La selva (5 page)

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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
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La única diferencia era que el joven Setiawan tenía la mentalidad de un niño de siete años y que el primo que le había llevado hasta ese lugar le dijo al reclutador de Yakarta que Seti quería ser un mártir. Los jóvenes americanos se convertían en feriantes. El destino que aguardaba a Setiawan era el de convertirse en un terrorista suicida.

—Desde que te fuiste, Stone y Murphy han estado revisando cada base de datos a la que han podido echar mano —prosiguió Hali Kasim, jefe de comunicaciones del barco. Eric Stone y Mark Murphy eran los expertos en tecnología de la Corporación, además de tener otras responsabilidades—. No han encontrado noticias relevantes sobre ningún país de Asia central.

—Diles que se mantengan alerta. Busco a un tipo rubio con uniforme de la OTAN que parece estar sufriendo un calvario.

—Se lo diré —dijo Hali. Cabrillo volvió a la frecuencia utilizada por la red táctica.

—¿Sugerencias? —inquirió Linda Ross de inmediato—. No podemos dejarlo aquí. Todos sabemos que en cuestión de uno o dos días será la estrella de un vídeo
yihadista
en el que le ejecutarán cortándole la cabeza.

—¿Eddie? —preguntó Juan, conociendo la respuesta.

—Sálvale.

—No hace falta que me lo preguntes —tronó Linc.

—No pensaba hacerlo. —Juan tenía aún la casa bajo vigilancia y no iba a cambiar de objetivo—. ¿Qué están haciendo?

—Le han puesto de pie —respondió Linda—.

Tiene las manos atadas a la espalda. Han salido un par de chicos del pueblo para verle. Uno de ellos acaba de escupirle. El otro le ha dado una patada en la espinilla.

Espera... los captores están echando a los chicos. Vale, le llevan por detrás de la plaza en dirección a la casa. Siguen caminando, siguen, siguen... Ya está. Tres casas a la izquierda de la de Seti.

—Linc, ocúpate del objetivo —ordenó Juan. Hizo una pausa para que el corpulento ex SEAL apuntara con sus prismáticos y luego dirigió los suyos hacia los cuatro terroristas que estaban empujando al cautivo rubio dentro de una casa de piedra y barro igual a las demás.

Dos de los afganos se apostaron ante la sencilla puerta de madera. Juan intentó ver algo a través de la ventana abierta que había al lado, pero el interior de la humilde morada estaba demasiado oscuro para distinguir nada que no fueran vagos movimientos.

La Corporación había sido contratada para sacar al chico de Gunawan Bahar de al-Qaeda, no para rescatar a un soldado extranjero, pero al igual que pasó en la operación de la Antártida, la brújula moral de Cabrillo era la fuerza motriz que impulsaba sus actos.

Salvar a aquel desconocido, aunque no le pagaran por ello el millón de dólares que Bahar ya había entregado, más la promesa de otros cuatro cuando su hijo estuviera en un avión de regreso a Yakarta, era igual de importante para él. Juan recordó las lágrimas que empañaban los ojos de Bahar cuando le explicó durante la única reunión que habían mantenido que su hijo idolatraba a un primo mayor y que este le había convertido en un radical en una mezquita de Yakarta sin que nadie supiera nada.

Gunawan le había dicho que, debido a los desafíos mentales a los que se enfrentaba Seti, el muchacho no podía unirse de forma consciente a una organización terrorista, de modo que había sido secuestrado y llevado a aquel refugio de montaña de al-Qaeda. Cabrillo había visto el imperecedero amor que el padre profesaba al hijo en su expresión atormentada y lo había percibido también en su voz.

Juan quería a sus compañeros como lo haría un padre, así que podía imaginar el tormento que estaba sufriendo Bahar. Si uno de los suyos hubiera sido secuestrado, removería mucho más que cielo y tierra para recuperarlo.

—Debes entender lo buen chico que es —le había dicho el padre—, un verdadero regalo de Alá. Desde fuera pueden verle como una carga, pero no saben el amor que mi esposa y yo sentimos por él. Puede que esté mal por mi parte pero, de nuestros tres hijos, el pequeño Seti es nuestro favorito.

—He oído eso mismo de otros padres con hijos con necesidades especiales —respondió Juan, entregándole el blanco pañuelo de algodón del bolsillo frontal de su chaqueta para que el hombre pudiera secarse los ojos. Al igual que la mayoría de los musulmanes, Gunawan Bahar mostraba fácilmente sus emociones—. La maldad del mundo real no le ha afectado.

—Eso es. Seti es inocente y seguirá siéndolo toda la vida. Señor Cabrillo, haremos cualquier cosa para recuperar a nuestro hijo. Su primo nos da igual. Sus padres le han repudiado porque saben lo que ha hecho.

Pero usted debe devolverme a mi querido Seti. Como muchos de los contratos privados que la Corporación había manejado durante años, aquella reunión había sido concertada por un misterioso intermediario llamado
L’Enfant
. Ni siquiera el propio Juan conocía al hombre que se hacía llamar «el Niño», pero los contratos que enviaba a la Corporación eran siempre legítimos, más o menos, y para que los clientes potenciales aparecieran en el radar del hombre, sus cuentas bancarias tenían que haber sido investigadas a fondo. Juan había ordenado a Eric Stone y a Mark Murphy que pusieran la vida de su más reciente cliente patas arriba y que además consultasen la operación con Overholt de la CIA a modo de cortesía.

