Tenía una estatura un poco superior a la media y la edad comenzaba a dejar su huella en el abdomen y en las arrugas que se le formaban en los rabillos de los ojos, pero se movía bien, y con esas manos del tamaño de un yunque podía cuidarse solo sin problemas. Llevaba un mono color canela que tenía una mancha de grasa en un codo, lo que significaba que acababa de subir de la revolucionaria sala de máquinas.
Con él se encontraba la doctora Julia Huxley. Hux, médico del ejército, cubría sus exuberantes curvas propias de los años cincuenta con un abrigo de corte clásico en blanco y se había recogido el cabello en una coleta. Fue la doctora de Juan cuando tiempo atrás un destructor chino le voló parte de la pierna mientras la Corporación se encontraba en una misión para la NUMA, la Agencia Nacional Naval y Submarina.
Había supervisado su rehabilitación y había estado a su lado mientras pasaba de ser un hombre incapaz de caminar a poder correr kilómetros sin la menor cojera. Max y ella eran, además, las dos únicas personas del mundo que sabían que el pie y el tobillo que a Cabrillo le faltaban le dolían a todas horas del día. Se llamaba dolor fantasma, una experiencia común entre personas amputadas. Para Juan no tenía nada de fantasma. Que no pudiera ver ni tocar su pie no significaba que esa maldita cosa no le doliera de forma permanente.
—He confirmado la transferencia de la cuenta de Bahar a la nuestra —informó Max a modo de recibimiento.
—Estamos todos bien —replicó Juan—. Gracias por preguntar.
—No seas quejica —respondió Max con rotundidad—. He hablado contigo hace una hora. Sé que estáis bien. Además, me interesa más el dinero que tu salud.
—Tienes un corazón de oro, amigo.
—Juan le hizo una seña a MacD para que se acercara—. Max Hanley, Julia Huxley, este es MacD Lawless. MacD, te presento a mi segundo de a bordo y a la cirujana del barco. Y esto último lo digo de manera literal. —Todos se estrecharon la mano—.
Subamos a MacD a mi despacho para que Hux pueda echarle un vistazo. El interior del barco estaba en tan pésimas condiciones como su deteriorado casco. Suelos de linóleo astillado, iluminación pobre y pelusas de polvo del tamaño de plantas rodadoras.
La pintura de plomo y el amianto parecían ser los elementos predilectos del decorador.
—¡Jesús! —exclamó MacD—. Este barco es como un vertedero de residuos tóxicos. ¿Debería respirar siquiera aquí dentro?
—Claro —respondió Linc, su enorme torso se expandió al llenar los pulmones—. Muy poco a poco.
—Dicho eso le dio un manotazo en el duro abdomen a Lawless con el dorso de la mano—. Relájate, tío. No es lo que piensas. El director te lo enseñará. Vete con la doctora y luego lo verás. Huxley invitó a MacD a uno de los camarotes detrás del puente y dejó su maletín sobre la cómoda, preparándose para el examen. Linc, Juan y Max continuaron hacia el puente.
Linda suplicó que la excusaran de la reunión alegando que necesitaba ponerse en remojo durante dos horas en la bañera de hidromasaje de su camarote. No había ningún oficial en cubierta ni vigilantes de guardia en el puente. Solo se molestaban con dicha formalidad si había barcos en las inmediaciones o un práctico o agentes de aduanas a bordo. De lo contrario el puente de mando permanecía vacío. La estancia era amplia, con puertas de madera y cristal a cada extremo del acceso a los alerones. El timón era una rueda a la antigua usanza, con cabillas pulidas por los innumerables años de uso. Las ventanas estaban salpicadas de sal seca y eran apenas translúcidas.
El equipo estaba anticuado. La radio tenía toda la pinta de haber sido montada por el mismísimo Marconi. A los remates metálicos, así como a los mandos del motor autónomo, no les habían sacado brillo desde que fueron instalados. Las bitácoras de madera estaban desportilladas y había manchas de grasa de comida y de café derramado en la parte superior de las mismas.
A todas luces, era quizá el puente de mando más patético que continuaba todavía en uso. Segundos después de que entraran en el puente, un anciano caballero, vestido con unos pantalones negros holgados, una prístina camisa blanca y un inmaculado delantal a la cintura, se materializó como por arte de magia. Su cabello era tan blanco como la almidonada camisa; su rostro, delgado y surcado de arrugas. Portaba una bandeja de plata de ley con una jarra helada de alguna bebida de aspecto tropical y unos vasos de cristal.
—En algún lugar el sol casi roza el penol —dijo con un marcado acento británico.
—¿Qué es esto, Maurice? —preguntó Juan cuando el mayordomo del buque les ofreció vasos y comenzó a servir. Linc miró su bebida con desagrado y a continuación se animó cuando el mayordomo sacó un botellín de Heineken del delantal.
Le quitó la chapa haciendo palanca contra la mesa de navegación.
