Nos dejaban en la selva con una cantimplora y un machete, y luego cronometraban el tiempo que tardábamos en regresar a la base. Era tan densa que el mejor avanzaba poco más de kilómetro y medio al día.
—Todos hemos estado en un lugar así —medió MacD—. Comparo los pantanos de Georgia con cualquier jungla sudamericana.
—¿Ranger? —inquirió Smith reconociendo que la academia de adiestramiento de los Rangers se encontraba en Fort Benning, Georgia.
—Sí. —Y usted, señorita Ross, ¿qué experiencia tiene? Linda le brindó una sonrisa presuntuosa que le indicó lo bien que se le daba el toma y daca.
—A una dama jamás se le pregunta por su pasado. Smith sonrió.
—
Touché
. Juan desplegó un mapa que había llevado consigo al comedor y sujetó las esquinas con una taza de café y un plato con los restos de un pastel de arándanos, que se alegraba que Smith no hubiera probado, pues era el mejor que había comido en su vida.
—Bien, llevaremos el
Tyson Hondo
hasta aquí.
—Señaló un punto justo frente a la costa meridional de Bangladesh.
Tyson Hondo
era el nombre que en esos momentos figuraba en la popa del
Oregon
, y así era como lo habían estado llamando desde que Smith subió a bordo—. No hay demasiado allí. Solo algunos pueblos pesqueros y clanes nómadas que viven en sus barcas. Ojalá pudiéramos volar de noche, pero bajar el bote en este río de aquí es demasiado peligroso en la oscuridad.
—Había puesto el dedo en un punto a unos ciento sesenta kilómetros tierra adentro, bien pasada la frontera de Myanmar. No hay bases militares tan al norte, así que no tenemos que preocuparnos de que nos avisten, pero volaremos a ras de tierra todo el tiempo que estemos dentro.
—¿Está capacitado su piloto?
—Se lo arrebatamos al 160º SOAR —respondió Juan, refiriéndose al regimiento de aviación de Operaciones Especiales del ejército de Estados Unidos.
—Así que lo está.
—Más que eso. Desde allí remontaremos río arriba a motor. Estos mapas son pésimos, pero parece que el río nos llevará a unos tres kilómetros de la última posición de Soleil y su acompañante. Bien, como podéis ver por estas dos posiciones determinadas, no se ha alejado mucho desde la última vez que se comunicó con su padre.
—¿Es eso significativo? —preguntó Smith.
—No lo sé —repuso Cabrillo—. Tal vez. Todo depende de lo que haya en esa zona de la selva en particular. En su última llamada dijo que estaba cerca de algo, pero que había alguien más acercándose.
—Si se me permite hacer una conjetura —intervino Linda, y prosiguió al ver que los hombres dirigían la mirada hacia ella—: Por lo que he leído sobre la chica, Soleil Croissard es una temeraria, pero no hace publicidad de sus aventuras. No le va eso de ver su nombre en los tabloides. Solo se pone metas descabelladas y luego las tacha de su lista cuando ha conseguido realizarlas. Carreras de coches, tachado.
Los picos más altos del mundo, tachado. Hacer submarinismo entre tiburones blancos, tachado. Mi teoría es que sea lo que sea lo que está buscando, no es algo sobre lo que vaya a hablar al mundo entero. Busca algo para ella misma.
—Pues tiene que ser la rehostia para cruzarse Myanmar a pie —terció Max—. No solo es el terreno, sino que hay traficantes de opio y tiene uno de los gobiernos más represivos del mundo al que nada le gustaría más que capturarla para llevarla a juicio con fines propagandísticos.
—¿Podría tratarse de algo tan sencillo? —preguntó Juan a Smith.
—Qué sé yo. A monsieur Croissard no le contó por qué hacía esto.
—Si ese es el caso —adujo MacD—, ¿por qué no ha avanzado más que dieciséis kilómetros en casi dos semanas?
—No tenía la respuesta a eso—. ¿Y si se considera una Lara Croft de carne y hueso? ¿Hay algún templo antiguo o algo semejante en esa selva?
—Es posible —replicó Juan—. El imperio de Angkor tuvo una gran expansión. Es probable que hubiera otras civilizaciones importantes antes o después. No conozco su historia tan bien como debería.
—No entiendo qué importa por qué esté allí —interpuso Smith—. Rescatarla debería ser la única preocupación. Cabrillo se dio cuenta de que Smith tenía la mentalidad de un adepto. Recibía órdenes, las ejecutaba y seguía adelante sin realizar la más mínima reflexión al respecto. Aquello mostraba que carecía de imaginación, a diferencia de MacD Lawless, que era capaz de ver las ventajas de comprender las motivaciones de Soleil Croissard.
La razón de que la joven estuviera allí era un factor importante que influía en la forma de rescatarla. ¿Y si había viajado hasta ese lugar para llevar a cabo una compra importante de opio? Cabrillo dudaba que ese fuera el caso. A los traficantes no les gustaba que los interrumpieran en medio de un trato. ¿Y si había ido para reunirse con algún activista de derechos humanos fugado al que perseguía un ejército entero?
Especular en esos momentos acerca de su presencia allí podría salvar vidas más tarde. No esperaba que alguien como Smith lo comprendiera. Recordó la primera impresión que se había llevado en el hotel Sands de Singapur. El tipo no era más que un guardaespaldas a sueldo, un matón al que Croissard había refinado un poco para que encajase en la sociedad educada y pudiera hacer el trabajo sucio al banquero.
—Dado que el tiempo es crucial —declaró Juan, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Smith—, dejaremos eso por el momento. Y como ninguno podemos hacernos pasar por nativo, no tiene sentido intentar integrarnos según las armas que llevamos. John, ¿tú cuál prefieres?
—Una MP5 y una Glock 19.
—Muy bien. Mañana a las ocho en punto me reuniré contigo en la cubierta de popa con una de cada. Puedes probarlas todo lo que quieras. MacD, ¿quieres un Barrett REC7 como el que llevábamos en Afganistán?
—Cabrillo formuló la pregunta de manera que Smith creyera que Lawless llevaba tiempo con la Corporación.
—Nos salvó bien el trasero, según recuerdo. Y una Beretta 92, como la que me dio el Tío Sam.
—¿Linda? —preguntó Juan para hacer que aquello pareciera el procedimiento normal en una operación—. ¿Qué le pido al armero?
—Un REC7 y también una Beretta. El Tío Sam me enseñó a dispararla, pero a mí no me la regaló.
—A decir verdad —apostilló MacD con picardía—, yo más o menos la birlé. Smith debió de notar que la reunión se estaba desviando de su rumbo, porque se aclaró la garganta y dijo:
—No tengo hijos, así que no sé la angustia que en estos momentos debe de estar padeciendo monsieur Croissard. El
joven
Lawless me dijo cuando veníamos en el helicóptero que tiene una hija en Estados Unidos.
Tal vez él pueda imaginar lo que está pasando mi jefe. Clavó la mirada en MacD de forma deliberada, y este asintió.
—Si algo le sucediera a mi pequeña, perseguiría y destriparía a la persona responsable.
—La sola idea de que hicieran daño a su hija hizo que su rostro enrojeciera y tiñó su voz de cólera.
—Lo entiendo. Y eso es precisamente lo que monsieur Croissard espera de nosotros. Si, Dios no lo quiera, le ha pasado algo a Soleil, debemos estar preparados para vengarla por él.
—No es eso lo que acordamos —repuso Cabrillo, sin gustarle un pelo el rumbo que estaba tomando la conversación. Smith se llevó la mano al bolsillo de atrás para sacar su billetera y extrajo un trozo de papel. Lo desdobló y lo dejó sobre la mesa.
Era un cheque al portador por un valor de cinco millones de dólares.
—Ha dejado a mi criterio que te entregue esto si creo que te lo has ganado. ¿Te parece bien? Cabrillo le miró a los ojos sin pestañear. Durante un instante pareció vibrar la electricidad entre ellos. El resto de los presentes en la mesa podían sentirlo.
Pasaron diez segundos, luego quince. Si hubieran estado en el salvaje Oeste, los que estaban en la habitación se habrían disgregado intuyendo un tiroteo. Veinte segundos. El ex legionario bajó la vista y cogió de nuevo el cheque. Había parpadeado.
—Esperemos que no se dé el caso, ¿eh?
—Esperemos que así sea —respondió Juan, y se recostó para apoyar un brazo sobre el respaldo de su silla en una estudiada pose relajada. Al día siguiente, Smith se reunió con Cabrillo en la cubierta de popa tal y como habían acordado.
Esa mañana ambos llevaban pantalones de camuflaje y una sencilla camiseta de color caqui. Habían colocado una mesita plegable cerca de la oxidada barandilla, con las armas que Smith había pedido y cargadores extra, así como varias cajas de munición de 9 milímetros, ya que tanto la pistola como el subfusil llevaban la misma. Había, además, dos pares de auriculares y varios bloques de hielo teñido de amarillo en una nevera debajo de la mesa.
El gran MD 520N estaba estacionado justo encima de la bodega de popa, sus aspas plegadas y las protecciones instaladas sobre la toma de aire y el tubo de escape. Normalmente el helicóptero se guardaba dentro del casco gracias a una plataforma hidráulica pero, al igual que Juan había hecho con todo lo demás desde que Smith estaba a bordo, no quería descubrir su jugada con respecto a su barco y a sus auténticas capacidades. Había retirado la lona gris de encima de la LNFR, que se encontraba sobre la penúltima bodega de popa. Dos miembros de la tripulación estaban realizando una última y superficial inspección al aparato.
—¿Has dormido bien? —preguntó Juan, de primeras. A continuación le ofreció la mano para demostrarle que no había resentimiento por el pulso de las miradas de la noche anterior.
—Sí, bien. Gracias. He de decir que preparan un café delicioso en tu cocina.
—Es lo único en lo que no escatima esta organización. Me enfrentaría a un motín si sirviéramos otra cosa que no fuera café de Kona.
