate de que todo el mundo siga trabajando para localizar a este psicópata, y reza para que tenga un punto débil que no se nos haya ocurrido porque, ahora mismo, parece que nos enfrentamos al mismísimo Dios.
Cabrillo y Lincoln alcanzaron el
Oregon
en Puerto Saíd después de que el barco hubiera atravesado el canal de Suez. A pesar de las ganas que tenían de coger a Gunawan Bahar y a su esbirro, Smith, antes realizaron otra operación en la lujosa ciudad de Montecarlo. Un emir de los Emiratos Árabes Unidos quería que la Corporación le proporcionase seguridad extra siempre que viajaba. Se sentía mejor sabiendo que Cabrillo y sus hombres velaban por él mientras disfrutaba de la costa en su yate de más de treinta metros de eslora o se jugaba astronómicas sumas en el casino. La idea la había sacado del emir kuwaití, que había empleado a la Corporación en Sudáfrica unos meses antes.
A pesar de que llegaron tarde porque Cabrillo había sido abandonado en la Antártida y tuvieron que volver a recogerle, el equipo frustró una conspiración para asesinarle en la que estaban implicados algunos miembros de al-Qaeda de Somalia. Los motores del
Oregon
funcionaron a plena potencia tan pronto como un helicóptero privado les dejó a los dos en la cubierta del carguero y partió de nuevo rumbo sur hacia la ciudad portuaria egipcia, dejando tras de sí una larga estela. Después de dejar el petate en su camarote, Juan se fue derecho al centro de operaciones, donde Linda Ross estaba al timón.
—Bienvenido. —Esbozó una radiante sonrisa—. Nos alegra que MacD haya recuperado a su hija. Hali Kasim estaba en su puesto de costumbre en el panel de comunicaciones.
—Solo para que lo sepas, he estado monitorizando los medios locales de Nueva Orleans. Dicen que ha sido un incendio provocado relacionado con las drogas. No hay sospechosos y no se han identificado los cadáveres.
—No quedó mucho que identificar —comentó Cabrillo—. ¿Qué tal se encuentra nuestra pasajera? En las semanas que llevaba a bordo del
Oregon
prácticamente como una prisionera, aunque en una celda de terciopelo, Soleil Croissard no había hecho otra cosa que quedarse en su camarote o contemplar el mar desde la pasarela del puente.
Incluso comía en su cabina. Estaba llorando la muerte de su padre y esforzándose por aceptar su propio secuestro. La doctora Huxley, médico y psiquiatra del barco, había intentado hablar con ella en diversas ocasiones, pero no había realizado demasiados progresos.
—¿Me creerías si te digo que lo ha superado? —le informó Linda.
—¿En serio?
—Juan se sorprendió porque no había dado señales de ello cuando se había despedido de ella hacía un par de días.
—Tampoco vas a creer qué es lo que le ha ayudado a hacerlo. Eric y Murphy, que babean por ella más que por aquella otra que rescatamos del crucero que se estaba hundiendo...
—Jannike Dahl —recordó Juan—. Fue la única superviviente del
Golden Dawn
.
—Esa misma. Bueno, el caso es que esos dos tuvieron la genial idea de instalar uno de los parapentes de combate a un cabrestante de popa. Hay que reconocer que ha funcionado perfectamente, y que la mayoría lo hemos probado. Pero Soleil parece que no se cansa. He hablado con Hux de ello y me ha dicho que Soleil es una yonqui de la adrenalina. Necesita un chute para acordarse de que sigue viva.
Linda tecleó en el ordenador encastrado en el brazo del sillón de mando y la cámara montada en lo alto de la superestructura enfocada hacia popa les ofreció una imagen en una sección de la pantalla principal. No cabía duda, ahí estaban Murphy y Stone con Soleil Croissard. Ella llevaba ya puesto el arnés de un parapente negro y los dos hombres la estaban sujetando al delgado cabo de un cabrestante. Mientras observaban, Soleil se subió al borde de la barandilla con el paracaídas de frenado en la mano. Miró al frente, dijo algo a Eric y a Mark con una resplandeciente sonrisa en la cara y lanzó el pequeño paracaídas a la estela del
Oregon
.
El paracaídas principal tiró del arnés, inflándose en un despliegue de nailon de color ébano y levantándola en el aire de forma vertiginosa. Linda manipuló los controles para inclinar la cámara hacia arriba hasta que pudieron ver la silueta de Soleil recortada contra el cielo azul. Debía de estar a unos sesenta metros de altura sobre la cubierta, y gracias a la velocidad del barco continuaría ascendiendo de no ser por el cabo. Cabrillo no estaba seguro de que aquello le gustara. Unos cuantos años antes se les metió en la cabeza que podían hacer esquí acuático mientras el barco estaba en movimiento, tendiendo un cabo desde un brazo extensible situado en el garaje de embarcaciones de estribor.
El invento funcionó a la perfección hasta que Murphy perdió el equilibrio y se soltó de la barra. Se vieron obligados a detener el barco para botar una Zodiac y poder recogerle. Mark propuso improvisar algún tipo de red a popa para el siguiente intento, sin embargo Juan prohibió que continuaran con aquello. Pero si esto era lo que hacía falta para que Soleil saliera de su concha, supuso que no tenía nada de malo.
—Imagino que si falla el paracaídas podemos poner a alguien a vigilar el artilugio —dijo después de contemplarla durante un rato.
—Deberías probar —le animó Linda—. Es una pasada.
—Y mientras ellos se dedican a jugar, ¿cómo va la búsqueda?
—Nada —respondió Linda—. Bahar continúa fuera del radar, y no somos capaces de encontrar algo que le vincule a ninguna actividad delictiva ni terrorista. Ah, espera. Sí que hay una cosa.
La plataforma petrolífera formaba parte de algo llamado Proyecto Oráculo. Murphy lo descubrió en un archivo borrado del ordenador de Bahar, aunque ya no puede acceder a él. Tiene un nuevo cortafuegos que no puede atravesar.
—Me resulta difícil de creer.
—A él también. Tengo buenas noticias. Langston ha telefoneado hace un rato. Dice que tiene un trabajo para nosotros. Juan se quedó sorprendido y eufórico. Les habían dejado tanto tiempo en el dique seco que no creía que la CIA volviera a contratar sus servicios.
—¿Cuál es la misión?
—Los chinos han construido un nuevo barco espía de última generación. En la actualidad se encuentra en la costa de Alaska. Quiere que los persuadamos para que se vuelvan a su casa. Ha dicho que ya se te ocurriría algo creativo que no provoque un incidente internacional. Le he respondido que necesitamos una semana. Cabrillo ya estaba dando vueltas al asunto, cuando desvió fugazmente la mirada hacia la pantalla de vídeo.
Soleil no aparecía en la imagen. Manipuló los controles para ajustar el enfoque de la cámara y vio que estaban recogiendo el cabo para bajarla hasta la cubierta. Mark y Eric observaban con preocupación, haciendo que Cabrillo se preguntara si había pasado algo. Cuando la mujer estuvo de nuevo a salvo en el
Oregon, tiró de una de las válvulas para soltar el aire de ese lado y
desinflar el parapente. Eric la ayudó a recogerlo mientras el viento trataba de volver a hincharlo en tanto que Mark Murphy corría hacia la superestructura. Juan puso en pantalla la imagen de la popa del barco surcando el Mediterráneo.
Pasados diez minutos sin que Murphy fuera a verle a la sala de operaciones, el director le llamó a su camarote.
—¿Va todo bien?
—Estoy un poco liado, Juan —dijo Mark, y colgó. En lugar de esperar al excéntrico genio, bajó a la primera bodega, un amplio espacio abierto, que utilizaban como almacén cuando transportaban cargamentos legales como parte de su tapadera, y que cuando estaba vacía, como en esos momentos, usaban para plegar los paracaídas. Encontró a Soleil sola. Cuando le preguntó por Eric, esta le dijo que se había ido detrás de Mark en cuanto pudo.
—Parece realmente emocionante —declaró Juan.
—No tanto como cuando me tiré desde la torre Eiffel, pero ha sido divertido.
—Había extendido el parapente sobre el suelo de madera y estaba examinando los tirantes. Era evidente que sabía bien lo que hacía.
—¿Cuántos saltos has realizado?
—¿Salto base o desde un avión? He realizado docenas del primero y cientos del segundo. Juan vio que la expresión angustiada que había oscurecido sus ojos y dominado su rostro casi había desaparecido. Aún quedaba algún rastro cuando trataba de sonreír, como si sintiera que no merecía un momento de felicidad. Cabrillo recordaba haberse sentido igual después de que su esposa fuera asesinada.
Por entonces creía que al reírse de un chiste o al disfrutar de una película estaba deshonrando su memoria. Tan solo era un modo de castigarse por algo que no era culpa suya, y con el tiempo dejó de sentirse así.
—¿Te has tirado alguna vez desde el puente New River Gorge? Ubicado en Virginia Occidental, tenía una altura de doscientos sesenta y siete metros y estaba considerado uno de los mejores lugares del mundo para saltar.
—Por supuesto —respondió, como si le hubiera preguntado si respiraba—. ¿Y tú?
—Cuando me entrenaba para una organización para la que trabajé en otra época, un puñado de hombres cruzamos el puente y saltamos.
—Linda me ha dicho que estuviste en la CIA.
—Juan asintió y ella le preguntó—: ¿Fue emocionante?
—La mayor parte de los días era tan aburrido como un trabajo de oficina. Otros, tienes tanto miedo que, hagas lo que hagas, las manos no dejan de sudarte.
—Creo que ese es el verdadero peligro —declaró—. Lo que yo hago es una ilusión.
—No sé qué decirte. Que te dispare un guardia fronterizo o que te falle el paracaídas a más de tres mil metros de altura tiene efectos muy parecidos. Los ojos de Soleil se iluminaron ligeramente.
—Ah, pero llevaba un paracaídas de reserva.
—Ya sabes a qué me refiero. La sonrisa que esbozó le dijo que lo sabía.