—
Qu’est-ce que c’est
? El francés era uno de los idiomas que Cabrillo dominaba, pero la pregunta era bastante fácil de comprender.
—Esto hacer que vibre el panel de la ventana e impide que alguien utilice un detector de voz láser.
—Echó una última ojeada a la preciosa vista y acto seguido corrió las cortinas para que nadie pudiera ver dentro de la suite—. Vale. Ya podemos hablar.
—He tenido noticias de mi hija —anunció Croissard. Cabrillo sintió una punzada de ira.
—Podría habérmelo contado antes de que recorriéramos medio mundo.
—No, no. Usted no lo entiende. Creo que corre más peligro de lo que en un principio pensaba.
—Continúe. —Recibí la llamada hace unas tres horas. Aquí. Sacó una reluciente PDA del bolsillo del pantalón y buscó entre las aplicaciones hasta que una voz de mujer, que sonaba muy cansada y asustada, surgió del receptor.
No dijo más que unas pocas palabras en francés antes de que la llamada se cortara de forma abrupta.
—Dice que está cerca, aunque no sé dónde. Pero luego dice que ellos se acercan y después que jamás lo conseguirá. Y no sé a quiénes puede referirse cuando habla de «ellos».
—¿Puedo ver eso? —preguntó Juan y le tendió la mano. Trasteó con la PDA durante un instante antes de darle al botón de
play
para reproducir de nuevo la grabación. Croissard le estuvo hablando mientras escuchaban y, una vez más, oyeron la voz jadeante de Soleil. Se apreciaba un ruido de fondo, que bien podían ser hojas agitadas por el viento o tal vez nada en particular. Juan puso la grabación una tercera vez y luego una cuarta. No sacó nada en claro sobre el sonido de fondo.
—¿Puede enviármelo a mi teléfono? Quiero que analicen la grabación.
—Por supuesto. —Juan le dio el número del móvil que llevaba en esos momentos, al que le extraería la tarjeta SIM en cuanto terminase la misión—. ¿Pudo conseguir las coordenadas de su GPS?
—Sí. Croissard desplegó un mapa que tenía en el maletín. Era un plano topográfico de Myanmar realizado cuando todavía se llamaba Birmania. Había una «X» poco marcada hecha con un bolígrafo de punta fina, al lado de la cual figuraban la longitud y la latitud. Cabrillo estaba familiarizado con las coordenadas, pues ya había visto una copia del mapa. Pero había otra anotación a unos treinta kilómetros hacia el nordeste de la última localización conocida de Soleil.
—¿Ha intentado llamarla? —preguntó Juan conociendo la respuesta de antemano.
—Sí, cada quince minutos. No hay respuesta.
—Bien, son buenas noticias —respondió Cabrillo—. Es una prueba de vida, aunque parezca que tiene problemas. Como comprenderá, necesitamos algo más de tiempo para prepararlo todo. Una operación de esta naturaleza se debe planear de forma minuciosa para que pueda ejecutarse con precisión.
—Eso ya me lo han explicado —replicó Croissard, sin creerse aquella simple verdad.
—Estaremos listos en tres días. Su hija está fuera de la autonomía de los helicópteros, lo que dificultará un poco nuestro trabajo, pero recuerde lo que le digo: vamos a encontrarla.
—
Merci, monsieur
. Tiene fama de conseguir siempre lo que se propone. Hay una última cosa —agregó. Juan enarcó una ceja, ya que no le agradó el tono de voz del banquero.
—¿Sí? —Quiero que John les acompañe.
—Eso está fuera de toda discusión.
—Monsieur, es innegociable. Creo que el dicho es «mi barco, mis reglas», ¿no es así?
—Señor Croissard, no nos vamos de pesca. Es posible que nos enfrentemos a guerrilleros armados y no puedo permitir que un desconocido venga con nosotros.