—No tenía sentido comportarse de manera mezquina y darle bazofia a Smith.
—Sí, he reparado en otras cosas en las que no sois tan... uh... generosos.
—Pasó un dedo por la barandilla y la yema acabó manchada de rojo.
—Puede que no sea un regalo para la vista, pero el viejo
Tyson Hondo
nos lleva a donde tenemos que ir.
—Extraño nombre. ¿Tiene historia?
—Tan solo que ese era su nombre cuando lo compramos, y ninguno tuvimos prisa por cambiárselo. Smith señaló con la cabeza hacia las relucientes armas.
—Veo otra cosa en la que no escatimáis un céntimo. Cabrillo desempeñó el papel de mercenario.
—A un carpintero se le juzga por cómo trata sus herramientas. Esto es lo que nosotros utilizamos para desempeñar nuestro trabajo, así que insisto en tener solo lo mejor. Smith cogió la Glock y la sopesó durante un momento, luego comprobó que la recámara estuviera vacía. La desmontó, echó un vistazo a cada una de las piezas críticas antes de volver a montarla. Hizo lo mismo con la Heckler & Koch MP5.
—Parecen estar en óptimas condiciones. Juan le entregó un par de cascos protectores a Smith mientras se ponía los suyos. A continuación alargó el brazo debajo de la mesa para coger uno de los trozos de hielo amarillo y lo lanzó por la borda tan lejos como pudo.
Este se hundió y desapareció un segundo antes de subir de nuevo a la superficie. Smith insertó un cargador en la H&K y amartilló la compacta arma. Quitó el seguro, seleccionó un único disparo y se la acercó al hombro. Disparó, hizo una pausa y disparó tres veces de forma rápida y sucesiva. Los cuatro disparos alcanzaron el hielo, que a la velocidad a la que el carguero cortaba las aguas se encontraba a más de noventa y un metros a babor cuando impactó el último proyectil.
Smith esperó a que el hielo se alejara un poco más hacia popa, dejando que rayara el máximo alcance efectivo del arma, y disparó dos veces más. La primera bala erró el blanco haciendo que el agua salpicara. La segunda dio justo en el centro del hielo medio derretido y lo partió en dos.
—Buen disparo —declaró Juan—. ¿Otro?
—Por supuesto. Cabrillo arrojó un segundo bloque de hielo por la borda. Esta vez Smith disparó en tandas de tres haciendo añicos el blanco. El bloque se desintegró literalmente. Repitieron el ejercicio con la pistola. Smith vació todo el cargador con el ritmo preciso de un metrónomo. Cada tiro dio en el objetivo.
—¿Satisfecho o quieres continuar?
—Cabrillo tenía que reconocer que Smith sabía hacer bien su trabajo.
—Debo confesar que últimamente no he practicado demasiado con armas automáticas. Está muy mal visto por las autoridades suizas tener una. Así que me gustaría seguir practicando con la MP5.
—No hay problema. Continuaron durante otros veinte minutos. Juan reponía los cargadores mientras Smith destrozaba bloques de hielo. Hacia el final siempre daba en el blanco por mucho que se hubiera alejado su objetivo. La voz de Max surgió de pronto del altavoz montado bajo la pasarela del segundo nivel que rodeaba la subestructura.
—Alto el fuego, alto el fuego. El radar ha detectado algo a cinco millas.
—No queremos que nos oigan —replicó Juan, y le quitó la pistola de las manos a Smith. Sacó el cargador y extrajo el proyectil que había en la recámara—. Yo me quedo con la munición; tú, con las armas. Por precaución. No te ofendas. Haré que alguien te lleve un kit de limpieza a tu camarote. Comemos al mediodía y nos vamos a la una. ¿Necesitas alguna otra cosa?
—Tengo mi móvil, pero ¿qué me dices de una radio táctica?
—Se te entregará una.
—Entonces, por mí todo perfecto.
—Sí —repuso Juan—. Creo que sí. Smith aceptó el cumplido con un gesto.
Sin puertas y sin paneles insonoros, en el interior del helicóptero el ruido era tan ensordecedor como en una fundición durante un vertido. Y eso con la turbina al ralentí. Solo Gomez Adams tenía un asiento en condiciones. Los demás los habían quitado para aligerar el peso.
De modo que Linda, MacD y Smith iban sujetos directamente en el mamparo trasero con bandas elásticas destinadas al cargamento. Entre los pasajeros había una pila con el equipamiento personal, incluyendo comida, armas, munición, un localizador GPS y audífonos tácticos para las radios de combate. Además del que llevaba Smith, Cabrillo y Linda también tenían sus respectivos teléfonos móviles. Juan no se había planteado cargar el equipo en el bote por si acaso le sucedía algo durante el vuelo. Las únicas provisiones que dejó que cargaran en la LNFR fueron setenta litros de agua potable.
Con el calor y la sofocante humedad tropical, calculó que cada uno bebería una media de casi cuatro litros al día. Gomez concluyó la preparación previa al vuelo.