—Un poco de zumo y un poco de ron. Una pizca de esto y de aquello. Supuse que les vendría bien después de la misión. Cabrillo tomó un trago y declaró:
—Néctar de los dioses, amigo mío. Puro néctar de los dioses. Maurice no agradeció el cumplido. Ya sabía lo buena que era la bebida y no necesitaba que nadie se lo dijera.
Dejó la bandeja a un lado. Debajo había una cigarrera de palisandro que normalmente se encontraba en el escritorio del camarote de Cabrillo. Max rechazó un puro y en su lugar sacó una pipa y una bolsita de cuero del bolsillo trasero de su mono. En cuestión de minutos el aire se volvió tan denso como si estuvieran en medio de un incendio forestal en el Amazonas.
El mayordomo salió del puente con la misma discreción con la que había llegado, sus relucientes zapatos no hicieron el menor ruido sobre el mugriento suelo de linóleo de la cubierta. —De acuerdo, háblame de la nueva operación —le instó Cabrillo, exhalando una bocanada de humo hacia el techo mientras Max abría una de las puertas para ventilar un poco la sala.
—El banquero se llama Roland Croissard, de Basilea. Su hija se llama Soleil. Tiene treinta años y fama de ser temeraria. Ya ha comprado y pagado su billete para cuando la Virgin Galactic inicie sus vuelos suborbitales. Ha escalado los picos más altos de seis de los siete continentes.
El Everest ha podido con ella en dos ocasiones. Pagó para tener el privilegio de correr como piloto de GP2 durante una temporada. Para los que no lo sepáis, es la categoría inferior de la Fórmula 1. Además es una golfista de primera, fue tenista del circuito mundial en su adolescencia y hace poco se presentó para el olímpico suizo de esgrima, pero no se clasificó.
—Una mujer brillante —observó Juan.
—Mucho —convino Max—. Te mostraría una foto, pero te pondrías a babear. El caso es que un amigo y ella se fueron a Bangladesh en plan acampada. A juzgar por los registros del GPS que ha enviado su padre, se dirigió directamente a la frontera con Myanmar y continuó haciendo senderismo.
—A mí me parece algo planeado —adujo Linc, apurando su cerveza. El botellín de trescientos cincuenta mililitros parecía un bote de tabasco en su mano—. ¿Sabe el padre qué se traía entre manos?
—No tiene ni idea. Me dijo que raras veces le mantiene informado de lo que hace. Me da la impresión de que no se llevan demasiado bien. Al investigarle descubrí que se divorció cuando Soleil tenía diecisiete años y que volvió a casarse solo unos meses después.
—¿Dónde está la madre? —inquirió Juan, sacudiendo la ceniza despreocupadamente sobre el suelo ya sucio.
—Murió de cáncer de páncreas hace cinco años. Antes de eso vivía en Zurich, que ahora es el hogar de Soleil.
—¿Y cuál es la historia del padre?
—Trabaja para uno de los bancos suizos donde la gente como nosotros guarda su pasta. Murphy y Stone no obtuvieron nada a través de los canales financieros oficiales ni de los no tan oficiales. Según la información de la que disponemos, Croissard está limpio.
—¿Le has preguntado a Langston? Por lo que sabemos, bien podría ser el banquero personal de Bin Laden.
—En realidad ha ayudado a la CIA a seguirle la pista a los fondos que se desvían hacia el grupo terrorista Jemaah Islamiyah.
—¿Podría tratarse de una venganza? —se preguntó Cabrillo en voz alta—. Quizá la hayan cogido ellos.
—Todo es posible en estos momentos —respondió Max—. Puede que sea eso o que se trate de los capos locales de la droga, o que ella tenga el teléfono estropeado y esté haciendo senderismo mientras hablamos.
—¿Cuánto hace que no se tienen noticias de la chica? —preguntó Linc.
—Se ha estado comunicando una vez por semana. Hace cuatro días que tenía que haber llamado. Croissard dejó pasar un día antes de ponerse nervioso. Hizo algunas llamadas, la primera a su contacto en Langley en el asunto del blanqueo de dinero, y acabó dando con
L’Enfant
.
—¿Ha transmitido el teléfono las coordenadas de su GPS en todo momento?
—No —repuso Max—. Solo lo encendía cuando llamaba. Juan sacudió de nuevo la ceniza del puro.
—Así que, a primera vista, es posible que la cogieran hace once días.
—Sí —convino Max con pesar.
—Y solo disponemos de su última localización conocida como punto de partida, que también es de hace once días. Esta vez Hanley se limitó a asentir.
—No va a ser fácil. Estamos hablando de una aguja minúscula y de un pajar enorme.
—Cinco millones de dólares por intentarlo —agregó Max—. Otros dos si la sacamos de allí. Les interrumpió Julia Huxley, que entró en el puente desde el corredor que conectaba los seis camarotes de esa cubierta, los cuales estaban en el mismo mal estado que el propio puente.