—Cabrillo tenía pensado llevarse a MacD Lawless, que prácticamente era un desconocido, pero el banquero no tenía por qué saberlo. Sin articular una sola palabra, John se desabrochó el puño del brazo donde no llevaba el cuchillo. A continuación se remangó para dejar a la vista un descolorido tatuaje hecho con tinta azul. Se trataba de un círculo de llamas encima de las palabras
Marche ou crève
. Juan reconoció el emblema de la Legión Extranjera francesa y su lema extraoficial: «Marcha o muere». Miró al tipo a los ojos.
—Lo lamento, señor Smith, lo único que me dice eso es que ha pasado por la tienda de un tatuador.
—Aunque eso explicaría el nombre genérico de Smith; los legionarios con frecuencia adoptaban
noms de guerre
.
—Hace unos quince años, según parece —apostilló Max. Smith guardó silencio, pero Cabrillo podía ver la cólera que reflejaban sus ojos negros. También reconoció que se encontraba entre la espada y la pared, puesto que a la larga tendría que ceder si quería aquel contrato.
—Les enseñaré una cosa —dijo Cabrillo. Acto seguido se levantó la pernera del pantalón. Croissard y Smith se sorprendieron al ver su pierna protésica. Cabrillo tenía varias que habían sido modificadas por los genios del taller de magia del
Oregon
. A aquella en concreto la llamaban pierna de combate versión 2.0.
Abrió un compartimiento secreto en la parte color carne de la pantorrilla y sacó una pequeña pistola automática. Quitó el cargador de siete balas y sacó una de la recámara. Se la mostró a Smith durante un segundo y le dijo:
—No deje de mirarme. Entonces se la entregó. Smith supo lo que acarreaba la prueba y, sin apartar los ojos de Juan, desmontó rápidamente la pequeña pistola y ensambló las piezas de nuevo sin perder un segundo. Se la devolvió sujetándola del cañón. Había tardado unos cuarenta segundos aproximadamente.
—Kel-Tec P-3 AT —dijo—. Basada en el modelo P22, pero para un calibre 380 ACP. Bonita pistola para que una mujer la lleve en el bolso. Juan se echó a reír rompiendo así la tensión.
—Intenté meter una Desert Eagle de calibre 50 en esta pierna, pero no era la más indicada.
—Se guardó el arma junto con el cargador y la bala suelta en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Dónde ha servido?
—En Chad, Haití, Irak, por supuesto, Somalia y algunos otros puntos conflictivos del tercer mundo. Cabrillo desvió la atención de nuevo hacia Croissard.
—Trato hecho. Ha aprobado.
—Bien, entonces todo arreglado. John regresará con ustedes a su avión y luego irán a buscar a mi Soleil.
—No. Se reunirá con nosotros en Chittagong. En caso de que no lo sepa, es una ciudad portuaria de Bangladesh.
—Smith no subiría a bordo del
Oregon
ni un segundo antes de lo necesario—. Y, lamentándolo mucho, es innegociable.
—
D’accord
. Pero si no le recogen como prometen, no crean que conseguirán mi dinero.
—Señor Croissard —declaró Juan con voz solemne—, soy muchas cosas, pero no soy hombre que falte a su palabra. Los dos se estudiaron el uno al otro durante un momento; luego Croissard asintió.
—No. Supongo que no. Ambos se estrecharon la mano, y mientras intercambiaban números de teléfono, Max retiró el inhibidor de escuchas láser de la ventana y guardó el detector de micrófonos. Cerró el maletín y se lo entregó a Cabrillo.
—Si vuelve a tener noticias de ella, llámeme de inmediato sea la hora que sea —le dijo Juan a Croissard ya en la puerta.
—Lo haré; se lo prometo. Por favor, tráigame de nuevo a mi hija. Es terca y caprichosa, pero es mi hija y la quiero muchísimo. —Haremos todo lo posible —le aseguró Juan, pues jamás prometía nada que no pudiera cumplir.
—¿Y bien? —preguntó Max mientras recorrían el pasillo en dirección a los ascensores.
