La selva (38 page)

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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
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—¿Alguna sugerencia en cuanto a qué debemos hacer? —preguntó el presidente con la voz mucho más baja de lo que pretendía.

—Encontrar a los responsables y crucificarles —bramó el vicepresidente.

—¿Desde dónde enviaron el fax? —preguntó el director de la NSA.

—Caballeros —intervino Fiona con mordacidad—, ¿de veras creen que podremos atrapar a quienquiera que orquestó el robo de los códigos de autenticación presidenciales utilizando los métodos tradicionales de la policía? Este tipo no entró en una oficina de Kinko’s de Mass Avenue para enviar su mensaje. La señal saltó por todo el planeta durante un par de horas antes de llegar al despacho de Eunice. Jamás podremos rastrearlo. Tenemos que abordarlo desde otra perspectiva. ¿Quién se beneficia de esto?

—Al-Qaeda encabeza la lista —respondió el almirante condecorado, jefe del Estado Mayor.

—¿Les parece algo propio de ellos? —contraatacó Fiona—. Si poseyeran tanto poder, habrían lanzado un ciberataque que nos devolvería a la Edad de Piedra. No habría exigencias ni avisos. No, no son ellos. Es alguien nuevo.

—¿Alguna idea? —preguntó el director de la CIA.

—Me temo que eso es cosa tuya.

—Yo también he pensado en al-Qaeda, pero tu argumento ha sido convincente. Hablaré con mi gente a ver si hay alguien más con los recursos necesarios para llevar a cabo algo así.

—Digamos que cortan la electricidad en Troy —aventuró Les Jackson—. ¿Cuál va a ser nuestra respuesta? ¿Qué hacemos? Supondría un suicidio político poner fin a la ayuda a Israel o anunciar que esas son nuestras intenciones. Otro tanto sucede si liberamos a los prisioneros de Guantánamo. Fiona Katamora se pasó los dedos por su cabello negro como signo de frustración.

—No se trata de política, Les. Hemos sido testigos de una demostración que nos dice que estamos a merced de esta persona. Ha pirateado los códigos más seguros del mundo y nos los ha arrojado a la cara. O le damos lo que pide o nos enfrentamos a las consecuencias como una nación, no como un partido político o como una administración de gobierno. ¿Cedemos o nos hundimos juntos?

—Se volvió hacia el hombre que estaba al mando—. Esa es la cuestión, señor presidente. Un asistente llamó a la puerta y entró cuando el presidente le dio permiso.

—Señor, tenemos información de última hora. El número de remitente impreso en el fax es falso. Dicho número no figura ni ha figurado nunca en ninguna base de datos del mundo. Y la centralita de la Casa Blanca no tiene constancia de que se haya producido esa llamada.

—¿No hay constancia? ¿Es que a tu secretaria le ha dado un patatús? —preguntó el director de la NSA al presidente—. ¿Es esto lo que entiende por una broma? El presidente no sabía qué responder a eso pero, aun sabiendo que no era posible, esperaba con toda su alma que su más antigua y leal secretaria estuviera mentalmente enferma y que les hubiera gastado una broma cruel.

—Una cosa más —prosiguió el asistente—. A mediodía se ha producido un apagón en Troy, Nueva York, que ha durado exactamente sesenta segundos. No ha habido otras zonas afectadas a pesar de que la central local suministra energía a las regiones circundantes. Por el momento se desconoce el motivo del fallo y por qué ha vuelto la luz.

—Santo Dios —dijo alguien—. Es en serio. Fiona continuó leyendo el pie del fax: Estas son demostraciones pequeñas e inofensivas de nuestras capacidades. No somos bárbaros. Apreciamos la vida, pero si no se cumple una sola de nuestras demandas, destruiremos su país. Lloverán aviones del cielo, explotarán refinerías y la electricidad será cosa del pasado. A la larga, todos los habitantes del planeta se convertirán a la fe verdadera, pero estamos dispuestos a permitir la coexistencia por ahora. Fiona levantó la vista.

—Es en serio.

19

Smith había cometido un error una semana antes. Por fin había cedido a las incesantes llamadas de MacD para que le enseñara a su hija por videoconferencia como prueba de vida. Y dado que creía que Lawless seguía estando bajo su control, no se mostró demasiado cuidadoso con la seguridad informática. La videollamada duró solo unos pocos y desgarradores segundos, pero Mark y Eric rastrearon la fuente sin problemas. Antes de eso, la Corporación no había hecho ningún progreso en la investigación sobre Gunawan Bahar. Tal y como sospechaba Cabrillo, los secuestradores no se habían llevado a Pauline Lawless demasiado lejos de donde la habían raptado.

De hecho, tenían retenida a la pequeña dentro del célebre Lower Ninth Ward de Nueva Orleans, una zona tan afectada por el huracán Katrina que gran parte seguía en ruinas. Era una decisión táctica inteligente, pues de ese modo tendrían más posibilidades de integrarse y no levantar sospechas. Cabrillo, Lawless y Franklin Lincoln volaron a Houston, donde la Corporación disponía de un piso franco.

