Dejaron a los guardias en el suelo, sin olvidarse de ocultar sus AK debajo de una carreta de madera repleta de heno. Aguardaron un momento para ver si el alboroto había sido detectado. Juan todavía alcanzaba a escuchar aquel débil zumbido. Se señaló la oreja y luego hacia el cielo nocturno. Linc le miró de forma inquisitiva, sin comprender lo que le decía.
Entonces Juan extendió los brazos y los batió como un avión en pleno vuelo. Linc abrió los ojos como platos. Sabía tan bien como Juan que solo había un tipo de avión sobrevolando el norte de Waziristán: la nave espía Predator. No había razón para pensar que aquel pueblo era el objetivo del avión no tripulado, pero tampoco para pensar lo contrario. Era posible que la inteligencia sobre el líder talibán que había llegado en el autobús se hubiera filtrado a través de la cadena de mando y que el CENTCOM tuviera un avión espía armado sobrevolando la zona en busca de un blanco de oportunidad. No le preocupaba que lanzasen un misil Hellfire en esos momentos.
El protocolo establecía de manera inequívoca que la confirmación de la posición del objetivo tenía que ser verificada antes de poder disparar. Esperarían hasta que amaneciera para utilizar las avanzadas cámaras de la nave y dar la alarma. Juan sentía el imperioso deseo de llamar a Lang Overholt y pedirle al viejo espía que averiguase si había alguna operación en marcha en aquel pueblo, pero dos cosas se lo impedían. Una era que no podía arriesgarse a hablar estando tan cerca del objetivo; y la otra, que Overholt podría hacerle el vacío o, peor aún, podrían hacérselo a él. Si quería que la Corporación continuara disfrutando de las mieles del éxito, necesitaban reconciliarse con Washington, y pronto. Espió por la ventana y al no ver nada más que su espectral reflejo se percató de que el cristal había sido oscurecido. Se acomodó el rifle a la espalda y sacó la pistola automática con silenciador incorporado. Linc hizo lo mismo.
La puerta no tenía cerradura ni pestillo. No eran más que siete tablones mal cortados de madera sujetos por otros cruzados. Cabrillo empujó con la mano enguantada para comprobar la resistencia. La puerta se movió ligeramente, por suerte las bisagras estaban engrasadas con sebo de animal para que no chirriaran. Era la primera vez durante toda la misión que empezaba a sentir los gélidos dedos de la aprensión. Estaban poniendo en peligro su deber principal por aquello, y si algo salía mal, sería Setiawan Bahar quien pagara las consecuencias. Empujó la puerta con algo más de fuerza y echó un vistazo a través de la rendija con sus gafas de visión nocturna.
No había luz suficiente para que el sofisticado sistema electrónico captara los detalles, de modo que abrió un poco más la puerta. Notó que topaba contra algo que había en el suelo. Después de quitarse el guante, se puso en cuclillas y metió el brazo. Sus dedos tocaron algo frío y cilíndrico. Exploró el objeto y encontró otros dos iguales. Eran latas metálicas que formaban una pequeña pirámide. De haber abierto más la puerta, las latas habrían caído.
Debían de contener canicas o conchas vacías para que sonaran al derrumbarse. Una sencilla alarma casera contra ladrones. Juan cogió la lata de encima y la sacó, haciendo lo mismo con las otras dos. Entonces pudo abrir la puerta lo suficiente para que sus gafas de infrarrojos percibieran los detalles. Una fotografía grande de Osama bin Laden adornaba la pared del fondo junto a la puerta que daba al dormitorio.
Vio una chimenea de piedra que llevaba tiempo apagada, una mesa baja sin sillas alrededor sobre una alfombra raída, algunas ollas y sartenes y unos bultos cubiertos de barro que supuso que eran de ropa. Había otra cama montada a mano derecha y otro guardia dormido contra la piedra y con un AK-47 sobre el regazo. Frente a él se encontraba una segunda silueta poco definida. A Juan le llevó unos segundos dilucidar que se trataba de un hombre tendido en el suelo. Estaba de espaldas a él y hecho un ovillo, como si se protegiera el abdomen para no recibir patadas. Pisotear al prisionero era una costumbre entre los talibanes.
A diferencia de lo que sucedía en las películas, donde el sonido de una pistola con silenciador no era mayor que el de una cerbatana, la realidad era que un disparo hecho allí despertaría al hombre que se encontraba en el dormitorio y seguramente también a los vecinos. Cabrillo entró en la casucha moviéndose despacio, pero sin vacilar.
Se quedó inmóvil a medio paso cuando el guardia dormido resopló y chasqueó los labios. Podía escuchar los profundos ronquidos procedentes de la otra habitación. El guardia cambió de posición para ponerse más cómodo y volvió a quedarse profundamente dormido. Tras cubrir la escasa distancia que le quedaba, Juan se acercó al hombre y le asestó un golpe en la arteria carótida con el canto de la mano.
