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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (32 page)

BOOK: La selva
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Estaban a diez millas del punto en que Cabrillo estimaba que estaría el buque, y justo donde la plataforma continental se estrechaba en el paso de Palawan, cuando divisó algo al frente, hacia estribor. Se lo indicó a Adams y el piloto ladeó un poco el aparato para seguir de espaldas al sol. Cabrillo se preocupó de inmediato. Deberían haber avistado la larguísima estela primero y haberla seguido hasta el buque. Sin embargo no había estela alguna. El
Hercules
estaba parado en el agua.

Era una imagen fantasmagórica. La nave casi doblaba la eslora del
Oregon
, pero lo que resultaba sorprendente era la colosal plataforma petrolífera sobre la cubierta. Cada una de sus cuatro patas tenía el grosor de una piscina olímpica. Los flotadores debajo de estas, cubiertos de pintura roja antiincrustante, se alzaban más de veintiún metros sobre la barandilla del
Hercules
y tenían el tamaño de una barcaza.

La plataforma en sí contaba con una superficie de miles de metros cuadrados, mucho mayor que la estimación inicial de Cabrillo, y la altura desde la cubierta hasta la parte superior rondaba los sesenta metros. La combinación de barco y plataforma superaba las cien mil toneladas.

—¿Qué opinas? —preguntó Adams. El plan era encontrar la plataforma y regresar de inmediato al
Oregon
. Pero al ver que estaba detenida, le surgieron dudas. Cabrillo no tenía ninguna.

—Acércate. Quiero comprobar una cosa. Adams descendió hasta que los patines quedaron suspendidos casi a ras de las olas. A menos que hubiera un vigía apostado a popa, continuarían sin ser vistos. Cuando estaban a media milla, Juan se percató de que el
Hercules
estaba algo escorado a babor.

Se preguntó brevemente si habían calculado mal la carga y se habían detenido para ajustarla. Pero cuando rodearon la popa del barco vio gruesas maromas metálicas que colgaban de la superestructura, y los ganchos de sus grúas estaban desplegados. La lancha salvavidas había sido botada. En la línea de flotación pudo apreciar burbujas generadas por el agua al llenar los tanques de lastre y expulsar el aire. No estaban reajustando la carga... habían abandonado la nave para que se hundiera.

15

—Llévanos al otro lado —gritó Cabrillo con apremio. Adams rodeó la proa del semisumergible y avanzó siguiendo la barandilla de estribor con la destreza de una libélula. Al igual que sucedía a babor, las grúas estaban desplegadas y la lancha salvavidas había desaparecido. Sin embargo, no había indicios de que las bombas hubieran sido activadas. Estaban llenando los tanques de un solo lado para que el
Hercules
zozobrara bajo el ingente peso de la plataforma J-61.

—¡Bájanos tan rápido como puedas! Tenemos que parar esas bombas.

—Juan, ¿y si se han llevado a Linda con ellos? —apuntó Max. Cabrillo llamó al
Oregon
. Hali Kasim respondió al instante:

—Dime, director.

—Hali, ¿hemos recibido una señal del chip de Linda en la última hora?

—No, y tengo una de las pantallas dedicada íntegramente a su frecuencia.

—Pues espera recibirla.

—Cabrillo cambió al canal interno del helicóptero—. Ahí tienes tu respuesta, Max. Linda sigue a bordo. Gomez, bájanos aquí. Hali, ¿sigues ahí?

—Sí.

—Hemos encontrado el
Hercules
, pero parece que lo están hundiendo. Tienes nuestra situación, ¿no?

—Os tengo a ochenta y dos millas, rumbo cuarenta y seis grados.

—Ven aquí tan rápido como puedas. Fuerza las máquinas si es necesario.

—Juan cortó la comunicación—. Cambio de planes. Gomez, ponme sobre la plataforma y luego Max y tú intentad encontrar el modo de desactivar las bombas.