—¿Qué noticias tienes? —preguntó Juan. —Físicamente está bien. Tiene algunas contusiones bastante feas en el abdomen y en la parte inferior del pecho, en la parte superior de los brazos, los muslos y en las bonitas nalgas. Dadle una semana y estará como nuevo. Aún tengo que analizar algunas muestras en mi laboratorio, pero por lo que me ha contado está como un roble. No tengo razones para dudar de ello.
—Envíanoslo, y gracias. Al cabo de un momento, Lawless entró en el puente de mando, con una camiseta limpia remetida en sus pantalones de combate. Echó un vistazo a su alrededor durante un momento.
—No le pagáis suficiente a la chica de la limpieza.
—Tiene la semana libre desde 2002 —replicó Cabrillo, impasible—. Bueno, la doctora dice que te ha examinado y a mí me basta con su palabra. ¿Qué dices?
—He de ser sincero contigo, director Cabrillo —respondió MacD—. Desde que he subido a bordo estoy teniendo mis dudas. Dices que ganáis una pasta gansa, pero este cascajo no es precisamente lo que esperaba.
—¿Y si te digo que debajo de todo este óxido y esta mugre hay un barco más lujoso que el yate más caro que hayas visto en tu vida?
—Te diría que tienes que demostrármelo.
—¿Juan? —dijo Max con voz inquisitiva.
—No pasa nada —repuso Cabrillo—. Solo un vistacillo. Nada más. Cabrillo indicó a Lawless que le siguiera.
Bajaron un tramo de escaleras interiores y atravesaron unos cuantos lúgubres corredores hasta que llegaron a un comedor sin ventanas. Las paredes gris mate estaban adornadas con pósters de viajes horteras. Al otro lado del pasaplatos había una cocina que le revolvería el estómago a cualquier inspector de sanidad.
De la campana sobre la cocina de seis fogones colgaban estalactitas de grasa solidificada en tanto que las moscas volaban alrededor de un fregadero lleno de platos sucios, que rivalizaban con el tráfico aéreo del aeropuerto de O’Hare en Chicago.
Juan se acercó a uno de los pósters de la pared frente a la entrada, en el que se veía a una guapa chica tahitiana en biquini en una playa delante de un grupo de palmeras. A continuación se inclinó y pareció que se ponía a mirarle el ombligo. Una sección de la pared se abrió con un clic. La puerta había sido camuflada de un modo tan ingenioso que Lawless no se había percatado de nada. Cabrillo se enderezó.
—Reconocimiento de retina —explicó, y abrió la puerta del todo. A continuación le hizo una señal a MacD para que echase un vistazo. Este lo hizo, boquiabierto. Una alfombra de un intenso color burdeos, tan gruesa que daba la impresión de que un león agazapado pudiera esconderse en ella, cubría el suelo. Las paredes estaban adornadas por paneles de madera de caoba que llegaban a la altura de la cintura.
La mitad superior estaba cubierta por un material que se asemejaba a planchas de yeso laminado, lo cual era imposible, ya que un barco en la mar vibraba demasiado. Estaba pintado de un delicado tono gris, con un cierto matiz malva; muy relajante y tranquilizador. La iluminación corría a cargo de elegantes apliques de pared o de arañas de cristal tallado.
Lawless no era un experto en arte, pero estaba seguro de que las pinturas que contenían los marcos dorados eran auténticas; incluso reconoció una de ellas a pesar de no saber que Winslow Homer era su autor.
No era el típico pasillo de un viejo y destartalado carguero, sino el de un crucero de lujo; ¡de ocho estrellas, nada menos!, en su opinión. MacD miró al director con una expresión confusa impresa en la cara. Juan se dispuso a responder su pregunta tácita:
—Lo que ves arriba es todo una ilusión. La herrumbre, la suciedad, el lamentable estado de la maquinaria.
Está todo ideado para hacer que el
Oregon
parezca lo más inofensivo posible. El objetivo es el anonimato. Con este barco podemos atracar en cualquier puerto del mundo sin levantar sospechas. Sucede lo mismo que en una autopista; uno se fija en los Ferrari y en los Porsche, pero no reparas en un Buick Regal de mediados de los noventa. »Lo mejor —prosiguió— es que tenemos los medios para alterar su forma y cambiarle el nombre en unas doce horas. El barco nunca es el mismo de una misión a otra. Le llamamos el
Oregon
, pero no es ese el nombre que suele figurar en su popa.
—Así que, ¿el resto del barco es...?
—Es así —dijo Juan, señalando al fondo del pasillo—. Cada miembro de la tripulación tiene un camarote privado y una asignación para decorarlo a su gusto, he de añadir. Cuenta con gimnasio, piscina, dojo y sauna. Nuestro chef jefe y el jefe de cocina se formaron en
Le Cordon Bleu
.
Ya conoces a nuestra médico a bordo, quien, como puedes suponer, pide y consigue lo último en equipos sanitarios.
—¿Y qué hay de las armas?
—Disponemos de un arsenal completo, con todo lo que puedas imaginar; desde pistolas hasta lanzamisiles antitanques.