—Otros cuarenta minutos.
—Vale. George tiene el helicóptero preparado para traeros hasta el barco, y puede que tengamos ya otro trabajito.
—¿De veras? Sí que ha sido rápido.
—Nos ha llegado a través de
L’Enfant. La
hija de un financiero suizo ha cruzado la frontera de Bangladesh y ha entrado en Myanmar, y ahora no puede localizarla en su móvil. Tiene miedo de que le haya sucedido algo y quiere que la saquemos de allí.
—Dos preguntas —dijo Juan—. Una: ¿qué estaba haciendo en esa zona dejada de la mano de Dios? Y dos: ¿Se ha puesto en contacto con el gobierno?
—La primera era retórica en realidad. Carecía de relevancia. Pero la segunda era de suma importancia.
—No. Es un tipo listo. Sabía que si acudía a la Junta Militar su hija sería perseguida, y o bien retenida para conseguir un rescate o encarcelada de por vida.
—Muy bien. Mira, hablaremos cuando volvamos al barco. Entretanto inicia una investigación sobre el financiero, su hija y quienquiera que esté viajando con ella.
—Eric y Mark ya están en ello.
—Otra cosa. Si MacD regresa con nosotros tendrá acceso limitado por el momento. Dile a Hux que traiga su botiquín médico. Quiero que se cerciore de que el tipo no está peor de lo que deja entrever.
—El ranger es duro, ¿eh?
—De Fort Benning solo salen los mejores. —Juan puso fin a la llamada. En la cabina principal del avión ejecutivo Linda estaba comprobando el estado de Seti. Cabrillo preguntó cómo estaba el chico.
—Comienza a desaparecer el efecto del sedante. No quiero arriesgarme a administrarle más, pero tampoco deseo que recobre el conocimiento antes de que lo entreguemos.
—Tienen esperando un avión medicalizado. Si le administras una pequeña dosis podrán manejarlo.
—De acuerdo. Linc y MacD Lawless estaban intercambiando historias de guerra sobre Afganistán. Linc había sido uno de los primeros en poner pie allí en tanto que MacD no había entrado en el país hasta unos años después. No tenían ningún conocido en común, pero las situaciones a las que se habían enfrentado eran normalmente similares, sobre todo en el trato con los lugareños.
—Disculpad la interrupción —dijo Juan—. MacD, ¿puedo hablar contigo?
—Claro. —Dejó la botella de agua que había estado bebiendo y siguió cojeando al director hasta casi la cola del avión—. ¿Qué pasa?
—¿Cómo ocurrió? Lawless entendió de inmediato qué era lo que le estaba preguntando.
—Éramos tres protegiendo a un equipo de la televisión paquistaní; dos lugareños con los que ya habíamos trabajado y yo. Estábamos a una hora de Kabul cuando el cámara pidió que nos detuviéramos. Le dije que era muy mala idea, pero alegó que se trataba de una emergencia. El terreno estaba despejado, así que me dije ¿por qué no? Nos hicimos a un lado y en cuanto paramos, unos doce talibanes surgieron de la tierra como por arte de magia. Se habían ocultado debajo de mantas cubiertas con arena.
Fue una emboscada perfecta. No tuve tiempo de disparar ni siquiera una vez. »Los del equipo de televisión eran infiltrados. Mataron a los dos guardias afganos en el acto y a mí me ataron como si fuera un pavo el día de Acción de Gracias. Nos robaron el camión y, bueno, más o menos ya sabes el resto. En algún momento me trasladaron del camión a un coche, creo que antes de cruzar la frontera a Pakistán, pero no hay forma de estar seguro.
Me pegaban siempre que tenían la ocasión y fanfarroneaban sobre que iba a causar furor en la versión de al-Qaeda de YouTube. MacD hablaba como si estuviera informando de los sucesos de la vida de otra persona. Cabrillo sospechaba que todavía los tenía muy frescos en la cabeza. Lo único que sabía a ciencia cierta era que Lawless lamentaba lo que les había ocurrido a los dos afganos más que su propia captura.
—Imagino que a estas alturas ya habrás imaginado a qué nos dedicamos, ¿no?
—Seguridad privada, igual que Fortran.
—Es mucho más que eso. También somos una empresa que recaba inteligencia. Asesoramos y llevamos a cabo ciertas operaciones para el Tío Sam cuando necesita poder negar todo conocimiento, aunque por motivos que ahora mismo no vienen al caso ese pozo se nos ha secado por el momento. Investigamos de forma minuciosa a nuestros clientes. Solo trabajamos para los buenos, ya sabes a qué me refiero. Y lo hacemos a un nivel tan secreto que solo un puñado de gente en todo el mundo sabe quiénes somos. Tus jefes de Fortran, por ejemplo, no tienen ni idea. No verás que se nos mencione en los medios porque dirijo una organización tan unida que no hay espacio para los errores.
—Da la impresión de ser un equipo muy bueno —repuso Lawless sin revelar nada.
—Es el mejor. Cada miembro ha sido elegido de forma minuciosa, y cuando llega uno nuevo todo el mundo tiene voz y voto.
—¿Me estás ofreciendo un empleo?