Que en Langley estuvieran molestos con Cabrillo y con su equipo no significaba que Juan no se cerciorara por todos los medios de que Bahar no estaba siendo investigado. Lo último que necesitaba ahora era trabajar para algún cerebro terrorista sin ser consciente de ello. Gunawan Bahar había resultado ser lo que decía: un rico empresario indonesio apenado por el secuestro de su hijo que estaba dispuesto a hacer lo imposible con tal de que el muchacho regresara con su familia.

Tras estrecharse la mano, el deseo más ferviente de Bahar se había convertido también en el de Juan, y no solo por el dinero. Albergaba una profunda cólera hacia cualquiera que se aprovechara de un chico como Seti, y lo que pretendían hacer con el muchacho le encolerizaba todavía más. Ahora Cabrillo se había responsabilizado de otra vida más: la del soldado capturado. Su deseo de rescatarle era tan intenso como el de salvar a Setiawan. Juan miró con los ojos entornados hacia donde el sol se estaba poniendo sobre las montañas y estimó que disponía de otros treinta minutos hasta que atardeciera, y de una hora para que fuera noche cerrada.

—Eddie, Linc, vigilad al objetivo principal. Linda, te ocupas del paradero del soldado. Juan continuó barriendo con los binoculares el resto del pueblo y la carretera de acceso.

Los tres dieron su conformidad y prosiguieron con su atenta vigilancia.

No se les pasó por alto ningún detalle. Linc se aseguró de señalar que tras la pared de piedra donde tenían retenido a Seti había un hueco lo bastante grande para que Linda entrase por él, pero no para un hombre de su corpulencia. Linda informó que gracias a una cerilla encendida había visto que había dos talibanes en la casa con el prisionero y que, a juzgar por el ángulo de las cabezas de los afganos, lo más probable era que este se encontrara en el suelo. Justo cuando el sol terminaba de ocultarse detrás de una helada cima, tiñendo de un intenso tono anaranjado las nubes que cubrían el cielo, Juan vio unos faros aproximándose por la carretera situada por debajo de ellos.

Tres vehículos en un solo día: el camión de las cabras, el sedán con el prisionero y otro más. Aquello tenía que ser todo un atasco en una zona como esa, pensó. El vehículo tardó varios minutos en realizar el arduo ascenso al pueblo de montaña y la luz diurna casi había desaparecido cuando por fin llegó lentamente hasta la plaza. Se trataba de un autobús escolar, aunque con la mitad de la largura normal, pintado de colores estridentes, con una tira de abalorios colgados en el interior del parabrisas y un portaequipajes en lo alto que estaba vacío.

Ese tipo de camiones horteras eran las mulas de carga de Asia central; transportaban gente, animales y artículos de todo tipo. El equipo había visto cientos al pasar por Peshawar de camino hacia allí, pero no dos que fueran iguales. Cabrillo se puso las gafas de visión nocturna; no tenían la resolución óptica de sus binoculares, pero le permitían distinguir con más detalle a la luz crepuscular. Varios hombres bajaron del autobús. El primero iba desarmado y saludó al jefe tribal del pueblo con un afectuoso abrazo.

A Cabrillo le pareció vagamente familiar y se preguntó si no habría visto aquella cara en alguna lista de los terroristas más buscados. Los tres siguientes llevaban maletines metálicos así como los siempre presentes AK. Juan asumió al instante que se trataba de un oficial sénior de los talibanes y que los maletines contenían equipo de vídeo para grabar la ejecución del soldado. Eso quedó confirmado cuando uno de los guardias dejó una caja alargada en el suelo y levantó la tapa.

El líder talibán se agachó para extraer una cimitarra de casi un metro sacada de
Las mil y una noches
, para el deleite de los demás. La sutileza no era una virtud entre aquellos hombres. Cabrillo describió a los demás lo que había contemplado y preguntó:

—¿Pensáis alguno lo mismo que yo?

—¿Que he roto la promesa que me hice a mí mismo al salir de Tora Bora de no volver jamás a esta parte del mundo? —respondió Linc.

—Eso también, sí —dijo Juan riendo entre dientes—, pero estaba pensando que tomar el autobús sería mucho más fácil que recorrer a pie los más de treinta kilómetros hasta nuestro todoterreno. El factor decisivo es si el soldado puede caminar tanto. Robar ese autobús despeja las incógnitas.

—A mí me parece bien —convino Eddie Seng.

—¿Linda? —¿Qué hay del depósito de combustible? ¿Tiene la capacidad suficiente para llevarnos hasta allí?

—No hay ninguna gasolinera por aquí así que tienen que poder llegar como mínimo hasta Landi Kotal, la ciudad en la zona paquistaní del paso de Khyber, y puede que hasta Peshawar.

—Me parece lógico —apuntó Linc. Linda asintió, luego recordó que nadie podía verla.

—De acuerdo. Nos llevamos el autobús. La llamada musulmana a la oración de la tarde resonó en el pronunciado valle y los hombres reunidos en la plaza y algunos más del pueblo se dirigieron a la ruinosa mezquita. Los guardias permanecieron fuera de la edificación donde retenían al soldado y nadie salió de la casa donde estaba secuestrado Seti.

No había ningún generador en el pueblo, de modo que cuando la oscuridad se hizo más profunda encendieron faroles, cuya tenue luz podía verse a través de las ventanas de unas pocas casas. Las dos viviendas vigiladas contaban con dicho método de iluminación. El combustible era caro, por lo que los faroles fueron apagados uno tras otro al cabo de una hora. Al igual que la vida de gran parte de la población mundial, la de aquellas gentes se regía por la majestuosa rotación de la Tierra.

Cabrillo y su equipo continuaron vigilando el pueblo, cuyos habitantes dormían, a través de sus equipos de visión nocturna. Los dos centinelas montaron guardia durante otra hora antes de sucumbir también presas del sueño. No había el más mínimo movimiento, no salía humo de ninguna chimenea ni había ningún perro merodeando; nada.

Dejaron otra hora de margen para asegurarse antes de salir de sus trincheras. Juan sintió el crujido de algunas articulaciones cuando se sacudió de encima el entumecimiento. Tantas horas de inmovilidad con aquel aire frío le habían dejado agarrotado. Lo mismo que los demás, se tomó un minuto para flexionar los músculos y recuperar la sensibilidad, moviéndose de manera pausada para no llamar la atención. Sus movimientos imitaban al taichi.

El grupo viajaba ligero de equipaje, tan solo contaban con las armas y el equipo necesarios para pasar una noche en la ladera de la montaña. Todos llevaban el rifle de asalto Barrett REC7 con luces tácticas bajo el cañón, pero cada uno iba armado con las pistolas de su elección. Cabrillo optó por la FN Five-seveN en una pistolera al hombro para poder sacar el silenciador adjunto con rapidez. El terreno era escabroso, con rocas capaces de torcerte el tobillo y campos de piedras sueltas que podían provocar un ruidoso deslizamiento con solo dar un mal paso, de modo que el equipo se movió con cautela, cubriéndose entre ellos y con una persona vigilando constantemente el pueblo atento a la menor señal de movimiento.

Los visores de infrarrojos les proporcionaban una ventaja sobre el paisaje y la oscuridad mientras avanzaban igual que espectros bajo el pálido resplandor de una milimétrica porción de luna. Cabrillo los condujo hasta el pueblo, pegados a las paredes, aunque no tanto como para que sus uniformes rozaran contra la tosca piedra. Una vez alcanzaron un punto preestablecido, se detuvo y se colocó en cuclillas.

A continuación señaló a Linda y a Eddie antes de indicarles que serían ellos quienes rescatasen a Seti en tanto que Linc y él se ocuparían del cautivo mejor protegido. Mientras el corpulento ex SEAL le cubría las espaldas, Juan se aproximó a la parte trasera de la casa donde habían llevado al soldado y echó un vistazo a través de la ventana. A pesar de la mugre que cubría el único panel de cristal pudo ver tres catres en la habitación. Dos de ellos estaban ocupados por los cuerpos tendidos de hombres dormidos. El tercero no tenía sábanas, lo que significaba que no era muy probable que hubiera otro tipo deambulando por ahí. El prisionero tenía que estar en la habitación principal de la casa que, si eran fieles a la tradición, sería una mezcla de sala, comedor y cocina.

Su única ventana estaba cerca de la puerta, de modo que iban a entrar prácticamente a ciegas. Juan hizo un gesto con las manos, como si estuviera separando el agua. Linc asintió y se desplazó hacia la izquierda de la casa mientras que Cabrillo hacía lo mismo hacia la derecha. Ambos se detuvieron al llegar a la esquina. Un minuto se convirtió en tres, y Juan comenzaba a estar preocupado. Habían tenido que coordinar su asalto con el otro equipo y estaba esperando a que Linda hiciera un solo clic en la radio táctica para indicarle que Eddie y ella estaban en posición.

Gracias a que estaba aguzando el oído pudo escuchar un lejano zumbido, como el de un mosquito al fondo de una amplia habitación. Reconoció el sonido y supo que tenían que actuar en el acto. Aquello podía ser una bendición o una maldición, pensó justo cuando Linda hizo la señal de que estaban listos.

Linc también había escuchado el clic y Juan y él se movieron con tanta sincronía que rodearon la esquina de la casa al mismo tiempo, avanzando al mismo paso y colocando las manos en la misma posición. Los ochenta y dos kilos de peso de Juan y los ciento ocho de Linc se combinaron con la inercia cuando ambos se abalanzaron sobre los guardias sentados que estaban dormitando, golpeando la cabeza del uno contra la del otro con algo menos de fuerza de la necesaria para romper huesos. Ninguno llegó a saber lo que había sucedido, pasando de estar sumidos en un plácido sueño REM a un estado próximo al coma en una fracción de segundo.

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