El impacto cortocircuitó el cerebro del guardia el tiempo necesario para cortarle el suministro de aire a fin de dejarlo inconsciente. Linc ya se había puesto manos a la obra. Cortó con su cuchillo los precintos de plástico que sujetaban los tobillos y las muñecas del prisionero mientras le tapaba la boca con su mano grande y carnosa para impedir que gritase.
El cautivo se puso rígido por un instante, a continuación se colocó boca arriba sin que Lincoln apartara la mano. Estaba demasiado oscuro para que viera lo que estaba sucediendo, de modo que se acercó su oreja y le susurró:
—Amigo.
Sintió que el hombre asentía, de modo que apartó la mano y ayudó al prisionero a levantarse. Se pasó el brazo del tipo sobre un hombro y, con Juan cubriéndoles las espaldas, apuntando a la puerta del dormitorio con la pistola, escaparon de la casa. El prisionero cojeaba de forma ostensible a pesar de que Linc aguantaba gran parte de su peso.
Los tres se alejaron del edificio manteniéndose al amparo de las sombras. Cabrillo había cambiado de nuevo a su rifle de asalto. Una vez llegaron a la plaza próxima a la mezquita se pusieron a cubierto detrás de un muro de piedra. Desde allí podían ver el autobús de estridentes colores aparcado en la calle. La luz de la luna daba un aspecto siniestro a los dibujos de la pintura.
—Gracias —susurró el cautivo con un marcado acento sureño—. No sé quiénes sois, pero gracias.
—No nos des las gracias hasta que estemos a salvo lejos de aquí —le aconsejó Cabrillo. Un movimiento calle abajo captó la atención de Juan. Se acercó la mira del arma al ojo, con el dedo apoyado justo al lado del seguro.
Un solo click en el auricular de la radio le dijo que Linda y Eddie habían rescatado al muchacho. Miró con mayor atención. Ahí estaban, al final de la calle. Les respondió con un doble clic y los dos grupos se reunieron cerca del autobús. Habían utilizado sedantes para dejar inconsciente a Seti, suponiendo que sería más fácil cargar con él a peso muerto que arriesgarse a que se pusiera a gritar presa del pánico.
Linc tomó al chico que llevaba Eddie Seng pues, aunque su fuerza engañaba, este era bastante más menudo, y se lo cargó al hombro como lo haría un bombero. Eddie se colocó una delgada linterna en la boca, se coló por la puerta de acordeón del autobús y se dispuso a hacerle un puente.
Cabrillo escudriñó el cielo, con la cabeza ladeada para captar el sonido del Predator que estaba seguro que seguía ahí arriba. ¿Los estarían observando en esos momentos? Si era así, ¿qué pensaban los operadores de la base de las Fuerzas Aéreas de Creech en Nevada? ¿Eran un objetivo seleccionado y el operador del avión espía estaba en ese instante poniendo el dedo sobre el botón que lanzaría el letal misil antitanques Hellfire?
—¿Algún problema? —le preguntó a Linda para no darle más vueltas a algo sobre lo que no tenía el más mínimo control.
—Ha sido pan comido —respondió con una sonrisita jactanciosa—. Soltamos el gas anestésico, esperamos a que surtiera efecto y luego solo tuvimos que entrar y coger al chico. He dejado una ventana un poco abierta para que el gas se disipe. Despertarán con un dolor de cabeza monumental y sin saber qué ha pasado con su futuro mártir. —¿Cuántos había en la casa?
—Los padres y dos de los hijos, además de Seti y su primo.
—Una expresión preocupada apareció en el rostro de Cabrillo. Linda agregó—: A mí también me pareció extraño. ¡Ni un solo guardia! Pero es que los dos indonesios están aquí porque se han ofrecido voluntarios. No había necesidad de guardias.
—Claro —dijo Juan de manera pausada—, es posible que tengas razón.
—Ya está —anunció Eddie desde debajo del asiento del conductor, con una maraña de cables en la mano. Lo único que tenía que hacer era juntar dos de ellos y aquel gran vehículo diésel cobraría vida. Era evidente que el ruido del motor atraería la atención, así que una vez que hubiera hecho el puente tendrían que largarse de allí tan rápido como pudieran.
Ataron a Setiawan a un asiento utilizando uno de sus arneses de combate. El prisionero, cuyo nombre no se habían molestado en preguntar, estaba en la fila de atrás. Linc y Linda ocupaban los dos primeros asientos, de modo que Cabrillo se posicionó en la parte trasera para poder cubrir la retaguardia. Justo entonces se desató el infierno.
Un grito se alzó sobre el pueblo dormido procedente del lugar donde había estado retenido el soldado. Uno de los guardias que habían noqueado había recuperado la consciencia.
—¡Eddie, vamos! —vociferó Juan. Tenían un minuto o menos antes de que los hombres de la tribu se organizaran. Seng juntó los dos cables creando un diminuto circuito eléctrico y acto seguido los retorció para que siguieran unidos. El motor hizo amago de ponerse en marcha, pero no arrancó. Sonaba igual que una lavadora con una piedra dentro.