—De forma provisional. Perdimos a un hombre hace un par de meses. Se llamaba Jerry Pulaski. Era lo que llamamos un mastín, un curtido veterano en combate que entra en acción cuando surgen problemas. Tú ocuparás su puesto.
—¿Soléis operar en esta zona?
—No. De hecho, esta es la primera vez. La región entera está plagada de empresas como la tuya y Blackwater, o como se hagan llamar ahora. Estamos más que encantados de dejársela a ellos. Este rescate ha sido una excepción.
—Tengo contrato en vigor con Fortran hasta dentro de unos meses —le informó Lawless.
—¿No crees que después de lo que te ha pasado dejarán que te marches?
—Sí, es probable —repuso con voz perezosa—. Hum, mira, tengo una niña pequeña que mantener.
—Hizo una pausa, tragó saliva y prosiguió—: Mis viejos la están criando y necesitan el dinero que yo gano.
—¿Cuánto te pagan? —preguntó Juan sin andarse con rodeos. MacD le dijo la cifra, la cual le pareció razonable.
—De acuerdo, seguirás ganando lo mismo durante el período de prueba. Después, si las cosas funcionan, pasarás a ser un miembro de pleno derecho de la Corporación y compartirás los beneficios.
—¿Sois una empresa lucrativa? Cabrillo respondió formulándole una pregunta:
—¿Cuánto crees que vale este avión? Lawless echó un rápido vistazo a su alrededor.
—¿Un G-Five como este? En torno a los cincuenta millones de pavos.
—Cincuenta y cuatro para ser exactos —le corrigió—. Pagamos en efectivo.
Entregaron a Setiawan, aún dormido, a su llorosa madre en la pista, entre el avión de la Corporación y un Citation privado acondicionado como hospital volante. La abuela del chaval también lloraba en tanto que el abuelo presenciaba cómo se realizaba el intercambio de forma estoica.
Ya se habían encargado de hacer los arreglos pertinentes para que tanto los de aduanas como los de inmigración hicieran la vista gorda. Subieron al chico al avión médico e iniciaron el despegue tan pronto se cerró y selló la puerta. Juan había planeado enviar su avión fuera del país, pero ante la posibilidad de un nuevo trabajo en breve, le dijo al piloto que estacionara y se buscara un hotel en la ciudad.
Cargaron sus armas y el equipo en bolsas de nailon corrientes y se dirigieron hacia una hilera de helicópteros al otro lado de una verja de alambre, a unos cuarenta y cinco metros de la terminal del aeropuerto. Todos ellos eran helicópteros civiles. Estaban pintados en su mayoría de blanco con una raya de color desde el morro hasta los laterales. Sin embargo uno de ellos era negro, y tenía un aspecto tan amenazador como un helicóptero de combate, aunque no llevaba ningún arma a la vista.
Se trataba del de la Corporación, un aparato de última generación que expelía los gases de combustión por la cola en vez de depender de un rotor secundario. Este sistema NOTAR hacía de él el helicóptero más silencioso del mundo.
El piloto vio a los cuatro hombres y una mujer que se aproximaban y comenzó a accionar botones en la cabina para encender la turbina. Irían bastante apretados, pero el 520 tenía potencia más que suficiente para transportarlos a todos hasta el
Oregon
.
—Parece que ha ido todo bien —comentó el piloto cuando Juan abrió la puerta del pasajero y metió su bolsa debajo del asiento.
—Pan comido —repuso Cabrillo como de costumbre. George «Gomez» Adams no era tan ingenuo. El veterano piloto fue capaz de deducir por la forma en que caminaban al acercarse que las cosas se habían complicado y que las habían manejado bien.
—¿Quién es el nuevo?
—MacD Lawless. Es un agente de Fortran al que echaron el guante a las afueras de Kabul. Nos pareció un desperdicio dejar que lo decapitaran.
—¿Vamos a quedarnos con él?
—Tal vez.
—No me gustan los tipos que son más guapos que yo —replicó Gomez. Con su bigote al estilo imperial y su aspecto de tenorio, no había muchos que estuvieran a la altura.
—No puedes con un poco de competencia. —Juan esbozó una amplia sonrisa.
—Eso mismo. —Adams miró por encima del hombro y le tendió la mano a MacD—. Mientras que no me ganes con las señoras, todo irá bien. Era obvio que Lawless no tenía ni idea de cómo tomarse aquello, pero estrechó la mano de Adams.
—No hay problema. Mientras que no te topes conmigo a bordo, todo irá como la seda.
—Hecho. —Gomez se concentró de nuevo en el aparato, comunicó con la torre de control para que le dieran la autorización de vuelo.
—Lo primero que haremos al llegar al barco será conseguirte una línea segura para que hables con tu gente. Deben de estar muy preocupados. Tus padres estarán igual, si es que les han dicho algo.
—Dudo que Fortran se haya puesto en contacto con ellos aún. Me capturaron hace menos de cuarenta y ocho horas.
