—Señaló hacia una maleta justo a un lado de la puerta del baño; Juan reconoció que procedía de la sección de vestuario del taller de magia. Linda y Kevin Nixon se habían encargado de equiparla.
—Por supuesto —convino al instante—. Si necesita cualquier cosa, no dude en pedírselo a cualquier miembro de la tripulación. Aunque no la hayamos encontrado donde esperábamos, todos se alegran de que esté usted sana y salva.
—Gracias por todo.
—El cóctel se sirve en el comedor a las seis. La cena es informal, pero me pondré mi capa para usted. Ella esbozó una sonrisa llena de tristeza y Cabrillo se marchó. Por fin localizó a Linda en el gimnasio con Eddie Seng. Los dos estaban vestidos con el tradicional kimono de artes marciales, enzarzados en una pelea por dominar el tatami.
—¿No has tenido suficiente acción por un día? —bromeó Juan. Linda estaba que echaba humo por las orejas.
—Esa escoria de Smith me tumbó en la selva, y quiero que Eddie me enseñe qué es lo que hice mal. Seng era experto en diversos estilos de lucha y era el instructor de la Corporación.
—Eso puede esperar. Tengo que hablar contigo. Linda le hizo el saludo a Eddie y cruzó las colchonetas con los pies descalzos.
—Antes de nada tengo que decirte que Smith no dijo demasiado. En cuanto llegamos a Yangon me inyectó algo.
—Y despertaste en el helicóptero de camino a la plataforma.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó enarcando una ceja.
—Soy Superman. En realidad, acabo de hablar con Soleil.
—Hablar, ¿eh? Juan no mordió el anzuelo.
—¿Iba Smith contigo en el helicóptero?
—Sí. Y tenía la bolsa. Además, cometió un único error. La tenía en el suelo entre el piloto y él y la abrió justo antes de que aterrizásemos. Dentro había cristales de rubí, de los grandes. Diría que de treinta centímetros o más de largo, y ya habían sido tallados y pulidos. Jamás he visto nada parecido en mi vida. Cabrillo no lograba creerse que todo aquello fuera una elaborada trama de contrabando. Tenía que haber algo más. Linda continuó hablando:
—Una vez que tomamos tierra seguí fingiendo estar inconsciente. Me llevaron directamente a la celda con Soleil, así que no sé si Smith se quedó por allí para el último acto.
—Sospecho que no. Bahar se tomó muchas molestias para conseguir esa bolsa. Querría las piedras lo antes posible. Deja que te pregunte una cosa. Descubrí que dos pisos enteros de esa plataforma estaban llenos de ordenadores. Te hablo de miles de máquinas interconectadas. ¿Se te ocurre algo?
—Pregunta a los cerebritos. Mark y Eric son los empollones de la informática.
—¿No se supone que debemos llamarlos técnicos informáticos?
—Conque no soy políticamente correcta, pues demándame. En serio, tendrías que preguntarles a ellos. A mí me metieron en el Agujero Negro de Calcuta en cuanto estuve a bordo. Cabrillo encontró a Mark y a Eric en el camarote de Stone.
Estaban jugando a un videojuego en una pantalla de plasma gigante, que en realidad eran cuatro paneles sin borde juntos. Juan era consciente de que algunos juegos ayudaban a potenciar las habilidades, pero no veía qué tenía de beneficioso que los dos condujeran un coche de dibujos animados, con lo que parecía ser un oso hormiguero al volante, por un centro comercial.
—Supongo que no os habéis enterado.
—¿De qué?
—De que la hija de Croissard estaba también en esa plataforma. De que la utilizaron para llegar hasta nosotros. Y de que MacD Lawless es un espía.
—¿Qué? —espetaron al unísono.
—Resulta que el malo malísimo es Gunawan Bahar. Es el cerebro que lo ha planeado todo. De modo que vuestra prioridad es no dejar piedra sin remover sobre su vida. Quiero saber quién es en realidad y qué es lo que busca. Cuando contactamos con Overholt para preguntar por Bahar, nos dijo que la CIA no lo tenía en su punto de mira, así que vais a tener que escarbar un poco más.
—Espera un segundo —dijo Mark—. ¿MacD es un espía? ¿Para quién trabaja? Cabrillo les contó la enrevesada historia, resumiendo que Max y él estaban de acuerdo en que Bahar creía que la Corporación entrañaba una amenaza directa para lo que fuera que hubiera planeado.
—Solo dos cosas más —agregó en un aparte—. Linda vio un par de enormes rubíes pulidos en la bolsa que recuperamos en Myanmar, y yo descubrí que dos de los niveles de la plataforma petrolífera habían sido convertidos en un enorme banco de servidores. ¿Alguna idea? Los dos jóvenes genios se miraron el uno al otro durante un momento, como si sincronizaran sus mentes. Mark fue quien finalmente habló:
—Sean lo que sean, no eran rubíes. El corundo, que es el mineral básico del que se componen los rubíes y los zafiros... y cuya diferencia radica en la presencia de rastros minerales que les proporcionan el color: cromo para el rubí, hierro o titanio para el zafiro... tiene una estructura cristalina hexagonal, pero es tabular en vez de laminada. Cabrillo se mantuvo impasible, aunque por dentro estaba gritando «¡Hablad claro para que os entienda!».