Tenían una docena de ellos repartidos por ciudades portuarias de todo el mundo y se usaban principalmente como almacén de armas y de equipo que, de otro modo, tendrían problemas para pasar por las aduanas. Incluso los aviones de la Corporación estaban sujetos a registros, y aunque podían sobornar a oficiales de todo el mundo, no era buena idea intentarlo en Estados Unidos. Alquilaron un sedán que no llamase la atención en Hertz, saquearon la habitación acorazada del piso franco y pusieron rumbo a Nueva Orleans sin perder tiempo. Recorrieron los quinientos sesenta y tres kilómetros respetando el límite de velocidad y todas las normas de tráfico. Cabrillo ordenó a Lawless que condujera él.

No porque el brazo le molestara, ya que volvía a estar al ochenta por ciento, sino porque quería que tuviera la mente ocupada en otra cosa que no fuera su hijita de seis años. La primera parada fue en casa de los padres de Lawless. Los secuestradores habían dicho a los aterrorizados abuelos que cuidaban de la pequeña que si llamaban a la policía se verían obligados a matarla. Llevaban semanas viviendo con el miedo en el cuerpo.

A pesar de lo mucho que a MacD le hubiera gustado llamarlos, convino con Cabrillo que era posible que uno de los secuestradores se hubiera quedado en la casa o les hubiera pinchado el teléfono. La casa estaba ubicada en una bonita parcela con imponentes robles cubiertos de musgo negro. Muchas de las casas eran de ladrillo y habían resultado ilesas tras el paso del huracán. MacD aparcó calle abajo, lejos de la casa de sus padres, y esperó al volante mientras Cabrillo y Linc iban a comprobar si la casa estaba vigilada. Ambos llevaban cascos y monos con los que fácilmente podían hacerse pasar por operarios públicos.

Cabrillo llevaba un sujetapapeles y Lincoln, una caja de herramientas. No había ninguna furgoneta aparcada en la calle, un puesto de observación habitual, ni coches con los cristales tintados, otro detalle revelador. Todos los caminos de entrada estaban muy cuidados. Ese era un detalle importante, ya que si los secuestradores se habían apostado en la casa de un vecino para vigilar a los Lawless, no se expondrían conduciendo un cortacésped por la propiedad. Pasaron quince minutos comprobando los contadores de gas al tiempo que vigilaban la casa por si alguien que se hubiera escondido dentro movía una cortina. Los pocos vehículos que pasaban por la tranquila calle no les prestaron atención.

Tampoco redujeron la velocidad ni se detuvieron.

—Creo que está despejado —dijo Linc. Cabrillo estuvo de acuerdo. Escribió algo en el sujetapapeles en letras grandes y bien marcadas, y los dos se aproximaron a la puerta. El llamador de latón había sido pulido recientemente y habían barrido las escaleras, como si las pequeñas tareas domésticas pudieran disminuir el sufrimiento de la pareja. Llamó con fuerza a la puerta y al cabo de un momento una atractiva mujer de unos cincuenta y cinco años les abrió. Sostuvo en alto el sujetapapeles para que ella pudiera leer lo que había escrito y le preguntó:

—Señora, hemos recibido informes de fugas de gas en esta zona. ¿Ha tenido algún problema? En el sujetapapeles leyó: «Hemos venido con MacD. ¿Están solos?».

—Hum, no. Quiero decir, sí. No... aquí no hay nadie.

—Entonces comprendió la situación y su voz se elevó dos octavas—. ¿Están con MacD? ¿Se encuentra bien? ¡Ay, Dios mío!

—Se giró para gritar por encima del hombro—. ¡Mare! Mare, ven aquí. MacD está bien. Juan y Linc entraron con tacto, aunque de forma firme, cerrando la puerta. Un setter irlandés salió al recibidor para ver a qué se debía el alboroto, moviendo la peluda cola con gran entusiasmo.

—Señora Lawless, le ruego que no alce la voz. ¿Entraron en la casa los hombres que se llevaron a su nieta?

—¿Qué pasa? —preguntó una voz masculina desde el interior de la casa.

—No. Nunca. Se la llevaron mientras la vigilaba en un parque cercano. Brandy, abajo —le dijo al perro, que intentaba lamerle la cara a Linc. Este ignoró al chucho y continuó mirando el detector de dispositivos de escucha mientras revisaba la entrada—. Me dijeron que la soltarían pronto, pero que la matarían si intentaba ponerme en contacto con la policía. Mi marido y yo estamos muertos de preocupación desde entonces. Marion Lawless II apareció en la estancia, ataviado con una camisa vaquera y unos chinos.

El hijo era la viva imagen del padre, sobre todo los ojos de color jade y el pequeño hoyuelo de la barbilla.

—Mare, estos hombres han venido con MacD. Juan le ofreció la mano.

—Me llamo Juan Cabrillo. Este es Franklin Lincoln. Hemos estado trabajando con su hijo para rescatar a Pauline. En cuanto terminaron con las presentaciones, el director llamó a Lawless desde un móvil desechable y le dijo que todo estaba despejado, pero que de todos modos entrase por detrás.

—Lo último que supimos fue que MacD había dejado de trabajar para esa empresa de seguridad después de que algo malo le sucediera en Afganistán —dijo el señor Lawless.

—Es una historia muy larga y complicada. Dejaré que se la cuente su hijo cuando llegue. Solo queríamos avisarles de que hemos localizado a Pauline y que vamos a recuperarla.

—¿Y los animales que se la llevaron? —preguntó Kay. A juzgar por su tono de voz estaba claro cuál era el destino que prefería para ellos. Tal vez fuera una delicada dama sureña, pero tenía nervios de acero.

—No se preocupe más por eso —le aseguró Juan, y ella comprendió lo que le estaba diciendo.

—Bien. —Sin embargo, una vez que la tengamos necesitaré que desaparezcan durante un tiempo hasta que atrapemos a la gente que ordenó el secuestro de Pauline. Si no tienen un sitio al que ir, podemos llevarlos a un hotel. Mare Lawless levantó una mano.

—No es necesario. Un viejo amigo mío tiene una casita en el golfo que nos deja usar siempre que queremos. Juan consideró aquella opción y decidió que parecía bastante segura.

—Es perfecto —convino—. Esto podría llevarnos un par de semanas.

—Tómense el tiempo que necesiten —se apresuró a contestar Kay, con la resolución de una mujer que protege a los suyos. Se dio la vuelta cuando llamaron a la puerta corredera que conducía al patio trasero. Profirió un gritito de alegría al ver a su hijo junto a la mesa y las sillas de mimbre.

Descorrió el pestillo y dio un fuerte abrazo a MacD mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Marion padre se unió a ellos y rodeó a su familia con los brazos. Él también estaba llorando de alegría, y de remordimiento por no haber sido capaz de proteger a la única hija de MacD.

Siendo honesto consigo mismo, la escena hizo que a Juan se le formara un nudo en la garganta. Solo se quedaron una hora. Cabrillo quería que hubiese suficiente luz para localizar y estudiar la casa que estaban utilizando los secuestradores. MacD les explicó todo a sus padres, omitiendo tan solo el trato recibido a manos de los carceleros de la prisión de Insein, lo sucedido en el puente de cuerda y algunos otros detalles que creía que era mejor que no supieran. Aun así la historia era lo bastante desgarradora como para que Kay Lawless palideciera a pesar del bronceado que lucía. Se despidieron entre sonrisas y más lágrimas. MacD les prometió que volvería a casa tan pronto atraparan a las personas que estaban detrás del secuestro de Pauline.

El vecindario donde se había originado la videoconferencia no había sido adoptado por ninguna celebridad ni tampoco había recibido una generosa subvención. Aunque muchas de las casas seguían abandonadas, al menos habían quitado la mayor parte de la basura. Aquella había sido la sección de Nueva Orleans más afectada cuando reventaron los diques y se había convertido prácticamente en un lago durante los días posteriores al paso del Katrina. Cerca de allí había solares vacíos plagados de escombros de hormigón que señalaban en lugar donde antes se alzaban las casas familiares. Linc dejó a MacD y a Cabrillo en una cafetería no lejos de su objetivo.

En aquella zona, dos hombres blancos y uno negro en el mismo coche resultarían sospechosos y los creerían polis, sin importar quién estuviera al volante. Regresó media hora más tarde y se sirvió una taza del café de achicoria que Juan había pedido.

—¿Y bien? —preguntó Cabrillo una vez que Linc dejó de poner mala cara ante el sabor amargo del café.

—Qué asco —declaró—. Vale, las fotografías del satélite que tenemos son un poco antiguas. Las dos casas que hay detrás de la que nos interesa han sido demolidas, y las parcelas son prácticamente selvas. Las que están a uno y otro lado siguen en pie y están completamente abandonadas. Hay familias viviendo al otro lado de la calle. He visto bicicletas de niño encadenadas en los patios y juguetes y otros trastos en los jardines, así que debemos tener cuidado.

—¿Qué hay de los secuestradores? —preguntó MacD, cada vez más impaciente.

—No se han dejado ver en ningún momento. Las cortinas están todas corridas, pero creo que hay pequeños agujeros en los bordes para poder ver el exterior y solo un mirón podría ver el interior. Y Juan, tenías razón acerca del jardín. Parece un bufet para cabras. Esos tipos están bien escondidos y lo más probable es que solo salgan de noche a comprar comida en algún supermercado a kilómetros de aquí.

—¿Lo que se ve en las fotos es un garaje anexo?

—Sí.

—¿Has tenido ocasión de realizar un escáner térmico?

—No. Parecería sospechoso, y aún hace demasiado calor en la calle. La diferencia de temperatura no es suficiente para tomar una buena lectura. Cabrillo ya lo había imaginado, pero tenía que preguntar de todas formas.

—De acuerdo. Pasaremos desapercibidos hasta que sea el momento de actuar y entraremos a las tres.

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