—¿Vas a buscar a Linda? —preguntó Hanley.

—Si todo lo demás falla, ella y yo podemos saltar —repuso Juan, a sabiendas de que su idea era fruto de la desesperación y que lo más probable era que los dos acabasen muertos.

La expresión preocupada que apareció en el rostro de Max indicó a Cabrillo que Hanley también pensaba que era bastante estúpida. Juan se encogió de hombros como si dijera «¿qué otra cosa podemos hacer?». Cogió el walkie-talkie que Max había sacado del alijo de emergencia que había bajo el asiento trasero. Max se quedó la pareja.

—¿No quieres que traiga a más efectivos del
Oregon
? —preguntó Adams mientras elevaba el helicóptero por encima del imponente lateral de la plataforma petrolífera.

—No quiero que reduzcan la velocidad bajo ningún concepto —respondió Cabrillo. Gomez centró el aparato sobre el helipuerto de la plataforma. Juan ni siquiera esperó a que estabilizase el helicóptero. Se desabrochó el arnés, abrió la puerta y saltó los noventa centímetros que lo separaban de la cubierta; el potente flujo de aire generado por el rotor azotó su ropa y su cabello. El 520 se alejó hacia la popa, donde había suficiente espacio en cubierta para aterrizar de manera segura.

Juan se hizo daño en el hombro herido al aterrizar y sintió una punzada de dolor recorriéndole el pecho. Hizo una mueca, pero luego lo ignoró. A más de sesenta metros de altura, el ligero desnivel que habían visto desde el helicóptero era mucho más pronunciado, por lo que se vio obligado a inclinarse un poco para mantener el equilibrio. No sabía si el
Oregon
llegaría a tiempo. Echó un vistazo a su alrededor. Estaba claro que la plataforma era antigua. El óxido se abría paso a través de la pintura descolorida y descascarillada.

La cubierta estaba llena de manchas y las piezas de maquinaria que habían caído por culpa de la negligencia de los operadores de grúa habían dejado abolladuras en la misma. Vio un contenedor grande cargado con tubos de nueve metros de longitud llamados sarta de perforación, que se ensartaban debajo de la torre y se utilizaban para perforar el agujero en la tierra. Una pesada cadena colgaba dentro de la torre de perforación como si fuera cordón industrial. En opinión de Juan, lo único que faltaba para señalar que la plataforma estaba abandonada era el aullido de un coyote y algunas plantas rodadoras.

Cabrillo se dirigió a la zona habitacional, un cubo de tres pisos decorado como un edificio de apartamentos soviético. Todas las ventanas del primer nivel eran pequeños ojos de buey, no mayores que un plato. Examinó la única puerta metálica y vio que en algún momento había estado cerrada con una cadena, que seguía rodeando la manilla de la puerta, aunque el pasacabos había sido arrancado de la jamba. Habían utilizado unas gotas de soldadura para sellarla.

De todas formas tiró de la manilla hasta que le dolió el brazo, pero no cedió ni un milímetro. No había llevado una pistola consigo porque se suponía que iba a ser una misión de reconocimiento. Echó un vistazo a su alrededor en busca de algo que pudiera emplear para romper una ventana. Tardó diez frustrantes minutos en localizar el capuchón de una bombona de oxiacetileno tirado en el suelo.

Apenas tenía el tamaño de un pomelo y era lo bastante pesado como para hacer añicos el cristal. Llevar el brazo en cabestrillo mermaba su puntería, por lo que necesitó de tres intentos para conseguir atinar a la ventana, y el golpe apenas hizo mella en el cristal irrompible. Utilizó el capuchón metálico a modo de martillo y a fuerza de golpear sacó el vidrio del marco.