Pisó suavemente el acelerador, tratando la máquina con delicadeza, pero nada. Antes de que se calara, Eddie separó los cables, esperó un par de segundos y lo intentó de nuevo. El motor rugió, pero se negó a arrancar. Cabrillo no estaba pendiente del drama que tenía lugar en la parte delantera del autobús, sino que tenía los ojos clavados en la ventana trasera, atento a cualquier señal que indicara que los habían visto.
De pronto surgió una figura de un angosto callejón entre dos casas. Juan se llevó el REC7 al hombro y disparó. Una lluvia de cristales cayó al suelo del vehículo mientras que las balas impactaban en la tierra a los pies del hombre. Las polvaredas levantadas por los proyectiles detuvieron en seco al tipo haciendo que perdiera el equilibrio y que cayera al suelo. Juan se percató de que el hombre no se había tomado el tiempo de coger un arma antes de salir a investigar el ruido del motor.
Podía haberle matado de un tiro, pero en vez de eso dejó que se arrastrara hasta ponerse a cubierto.
—¿Eddie? —gritó Cabrillo por encima del hombro, seguro de que el eco de los disparos había despertado a todos los
yihadistas
en un radio de casi un kilómetro a la redonda.
—Dame un segundo —respondió Seng, aunque en su voz no se apreciaba la menor tensión. Así era Eddie: frío en cualquier circunstancia. Cabrillo escudriñó las calles lo mejor que pudo. Vio que en algunas de ellas se encendía una luz en las ventanas. Todo el pueblo iba a ir tras ellos en cuestión de minutos. Aunque el autobús les proporcionaría una buena posición defensiva, el equipo carecía de munición para un tiroteo prolongado.
Si no salían de allí en los próximos segundos, jamás lo harían. El motor arrancó y Eddie no le dio tiempo ni para calentarse antes de meter la marcha con dificultad y pisar el acelerador.
El viejo autobús dio una sacudida como si fuera un rinoceronte asustado, desplazando la gravilla bajo sus desgastados neumáticos. Un par de guardias salieron del mismo callejón que el primer hombre y abrieron fuego como locos, con el arma a la altura de la cadera, dando rienda suelta a su incontrolable furia. Ni una sola bala alcanzó el vehículo, pero mantuvieron a Juan tendido en el suelo, y cuando asomó la cabeza para tener una imagen visual, los hombres habían doblado la esquina. Disparó tres veces para mantenerlos a raya.
Aquel autobús tenía la aceleración de un caracol anémico, por lo que quedaron expuestos a los disparos procedentes de callejones y de detrás de muros de piedra mientras salían lentamente de la plaza. Una andanada barrió la hilera de ventanas haciéndolas añicos y provocando que una lluvia de cristales cayera en el interior.
El ataque cesó de manera inexplicable, si bien las balas continuaron rebotando contra el techo y el capó que protegía el motor. Y entonces pasaron a toda velocidad por delante de la mezquita donde el imán de barba canosa los contempló con estoicismo. Juan siguió vigilando junto a la ventana trasera para comprobar si alguien los seguía.
Varios contendientes llegaron a la carretera principal, alzando los rifles por encima de sus cabezas como si hubieran obtenido una gran victoria. Que pensaran lo que quisieran, musitó Juan mientras se dejaba caer en uno de los duros asientos. Hacía mucho que el relleno había desaparecido y podía sentir una barra metálica del armazón clavándosele en la carne. Aquella pequeña molestia hizo que se acordara del problema de mayor calado al que podrían tener que enfrentarse.
El autobús pertenecía a un oficial superior de los talibanes, que ahora estaba seguro de reconocer aunque no recordaba el nombre. Había muchas probabilidades de que el ejército estadounidense lo tuviera bajo vigilancia. Y aunque era muy posible que no entendieran lo que acababa de pasar en el poblado, si querían muerto a aquel tipo, ese era el momento de que el avión espía lanzara el misil. Regresó a toda prisa a la destrozada ventana trasera y observó el cielo. Eddie le vio a través del rajado espejo retrovisor que había frente al asiento del conductor.
—¿Ves alguna cosa? —Nada en tierra, pero me pareció oír a un Predator cuando estábamos esperando para entrar, y si mi corazonada no se equivoca, el techo de este autobús es un blanco que no pasa desapercibido. Una vez que el pueblo quedó atrás, la carretera discurría por el valle durante los primeros tres kilómetros, con amplios campos de cultivo a ambos lados.
Juan había estudiado los mapas topográficos antes de la misión y gracias a ello sabía que más adelante se volvía empinada y con una docena de pronunciadas curvas. A la izquierda del camino se encontraba la pared del cañón en tanto que a la derecha el paisaje se cortaba en un abrupto precipicio.
Una vez que llegaran a aquella sección no tendrían la más mínima maniobrabilidad. Si fuera él quien estuviera al mando en Creech esperaría hasta que estuvieran a media bajada y entonces soltaría el Hellfire. Con eso presente, gritó por encima del estruendo del motor: