La selva (18 page)

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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
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—¿Todos listos? —Su voz sonó amortiguada a través de los auriculares que todos llevaban puestos. No esperó respuesta antes de aumentar la potencia. El movimiento del rotor lanzaba un chorro de viento huracanado dentro del aparato.

Los auriculares evitaron que a Linda se le volara la gorra de béisbol que llevaba puesta, pero su cabello recogido se sacudía como si fuera la cola agitada de un gato. El ruido y el viento aumentaron haciendo vibrar el aparato como si fuera a desmontarse. Todo se calmó cuando despegó con cuidado de la cubierta. El
Oregon
estaba parado, y no había viento de costado, de modo que Gomez estabilizó el helicóptero sobre la gran «H» pintada en la bodega de carga.

Frente a ellos un jefe de carga observaba el cable de acero sujeto a la grúa del helicóptero. A medida que el aparato ganaba altura iba tirando del cable hasta que finalmente este se tensó. Gomez lo había dirigido hacia delante poco a poco de forma que en el instante en que el cable comenzara a levar la carga estuvieran situados justo sobre la LNFR. Con la precisión de un cirujano, levantó la lancha del soporte donde descansaba.

El aparato había alcanzado el límite de peso que podía cargar y Adams se quedó inmóvil durante un instante, como si quisiera que el helicóptero se acostumbrara al enorme peso que colgaba de su panza. Con igual delicadeza elevó la LNFR de la cubierta. El helicóptero se sacudió mientras elevaba la lancha entre las grúas de popa. Tan pronto alcanzaron una altura superior a la de la barandilla, Adams aumentó la potencia al máximo y pusieron rumbo este hacia la selva, que se extendía justo sobre el horizonte.

—¿Qué tal va? —preguntó Juan al piloto.

—Como si tuviéramos un péndulo lleno de arena de casi una tonelada de peso balanceándose libremente debajo de nosotros. Puede que esa lancha sea muy veloz en el agua, pero en el aire tiene la misma aerodinámica que la puerta de un granero. Espero que no tengas pensado que la transporte de vuelta al barco cuando hayas terminado.

—Me gustaría que así fuera, si es posible —le dijo Juan—. Aunque recuerdo que nuestro contrato recoge que se nos reembolsarían los gastos.

—Bien. Da por perdida esa cosa. La presión que estamos aplicando al fuselaje y a los rotores hace que no merezca la pena llevarla de vuelta. Cabrillo se echó a reír.

Quejarse era el modo que Adams tenía de distender la tensión. Max Hanley hacía lo mismo. Juan notó que el humor le ayudaba un poco, pero lo cierto era que antes de una misión le gustaba acumular dentro el estrés. Era como el muelle de un reloj; era energía que liberaría más tarde, cuando lo necesitara.

Cuanto más peligrosa era la situación, mayor era la tensión y, por tanto, más explosivo se volvía. En esos momentos, y hasta que cruzaran la frontera de Myanmar, estaba completamente relajado. Después de eso, sabía que la tensión iría en aumento. Como de costumbre esperaba no tener que liberarla, al menos no hasta que estuviera otra vez a bordo del barco, bajo el chorro caliente de la ducha después de hacer cien largos en la piscina cubierta del
Oregon
.

Debido a la sobrecarga del helicóptero, Adams mantuvo una velocidad de unos sesenta nudos, pero daba la impresión de que solo habían pasado un par de minutos cuando sobrevolaron una playa de arena blanca a la altura justa para que la LNFR no rozara el manglar que había más allá. Se trataba de una estrecha y pálida franja de arena que separaba una extensión de agua azul de otra extensión igualmente monocromática de selva verde.

Parecía no tener fin, se elevaba y ondulaba siguiendo los caprichos de la topografía, pero cubría cada milímetro de tierra que tenían debajo. Seguían estando en Bangladesh, si bien Juan sabía que la selva se extendía de manera ininterrumpida hasta la costa de Vietnam y que era
terra incognita
: territorio desconocido. Neil Armstrong había descrito en una ocasión la superficie de la Luna como una «magnífica desolación». Aquello era lo mismo, solo que ese paisaje era verde, aunque casi igual de hostil para la vida humana.

Por culpa del sobrepeso, el helicóptero apenas era capaz de mantener la altura necesaria para evitar que la lancha se estrellase contra los árboles más altos. Más que pilotar el aparato, Gomez Adams luchaba por mantenerse en el aire y seguir el rumbo. Hacía rato que había dejado de hacer sus típicos comentarios ácidos. El sudor que le empapaba la cara se debía solo en parte a la humedad. Cabrillo sacó un GPS portátil de una bolsa que llevaba colgada del chaleco y que, en cuestión de un instante, le indicó que estaban a punto de adentrarse en el espacio aéreo de Myanmar.

Ni siquiera se molestó en comunicárselo a los demás. Pero no despegó los ojos de la selva, atento a cualquier señal que indicase que la frontera estaba vigilada.

Habían establecido la ruta para evitar ríos o importantes vías fluviales en vista de que cualquier asentamiento en aquella remota zona del país se levantaría a orillas de los mismos. No había carreteras, y por lo que Cabrillo alcanzaba a ver, tampoco la menor señal de que las máquinas deforestadoras hubieran atacado la selva.

A juzgar por lo que veían sus ojos, daba la impresión de que la raza humana no existiera. El terreno comenzó a elevarse, y Adams siguió su contorno.

La sombra proyectada por el helicóptero saltaba y brincaba por las copas de los árboles. No hacía tanto frío como antes, ya que se estaban desplazando nubes desde el norte. En el cielo encapotado acechaban negros nubarrones de aspecto amenazador que se alzaban en lo alto y en los que restallaban relámpagos.

—Menudo tiempecito os espera —dijo Gomez, sus primeras palabras desde que llegaran a tierra firme.

—¿Cómo no? —replicó Cabrillo—. De no ser por la mala suerte, no tendría suerte en absoluto. Prosiguieron camino durante otra hora internándose profundamente en Myanmar. Adams había pilotado el aparato con destreza y justo como habían planeado, y entonces avistaron su objetivo al sobrevolar un montículo. El estrecho río se abría paso en la selva a través de árboles cuyas copas casi se tocaban. El piloto comprobó el indicador de combustible e hizo algunos cálculos rápidos.

—Lo siento, pero no puedo pasar de aquí. Tal y como están las cosas, si quiero regresar voy a necesitar que el barco se desplace hacia el este para recogerme.

—Recibido. —Cabrillo se volvió en su improvisado asiento para poder mirar a los tres que se encontraban en la zona de carga—. ¿Lo habéis oído? Tenemos que darnos prisa. Linda, tú primero, MacD después y por último tú, John. Yo os seguiré. Linda, asegúrate de no desenganchar la lancha hasta que estemos todos.

—Entendido —respondió, y con el pie lanzó una cuerda de rápel por el agujero donde antes había una puerta. Adams maniobró el aparato para quedar suspendido en el aire justo encima del río, que tenía una anchura de casi quince metros y medio.

Las copas de los árboles se agitaban y bamboleaban por el aire que generaba el rotor mientras bajaba la LNFR entre ellas hacia el agua. Tal era su destreza que la lancha apenas produjo un chapoteo cuando tocó la superficie. Linda descendió por la cuerda sin perder un minuto. Colgó de forma precaria durante un momento hasta que arqueó el cuerpo sobre el faldón hinchable de la LNFR y aterrizó de pie sobre ella. MacD Lawless ya había descendido la mitad y bajaba con rapidez. Linda se colocó para soltar el gancho de la grúa y le hizo un gesto con la mano a Adams, que observaba la maniobra a través de la luna de plexiglás que tenía a sus pies.

—Hasta luego —se despidió Juan del piloto cuando se desató habiéndole llegado el turno. Antes de seguir a los demás, Juan sujetó una anilla del fardo de petates a la cuerda y bajó la vista hacia las tres personas de la lancha. Todos le estaban mirando. Linda le indicó con un gesto que estaban preparados, de modo que Juan empujó los bártulos hacia fuera.

Estos cayeron sobre el suelo de la LNFR con fuerza, aunque no había nada dentro que pudiera romperse. A continuación se pasó su rifle semiautomático sobre el hombro y se encaramó a la cuerda, unos guantes especiales con palmas y dedos de cuero le protegían las manos. Refrenó la caída a solo unos centímetros de la lancha antes de soltarse. Tan pronto sus botas tocaron el suelo, Linda soltó el gancho y Gomez Adams viró y emprendió el regreso al barco, volando aún más a ras del suelo ahora que no tenía que preocuparse por la LNFR. Después de pasar tanto tiempo en el helicóptero, los oídos no dejaron de pitarles hasta pasados varios minutos.

Se encontraban en un tramo desierto del río, que en ese punto fluía a paso de caracol. Los márgenes sobresalían unos treinta centímetros por encima del agua, compuestos por tierra rojiza desmoronada en algunas partes. Justo más allá brotaba una gran profusión de vegetación tan densa que parecía impenetrable. Cabrillo fijó la mirada en un punto y calculó que solo podía ver a una distancia máxima de metro y medio antes de que su visión quedara bloqueada por completo. Por lo que sabía, bien podría haber una división de las Fuerzas Especiales de Myanmar acechándolos a menos de dos metros.

La temperatura oscilaba en torno a los treinta y dos grados, pero debido a la ausencia de viento y al nivel de humedad, la sensación térmica era la de una sauna. En cuestión de momentos, el sudor le empapó la cara y dejó su huella bajo los brazos. La tormenta que se avecinaba supondría un grato y esperadísimo alivio.

—De acuerdo, tenemos unos cien kilómetros por delante. Quiero a MacD y a John vigilando a proa.

Linda, tú conmigo, pero no apartes la vista de la popa. Se ha aumentado el escape del motor del fueraborda, pero cualquiera que esté río arriba nos oirá llegar, así que estate atenta. Con eso, Juan ocupó su puesto al timón, situado en medio de la lancha, ligeramente más cerca de proa. Aparte de los gruesos protectores de goma que rodeaban la embarcación, era lo único que sobresalía del suelo de la espartana lancha de asalto.