—No me gusta, pero ¿qué otra alternativa tenemos?
—De ahí este cara a cara. Para imponernos a Smith en el último momento.
—Sí. Muy astuto por su parte.
—Así que, ¿vamos a confiar en él?
—¿En Smith? No ciegamente. Nos están ocultando algo y él es la clave.
—Deberíamos retirarnos de este asunto —opinó Max.
—Ni hablar, amigo mío. Si acaso, estoy más interesado que nunca en lo que la guapa señorita Croissard estaba haciendo en el corazón de Birmania.
—Myanmar —le corrigió Hanley.
—Como se llame. Salieron del ascensor y se disponían a cruzar el bullicioso vestíbulo, cuando Cabrillo de pronto se dio una palmada en la cabeza como si hubiera olvidado algo y agarró a Max del codo para hacer que diera la vuelta.
—¿Qué ocurre, se te ha olvidado algo? —preguntó Hanley. Juan apretó un poco el paso.
—Cuando llegamos me fijé en dos tipos que merodeaban por el vestíbulo. Ambos eran de aquí, pero llevaban abrigos largos. Uno de ellos reparó en nosotros cuando aparecimos y rápidamente se dio media vuelta. Demasiado rápido.
—¿Quiénes son? —No lo sé, pero no están con Croissard. Si nos quisiera muertos habría ordenado a Smith que nos disparara tan pronto entramos en su suite. Y sabe que volvemos al aeropuerto, así que ¿para qué seguirnos? Max no vio pega alguna en la lógica de Cabrillo, de modo que se limitó a gruñir. Se aproximaron al ascensor rápido que subía al Skypark.
Valiéndose únicamente del tacto, Juan fue capaz de insertar el cargador en su Kel-Tec automática. Incluso logró montar el arma contra el hueso de la cadera sin sacarla del bolsillo de su chaqueta. Los dos tipos se pusieron en marcha, cruzaron el vestíbulo sin quitar los ojos de encima a la pareja de la Corporación. La puerta del ascensor se abrió.
Juan y Max no esperaron a que se vaciase, sino que se abrieron paso a empujones haciendo caso omiso de las miradas indignadas que les lanzaban. Ni siquiera lograrían acercarse. Los hombres habían esperado demasiado y ahora las puertas del ascensor se estaban cerrando. El vestíbulo era un lugar demasiado público como para sacar algún tipo de arma, de modo que Juan les brindó una sonrisa jactanciosa cuando las puertas se juntaron.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Max mientras ascendían. Juan aprovechó la oportunidad para cargar la bala en la recámara.
—Llegamos arriba, esperamos unos cinco minutos y luego volvemos a bajar.
—¿Y qué harán ellos, si puede saberse?
—Se separarán para cubrir los vestíbulos de las otras dos torres. No se les ocurrirá pensar que nos hayamos quedado en esta.
—¿Y si deciden seguirnos?
—Eso no sucederá.
—Juan descartó la idea meneando la cabeza.
—Me pregunto quiénes serán —dijo Max cuando se aproximaban al piso cincuenta y cinco y al Skypark.
—Apuesto a que se trata de la policía secreta. Algo en la inspección del avión o en nuestros pasaportes ha debido de disparar una alarma, y estos caballeros quieren hacernos unas cuantas preguntas.
—¿Y cómo sabían que estaríamos en el...?
—Max se interrumpió y se respondió él mismo—: Han hablado con el servicio de vehículos que nos trajo hasta el hotel.
—Elemental, mi querido Hanley. Las puertas se abrieron y salieron a una de las más grandes maravillas de la ingeniería del mundo. La plataforma de nueve mil trescientos metros cuadrados que coronaba las tres torres era como los célebres jardines colgantes de Babilonia, solo que esta no era para uso exclusivo de Nabucodonosor y su esposa, Amytis.