—Lo que quiere decir —tradujo Stone— es que los rubíes no se forman de manera longitudinal como las esmeraldas o el cuarzo, así que es poco probable que Linda viera rubíes de treinta centímetros de largo. Eran otro tipo de cristales. Aquello apoyaba su teoría de que no se trataba de contrabando de piedras preciosas, pero la información no hacía que estuviese más cerca de descubrir la verdad.
—¿Qué me decís de todos esos ordenadores?
—Es evidente que Bahar necesitaba hacer grandes cálculos, pero sin saber más sobre él y sus objetivos es imposible saber nada con exactitud —repuso Mark.
—Pues ya tenéis vuestras órdenes. Quiero respuestas. —Las tendrás, jefe —contestó Stone.
John Smith descendió la escalerilla del jet privado y se fundió en un fraternal abrazo con Gunawan Bahar.
—Lo has hecho bien —dijo Bahar, haciendo que Smith se separara un poco para poder mirarle a los ojos.
—Ha sido más fácil de lo que preveíamos, sobre todo después de que llegaras a un acuerdo con el ejército. Los dos hablaron en inglés, el único idioma que tenían en común. Smith había adoptado el nombre de guerra anónimo cuando se unió a la Legión Extranjera. En realidad se llamaba Abdul Mohammad, natural de Argelia, y al igual que muchos de sus compatriotas, por sus venas corría gran parte de sangre francesa después de ciento treinta años de ocupación colonial.
Además, como les sucedía a muchos en su país, cuarenta años de independencia no habían atenuado el odio que sentía por los antiguos señores de su nación. Pero en lugar de luchar como un insurgente en su propia patria, contra un gobierno que consideraba corrupto por las influencias occidentales, había decidido luchar contra la bestia desde dentro y unirse a la Legión como medio de obtener adiestramiento militar y aprender a congraciarse con los europeos para poder hacerse pasar por uno de ellos sin problemas.
Después de cumplir los cinco años de servicio en la Legión, se marchó para unirse a los
muyahidines
en su lucha contra los rusos en Afganistán. Disfrutó de la guerra, pero el nivel de ignorancia que encontró entre las gentes fue una sorpresa. Descubrió que todos eran campesinos supersticiosos que pasaban tanto tiempo peleando entre ellos como luchando contra los soviéticos. Incluso el gran caudillo Bin Laden era un lunático paranoico que en realidad creía que una vez que los rusos fueran expulsados deberían extender la lucha contra los infieles a Occidente.
A pesar de haber sido un playboy en su juventud y disfrutar en las ciudades europeas, Osama nunca comprendió las ventajas de un ejército occidental. Combatir a los reclutas rusos en suelo extranjero para ellos era muy diferente a enfrentarse a Estados Unidos. Bin Laden llegó a creer que las operaciones de mártires, como le gustaba llamar a los terroristas suicidas, causarían la destrucción del mundo occidental. Abdul Mohammad quería ver a Estados Unidos de rodillas, pero comprendía que volar por los aires unos cuantos edificios no iba a cambiar nada.
De hecho, reforzaría la resolución de las víctimas y acarrearía represalias rápidas y fulminantes. Aunque ignoraba cuál era, sabía que había un modo mejor. Años más tarde, mucho después de que Bin Laden destruyera las Torres Gemelas y prendiera el polvorín que había causado un daño mayor al mundo musulmán que al occidental, Mohammad conoció a Setiawan Bahar, hermano de Gunawan y tocayo del hijo de este.
El chico utilizado en la operación afgana en realidad no era su sobrino, sino un golfillo callejero al que habían entrenado con sumo cuidado para que no hablara con los infieles. Cuando se conocieron, Mohammad estaba trabajando para una empresa de seguridad privada en Arabia Saudí; las llamas de la
Yihad
se habían enfriado en sus entrañas. Los hermanos Bahar se encontraban en el país en una época en la que los fundamentalistas wahabís atacaban los intereses occidentales.
Los dos estuvieron visitando instalaciones de producción de crudo, interesadas en comprar paneles electrónicos a una de sus empresas en Yakarta. Mohammad fue su guardaespaldas durante dos semanas, y de ahí en adelante había sido su empleado a tiempo completo. Le utilizaron para su propia empresa de seguridad además de para lo que ellos llamaban «proyectos especiales», que iban desde el espionaje empresarial a secuestrar a miembros de familias rivales para hacerse con contratos mediante ofertas de menor cuantía.
Los hermanos Bahar, y más tarde solo Gunawan, tras la muerte por cáncer de pulmón de Setiawan, ponían mucho cuidado en protegerse de cualquier consecuencia de sus negocios más agresivos. El que la Corporación no pudiera averiguar que eran los propietarios de la J-61 era prueba de su cuidado y precaución. Lo que unió a los tres hombres fue su creencia en que las tácticas de Bin Laden estaban abocadas al fracaso.