—Vale. Una cosa menos de que preocuparse. Al cabo de un minuto la turbina rugió cuando Adams aumentó la potencia. El fuselaje vibró y todo se calmó cuando acto seguido los patines se elevaron de la plataforma de hormigón. Gomez reprimió las ganas de alardear de su destreza a los mandos, de modo que elevó el aparato con suavidad y se dispuso a sobrevolar los manglares y marismas hacia el norte de aquella ciudad en expansión de quince millones de habitantes. Una densa pared de niebla bloqueaba la visibilidad, haciendo que las torres de oficinas y altos edificios de apartamentos de Karachi aparecieran borrosos en la distancia.
Un color herrumbroso lo envolvía todo; las edificaciones, el aire, incluso el agua de la dársena. Solo fue capaz de ver color cuando dirigió la vista al oeste, hacia el océano. El agua era de un oscuro tono zafiro. Pasaron como un rayo sobre China Creek, donde estaba ubicado el puerto principal, y el canal de Baba, que llevaba a mar abierto. Estaba abarrotado con toda clase de embarcaciones que aguardaban su turno junto al muelle. Fueron más allá de la cadena de islas y la polución no tardó en dar paso al aire limpio. A su espalda, el sol se alzaba en el cielo proyectando una deslumbrante franja plateada sobre las olas. Los barcos surcaban el mar hacia el puerto o salían cargados de mercancías. Sus estelas eran como blancas cicatrices.
La nave que tenían justo delante no dejaba ninguna estela. Con sus ciento setenta metros de eslora, el
Oregon
tenía un tamaño mediano según los parámetros modernos. El buque carguero que pasó de largo a su popa tenía más del doble de su tamaño. Su objetivo era, además, un modelo obsoleto. Construido antes del cambio industrial a los contenedores estándar, estaba diseñado para transportar su cargamento en cinco amplias bodegas, cada una de ellas cerrada con una escotilla y provista de un quinteto de altas grúas.
La superestructura estaba situada en medio del barco justo hacia popa, rematada por una única chimenea. De ella sobresalían alerones y pasarelas, como escaleras de incendio de hierro forjado. Había dos botes salvavidas colocados sobre pescantes encima de la cubierta principal. La proa era como una cabeza de hacha en tanto que la cubierta de popa poseía parte de la elegancia de una copa de champán. Aquello era lo que podía verse desde lejos. Solo cuando el helicóptero se hubo acercado más pudieron distinguirse los detalles.
El buque era un cascajo herrumbroso, que debería haber sido desguazado como chatarra hacía años. La pintura, una especie de mosaico de colores desiguales superpuestos unos a otros sin el menor gusto estético, tenía desconchones por todo el casco, y daba la impresión de que la cubierta padeciera algún tipo de eczema marino. La herrumbre formaba charcos en la cubierta, rezumaba de imbornales y escobenes y caía formando churretes por los laterales de la superestructura como si se tratara de guano marrón rojizo. La cubierta era un revoltijo de maquinaria estropeada, bidones de combustible y trastos diversos, entre los que inexplicablemente había una lavadora y una enorme rueda de tractor.
—Tienes que estar de coña —farfulló MacD cuando la verdadera naturaleza del barco fue revelada—. ¿Es algún tipo de camelo?
—Puede que no sea una belleza —replicó Gomez Adams—, pero no cabe duda de que resulta amenazador.
—Confía en mí cuando te digo que no es lo que parece —le aseguró Juan—. Por el momento no dejaremos que conozcas sus secretos, pero los tiene.
—¿Cuáles? ¿Que fue la barca que utilizaron para transportar las tropas de Teddy Roosevelt cuando fue a Cuba? Juan soltó una carcajada.
—No. El
Oregon
fue el primer intento de Noé de construir el Arca.
—Eso también me lo creo. Gomez descendió en picado sobre la popa del buque, donde había un helipuerto marcado sobre la bodega situada en el extremo. Un hombre de la tripulación se hallaba cerca por si el piloto necesitara ayuda para aterrizar, pero Adams no necesitaba indicaciones.
Situó el aparato justo encima de la gran y descolorida hache y lo posó en el mismo centro. En cuanto apagó el motor, su persistente ronroneo se silenció y las aspas del rotor se hicieron distinguibles a medida que su movimiento cesaba.
—Damas y caballeros, bienvenidos al MV
Oregon
—dijo Adams—. La temperatura en el exterior es de veinte grados. Hora local: las once y dieciocho minutos. Por favor tengan presente que las condiciones climatológicas pueden haber cambiado durante el vuelo. Gracias por volar con nosotros; esperamos que cuenten con nosotros en el futuro.
—Olvídalo —intervino Linda mientras abría la puerta trasera—. El programa de puntos es una mierda y mis cacahuetes estaban rancios. Juan se maravilló una vez más del equipo que había formado.
Menos de doce horas antes rodaban montaña abajo con un misil Hellfire tras ellos y ahora estaban bromeando como si no tuvieran una sola preocupación. Se recordó que no debería sorprenderse tanto. Aquella era la clase de vida que habían elegido. Si no eran capaces de bromear, no durarían ni cinco minutos. Max Hanley se aproximó desde la superestructura. Para resguardarse del sol, una ajada gorra de los Dodgers le cubría el poco cabello pelirrojo que aún conservaba.