—¿Equipo asegurado? —preguntó.

—Sí —respondió Linda mientras se enderezaba después de haber amarrado los bultos a una anilla abatible. Cabrillo apretó el botón de ignición y el motor cobró vida de inmediato, como sabía que haría.

Dejó que el único fueraborda calentara durante un instante y luego empujó la palanca del acelerador. La lancha luchó contra la corriente del río hasta que se mantuvieron inmóviles con respecto a los márgenes. Aceleró con fuerza. El agua se agitó tras el mamparo de popa cuando el motor respondió con toda su potencia removiendo el negro fango.

En cuestión de segundos remontaban el río a unos trece nudos por hora, muy por debajo de la capacidad de la lancha incluso con un solo motor, pero en opinión de Juan esa velocidad les permitiría un amplio margen de reacción si alguien se acercaba río abajo. El viento generado fue un grato alivio. Cuando se aproximaban a un pronunciado meandro, Cabrillo rebajaba la velocidad para avanzar lentamente y poder echar un vistazo al otro lado a fin de cerciorarse de que no había nada esperándoles en un punto ciego.

Transcurrida media hora sucedieron dos cosas casi de manera simultánea. La naturaleza del río cambió. Las orillas se estrecharon, lo que aceleró el curso de la corriente, y se encontraron con rocas que creaban remolinos y remansos que Cabrillo tuvo que sortear. No se trataba exactamente de rápidos, pero era posible que pronto pasaran a serlo.

Lo segundo fue que, después de un brutal aumento de la humedad, que parecía empaparles los pulmones cada vez que inhalaban, las nubes de tormenta, que se habían instalado sobre ellos apagando los vivos colores de la selva, se abrieron descargando un torrencial aguacero.

Cortinas de agua se abatían sobre ellos, como chorros a presión de una manguera antiincendios. Juan sacó un par de gafas limpias del diminuto compartimiento bajo el timón y se las colocó. Sin ellas no podía ver la proa de la lancha; con ellas, su visión tampoco era mucho mejor, pero sí lo suficiente para proseguir su camino. Daba gracias por que los aguaceros tropicales, a pesar de su brutal violencia, fueran afortunadamente breves.

O eso se repetía a sí mismo mientras diez minutos se convertían en veinte, y apenas lograban avanzar contra la corriente que era cada vez más fuerte. Los otros tres se mantuvieron en sus puestos, encorvados y calados hasta los huesos. Miró a Linda, que tenía la espalda apoyada contra el protector de goma, y vio que se rodeaba con los brazos y los labios le temblaban.

MacD intentaba sin demasiado entusiasmo achicar agua de la LNFR utilizando su gorro de jungla. Los dos centímetros y medio de líquido que anegaban el interior de la lancha se agitaban de un lado a otro cada vez que Cabrillo rodeaba un obstáculo. Las orillas se hicieron cada vez más altas, cercándolos y, a menudo, cerniéndose sobre la embarcación.

La tierra suelta había dado paso a piedrecillas y rocas. El río, antes manso, se había convertido en un torrente y, por mucho que a Cabrillo le pareciera una buena idea hacerse a un lado y esperar a que pasara el temporal, no había calas donde refugiarse ni un lugar donde echar amarras.

No tenían más alternativa que seguir adelante como pudieran. El margen de visibilidad se redujo a escasos centímetros, en tanto que los truenos restallaban un instante antes de que los rayos rasgaran el cielo. Pero siguió adelante. Cada vez que la embarcación chocaba con un escollo o la popa se hundía al pasar un rápido, daba gracias por que el único propulsor contara con un reborde que protegía las palas.

De lo contrario la hélice se habría hecho trizas contra las rocas. Requería de muy buena vista darse cuenta de cuándo el agua adquiría de pronto un color marrón chocolate, y de una mente aún más aguda, comprender qué era lo que significaba eso. Cabrillo reaccionó en el acto. Viró bruscamente a la derecha para salir del centro del embravecido río justo cuando el derrumbe orilla arriba sembró el canal de restos flotantes.

Río abajo se precipitaban árboles enteros, cuyas ramas casi alcanzaban la LNFR, capaces de hacerla zozobrar o, como mínimo, de arrancar los protectores de goma que actuaban como borda. Se habrían hundido de no haber virado Juan cuando lo hizo. Troncos tan grandes como postes de teléfonos, con las raíces al descubierto, pasaron a toda velocidad por su lado.

La erosión estaba devorando la tierra que había sido arrancada de cuajo cuando los árboles cayeron al río. Llegó un momento en el que Juan tuvo que girar bruscamente para evitar el cuerpo ahogado de un búfalo de agua, sus cuernos estuvieron a punto de rozar el lateral de la lancha antes de que la corriente arrastrara a la lastimosa criatura. Algunos bultos estaban demasiado hundidos bajo la superficie para que Cabrillo pudiera verlos, de modo que maniobró siguiendo las indicaciones que MacD gritaba. Se vieron forzados a moverse a derecha y a izquierda para esquivar los restos flotantes que se les venían encima.

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