—¿Linda? —gritó dentro de la habitación vacía al otro lado. Vio que se trataba de una antesala donde los trabajadores podían despojarse de sus monos empapados en aceite antes de dirigirse a sus cabinas—. ¿Linda? Su voz fue absorbida por las paredes de metal y la puerta cerrada al fondo. Vociferó, e incluso gritó a pleno pulmón, pero el resultado fue el mismo. El silencio fue la única respuesta que obtuvo.

—¡Linda!

Max saltó del helicóptero tan pronto los patines rozaron la cubierta y corrió agazapado bajo las aspas giratorias de los rotores. Tenía que cubrir una distancia equivalente a dos campos de fútbol americano antes de llegar siquiera a la infranqueable superestructura. Después de dar una docena de pasos supo que estaba en baja forma. Aun así continuó avanzando, moviendo sus recias piernas y acompasando la acción con los brazos.

A su espalda, Gomez estabilizó el aparato y apagó el motor. Cuando alcanzó el liso flotador Max se dio cuenta de que habían cometido un grave error. El flotador se extendía por toda la cubierta del
Hercules
y era tan alto como un precipicio; una pared vertical de acero de más de nueve metros de altura, sin escalerilla ni nada a lo que agarrarse.

La tripulación tenía que acceder de algún modo a la popa de la embarcación mientras navegaban, de modo que volvió sobre sus pasos buscando una escotilla.

—¿Qué sucede? —preguntó Adams. Se había librado del casco de vuelo y desabrochado el mono hasta el ombligo.

—No se puede pasar sobre el flotador. Busco una escotilla de acceso. Los dos peinaron la cubierta sin éxito. La única forma de llegar a la superestructura era escalando los dos enormes flotadores de la plataforma petrolífera; una hazaña imposible para ambos.

—Vale —repuso Hanley cuando se le ocurrió una alternativa—. Volvamos al helicóptero. Tiene que haber algún lugar en la superestructura donde puedas mantener el pájaro suspendido en el aire para que yo pueda saltar. Se elevaron en cuestión de segundos gracias a que el motor seguía caliente.

La proa del
Hercules
era un revoltijo de maquinaria y antenas, y el techo de la timonera estaba surcado de cables de amarre que sujetaban el mástil del radar. Gomez Adams tenía miles de horas de vuelo al mando de casi todo helicóptero que existía sobre la faz de la tierra y era capaz de atravesar el ojo de una aguja con el MD 520N, pero no había realmente un sitio lo bastante grande y despejado para que Max saltase sin peligro. Después de cinco frenéticos segundos, Max desistió.

—Nuevo plan —anunció Hanley—. Sitúame sobre la parte más alta del flotador. Se subió entre los dos asientos de delante y buscó en el kit de emergencia una cuerda de nailon de seis metros de longitud y uno y medio de grosor. No era lo bastante larga, pero tendría que apañárselas. Adams picó el aparato bajo la altísima plataforma, justo por encima del oxidado flotador.

El flujo de aire desplazado por los rotores les zarandeaba arriba y abajo, pero mantuvo estable el aparato, con los patines a escasos centímetros sobre el flotador para que Max simplemente tuviera que salir y subir a la propia plataforma. Gomez se alejó una vez más y aterrizó en la popa, aunque no apagó del todo la turbina. Max ató la cuerda a un soporte próximo a la sólida pata en cuanto estuvo en la plataforma y lanzó el otro extremo por encima de un lateral. El cabo colgaba a casi cinco metros de la cubierta del
Hercules
. Profirió un gruñido.

—Me estoy haciendo demasiado viejo para esto. Se movió hasta que sus piernas colgaron sobre el flotador y lentamente se descolgó por la cuerda, aferrándose con los muslos porque temía que su panza supusiera una carga mayor de la que sus brazos podían soportar. Se soltó al llegar al final de la cuerda. Entonces sintió en la espalda el impacto del aterrizaje sobre la cubierta, y punzadas de dolor le recorrieron el cuerpo.