Los árboles proporcionaban una excelente sombra en tanto que los macizos de flores perfumaban el aire a una altura de casi trescientos cinco metros de las calles. Las alargadas piscinas, de un vertiginoso estilo
infinity
, eran de un azul profundo e intenso y estaban rodeadas de bañistas. A su izquierda se encontraba un restaurante, situado en el voladizo de la tercera torre que quedaba suspendido en el aire.
Los comensales reposaban tranquilamente debajo de sombrillas de brillantes colores mientras los camareros se deslizaban entre las mesas llevando bandejas con comida y bebida. La vista del puerto de Singapur era verdaderamente impresionante.
—Creo que podría acostumbrarme a esto —declaró Max cuando una mujer en biquini pasó lo bastante cerca de él como para oler el bronceador con olor a coco que llevaba.
—Si sigues abriendo los ojos así se te van a salir de las órbitas. Juan se alejó del ascensor y se colocó de forma que pudieran verlo, en el remoto caso de que los policías de la secreta les hubieran seguido hasta allí. Estaba convencido de que no lo harían, pero no había conservado la vida en una profesión tan peligrosa prescindiendo de la cautela.
Las puertas del ascensor se abrieron al cabo de un momento. Cabrillo se puso tenso, con la mano en el bolsillo y el dedo apoyado en el seguro. Sabía que no iba a iniciar un tiroteo con aquellos tipos, ya que en Singapur existía la pena de muerte, pero de ser necesario arrojaría la pistola a un arbusto que tenía a su derecha y evitaría de ese modo una grave violación de la ley por tenencia de armas.
Siempre y cuando no encontrasen la segunda; una pistola con un solo disparo alojada en su pierna artificial. Del ascensor salió una familia vestida para pasar un rato bajo el sol, el padre llevaba de la mano a una niña pequeña con una trenza en tanto que un muchacho, unos años mayor, corría hacia la barandilla para echar un vistazo al paisaje urbano en miniatura.
Juan exhaló aliviado al ver que el ascensor comenzaba a cerrarse, y estaba a punto de hacer un comentario mordaz a Max cuando una mano surgió de entre las relucientes puertas impidiendo que se cerraran del todo. Cabrillo maldijo.
Eran ellos. Parecían fuera de lugar con sus largos abrigos y sin dejar de escudriñar el entorno con la vista. Se internaron un poco más entre los árboles. Tendrían que acercarse con disimulo al fondo del restaurante para coger el ascensor de la tercera torre. Para ello se verían obligados a escalar un muro de contención de hormigón, lo cual podría atraer la atención de uno de los camareros o de los vigilantes de la piscina.
Era inevitable. Juan puso el pie sobre el primer nivel del muro y cuando estaba a punto de impulsarse hacia arriba, un socorrista con vista de águila, que se encontraba a unos once metros de distancia, le gritó que se detuviera. Debía de haber estado observándolos todo el tiempo y había sospechado que tramaban algo. Los dos agentes secretos se pusieron inmediatamente en guardia y enseguida se encaminaron hacia ellos, a pesar de que seguían sin tener a Juan y a Max en su campo de visión directo. Se habían acabado las sutilezas. Juan se encaramó al muro, escalando los tres niveles con la agilidad de un mono. Cuando llegó arriba, le tendió la mano a Max para ayudarle.
El socorrista se dispuso a subirse a su pequeña torre de madera de caoba y sopló su silbato para atraer a los de seguridad. O no se había dado cuenta o se había olvidado de los dos hombres del abrigo. Los agentes aparecieron ante ellos. Uno se abrió el abrigo y sacó una pistola automática de aspecto siniestro. Max había escalado hasta la mitad del muro, quedando desprotegido igual que un insecto en la mesa de laboratorio de un entomólogo. Juan dispuso de una fracción de segundo para tomar una decisión y lo hizo sin vacilar. Soltó a Max justo cuando el agente apretaba el gatillo. Polvo y trozos de cemento saltaron del muro allí donde había estado Max hacía solo un instante.