Tenían en común el deseo de que Occidente dejara de intervenir en Oriente Medio y el firme convencimiento de que no lograrían algo así mediante el terrorismo. De hecho, lo que hacía era provocar más intervenciones. Lo que el mundo musulmán necesitaba era sacarle ventaja a Estados Unidos. Dado que los dos bandos necesitaban petróleo —el uno para hacer funcionar sus fábricas y vehículos; el otro, por los ingentes ingresos que generaba— debían encontrar otra cosa.
Cuatro años antes, Gunawan había leído un artículo en una revista científica, que encontró nada menos que en la sala de espera de su dentista, y de ese modo descubrió la forma de hacerse con esa ventaja. Había puesto a Abdul a cargo de dicha empresa y le había otorgado recursos casi ilimitados. Pusieron a trabajar a las mentes más brillantes del vasto imperio de los Bahar, y cuando era necesario contaban con contratistas de fuera. El proyecto era tan vanguardista que el secreto se daba por hecho, y no era necesario explicar nada a los empleados, si bien solo unos pocos escogidos conocían el uso final del dispositivo en el que trabajaban frenéticamente.
Hacía ya un año que estaba listo, a falta tan solo de un componente fundamental, que Abdul por fin había encontrado gracias a un desconocido investigador británico. Este había unido las piezas de una leyenda de ochocientos años de antigüedad, que condujo a Mohammad hasta un remoto templo perdido en una de las selvas más impenetrables del mundo. Muhammad se descolgó la bolsa del hombro y abrió con cuidado la solapa. La brillante luz del sol que caía a plomo sobre el asfalto del aeropuerto hizo que las piedras centellearan como una fogata.
—Enhorabuena, amigo mío —le felicitó Bahar con afecto, y los dos se encaminaron hacia una limusina que los estaba esperando—. Esto se ha convertido en una obsesión para ti tanto como para mí. Dime, ¿el templo era tal y como Marco Polo se lo describió a Rusticiano?
—No. Los monjes realizaron muchas ampliaciones a lo largo de los años. La cueva original de la que extrajeron los cristales seguía allí, pero habían construido edificios que descienden por los acantilados y habían empezado a tallar imágenes paganas en la pared opuesta del cañón. A juzgar por el grado de deterioro, diría que lo abandonaron en la época en que la actual Junta se hizo con el poder. —Resulta curioso que se dejaran las últimas piedras —musitó Bahar mientras el chófer le abría la puerta.
—Se llevaron su estúpida estatua, pero abandonaron las gemas. Quizá con los siglos se perdiera el conocimiento de su existencia. Marco Polo decía que solo el sumo sacerdote sabía de ellas, y que a él le revelaron el secreto únicamente porque portaba el sello del Khan.
—Tal vez —farfulló Bahar, que había perdido interés en la conversación—. Basta con que hayas podido localizarlas. Abdul había enviado equipos de investigadores y archiveros a buscar por todo el globo aquellos cristales después de hallar una diminuta muestra en la tienda de un comerciante de antigüedades de Hong Kong y de descubrir que tenían la estructura interna especial necesaria para hacer funcionar su dispositivo. Y su superior no se equivocaba al afirmar que aquello se había convertido en una obsesión.
Había recabado y retenido en la memoria tanta información sobre cristales que casi con toda seguridad podría sacarse el título de gemología. Había visitado personalmente depósitos y minas desde Escocia hasta Japón, pero el golpe de suerte le llegó cuando uno de los investigadores a sueldo, bastante fanático de Marco Polo, asistió a la conferencia en Coventry, Inglaterra, ofrecida por el codicioso William Cantor.
Cuando Mohammad escuchó la historia sobre las armas que funcionaban mediante unos cristales, tomó un vuelo a Inglaterra aquella misma noche junto con un ayudante y fue a conocer a Cantor cuando dio su siguiente conferencia. Tenía que reconocerle cierto mérito a Cantor, ya que había intentado abstenerse de contarle a Abdul quién era y dónde vivía el actual propietario del manuscrito de Rusticiano.
Una vez que se deshicieron del cadáver de Cantor, se colaron en una húmeda y fría mansión al sur de Inglaterra, mataron al viejo, cogieron el manuscrito y prepararon el escenario para que pareciera un robo que había salido mal. Abandonaron el país sin contratiempos antes de que ninguno de los dos crímenes fuera descubierto.
Un traductor contratado pasó varias semanas trabajando en el documento, obteniendo detalles de las observaciones de Marco Polo sobre la batalla y su último viaje para encontrar la mina de la que procedían los cristales que habían cegado a los vigías de la ciudadela.
Abdul sabía que en esa mina se encontraban piedras iguales que las pequeñas esquirlas que había hallado en Hong Kong. Como era natural, tendrían que someterlas a pruebas, pero eran las propiedades ópticas que describía Marco Polo las que necesitaban para su proyecto. No podía tratarse de una coincidencia.