No había rodado como debería y aquel error le costó salir despedido hacia atrás de forma violenta. Soltó una sarta de palabrotas como no había pronunciado desde sus días en Vietnam. Se levantó despacio y se encaminó arrastrando los pies hacia la parte posterior de la superestructura. Si bien otros se habrían derrumbado de dolor, Max se lo tragó y, a pesar de moverse como un anciano, continuó avanzando.

—¿Cómo has bajado hasta ahí? —La pregunta sonó distante y amortiguada. Enseguida se acordó del walkie-talkie que llevaba sujeto al cinturón. Se llevó el aparato a los labios.

—Me he partido la puta espalda, pero casi he llegado a la superestructura. ¿Qué tal tú?

—La puerta de la zona habitacional está soldada —respondió Cabrillo—. Me he cargado una ventana y he llamado a gritos a Linda, pero no he obtenido respuesta.

—¿Puedes entrar por ahí?

—No, es solo una pequeña portilla. Estoy buscando otra manera de entrar. Este jodido sitio es más inexpugnable que un castillo.

—Vaya equipo de rescate estamos hechos, ¿eh?

—Vamos a recuperarla —aseveró Cabrillo con absoluta certeza. Max siguió adelante, presionándose la zona lumbar con el puño para aliviar parte del dolor. La superestructura estaba pintada de un soso tono blanco que reflejaba los duros años de funcionamiento. El metal estaba corroído a trozos y se apreciaban churretes de óxido. Había dos escotillas que daban acceso a las estancias interiores, y cuando Hanley llegó a la primera se encontró con que estaba cerrada desde dentro.

Intentó abrirla sin resultado. La segunda puerta también estaba cerrada. Levantó la mirada y vio una pasarela que daba la vuelta a la enorme superestructura, pero se encontraba a más de seis metros por encima de él. Más arriba, sobre el puente, había una segunda pasarela y sobre esta, dos chimeneas cuadradas cubiertas de hollín. No había ventanas ni forma de seguir avanzando. Max estaba atrapado, y nada más aterrizar se había percatado de que el
Hercules
estaba más escorado que antes.

Cabrillo rodeó la zona habitacional buscando la forma de entrar. Dos de los laterales corrían paralelos a los bordes de la plataforma y no eran más que rejillas sobre el agua, con pasamanos a la altura de la cintura.

Había otras dos puertas, pero estaban cerradas desde dentro. Cuando alzó la vista hacia los lisos laterales de la estructura vio que habían manipulado una polea a fin de que izara una bandera en el aire a más de tres metros por encima del tejado. El cable estaba muy erosionado y pelado, pero cumplía con su cometido. Abrió el tensor que convertía el cable en un circuito cerrado y buscó con la mirada algo con que soltar un extremo. A poca distancia había un bidón medio lleno. Dado que solo podía utilizar una mano, tardó varios minutos en arrimarlo hasta la polea. Perdió unos minutos preciosos atando un extremo suelto del cable alrededor del bidón. Si el nudo fallaba lo más probable era que se partiera el cuello, así que tenía que ser perfecto. A continuación hizo un lazo para el pie en el otro extremo del cable.

La parte más complicada fue poner el bidón de lado. Tuvo que agacharse y empujar con la espalda mientras estiraba las piernas para inclinar el barril hasta hacerlo volcar. El líquido del interior se agitó. Acto seguido metió el pie en el lazo y empujó el barril de forma que quedase paralelo a la pendiente cada vez mayor de la plataforma. Durante unos segundos su peso bastó para mantenerlo anclado al suelo, así que apoyó el otro pie en el barril y lo empujó. La gravedad hizo el resto. El bidón comenzó a rodar por la cubierta tirando del cable de la polea y Cabrillo ascendió de forma segura por el lateral del edificio, con el pie metido en el lazo y aferrándose al cabo con la mano buena. Logró alcanzar el tejado en un par de segundos y saltó con agilidad.

BOOK: La selva
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