Para empeorar aún más las cosas, las nubes que Cabrillo había visto al alba se habían desplazado hacia la zona, y la brisa que arreciaba estaba afectando a la superficie de las olas haciendo que avanzasen en largas columnas que rompían contra el costado de la nave. Eddie Seng se movió con mayor rapidez que ellos y no tardó en alcanzarlos. Todos lucían la misma expresión de sombría concentración. Las vidas de Juan y de Linda dependían de que pudieran contener los chorros de agua que estaban inundando los colosales tanques del barco.
A pesar de que cada embarcación transatlántica era diferente, el rendimiento incorporado a la arquitectura marítima significaba que había solo un número determinado de formas de acceder a la sala de máquinas, y su ubicación siempre se realizaba de forma lógica y bien pensada. Debido a ello, los hombres descendieron velozmente tres cubiertas y cruzaron una escotilla en la que ponía SALA DE MÁQUINAS. Habían enganchado una cadena a la manilla de la puerta y estaba cerrada con un candado. Linc se dispuso a volar la cadena, ya que lo más probable era que al disparar al candado en un espacio tan reducido la bala rebotara y alcanzara al tirador. Pegó en el candado un trozo de explosivo plástico del tamaño de un chicle y empujó a los otros dos por el pasillo hasta rodear la esquina. La onda expansiva los alcanzó con la fuerza de un huracán, y el ruido fue ensordecedor a pesar de llevar los oídos protegidos.
Un débil olorcillo a humo químico flotaba en el aire. El candado y la mitad de los eslabones habían desaparecido. Eddie se apresuró a quitar el resto de la cadena, y estaba a punto de abrir la puerta cuando una fuerte ola sacudió al
Hercules
hundiendo la barandilla en el océano. El semisumergible se mantuvo así durante treinta largos segundos, mientras la enorme plataforma petrolífera chirriaba al deslizarse por la cubierta directa al olvido. El
Oregon
hizo lo que pudo, pero el daño ya estaba hecho.
La plataforma se había movido lo suficiente para desplazar el centro de gravedad del supercarguero, y el grado de inclinación era mayor que nunca. La ola le había asestado un golpe mortal.
—Se acabó —dijo Max por la radio—. Salid de ahí. Eso también va por ti, Juan.
—Esperó un segundo—. Director, ¿me recibes? ¿Juan? Juan, si me recibes, abandona la plataforma. Joder, Juan. Respóndeme. Se te ha acabado el tiempo. Pero Cabrillo no respondió.
Juan se había internado tanto en la J-61 que todo aquel acero bloqueaba la señal del walkie-talkie. Aunque de todos modos lo más seguro era que no le hubiese hecho caso a Max. Había llegado demasiado lejos como para fracasar. Las entrañas de la plataforma eran tan enrevesadas como un laberinto cretense, con infinitos pasajes que se entrecruzaban y volvían sobre sí mismos. No ayudaba en nada el que su pequeña linterna tuviera solo unos metros de alcance. Se había golpeado la cabeza varias veces contra obstáculos invisibles, tenía magulladuras en la espinilla y seguramente alguna abolladura en la prótesis.
Cabrillo poseía un sentido del espacio muy desarrollado y supo el momento en que llegó el
Oregon
y empujó el barco hasta casi mantenerlo estable. También sabía que estaba perdiendo la batalla por mantener el
Hercules
a flote. La pendiente del barco era mayor, y cuando la plataforma se deslizó un par de metros sobre la cubierta fue consciente de que se le había agotado el tiempo. Pero no vaciló ni se cuestionó si había hecho ya suficiente y si debía salir de allí. Bajó de dos en dos un tramo de escaleras, sujetándose el brazo malo con el sano para amortiguar el impacto.
A esa profundidad la plataforma era un amasijo de enormes arriostramientos, mamparos y gruesas columnas. El suelo era de metal bañado con una fina capa de crudo derramado que se había solidificado hasta alcanzar la consistencia del alquitrán. Estaba resbaladizo y pegajoso a un mismo tiempo.
—¡Linda! —vociferó. En el silencio posterior al eco de su voz creyó escuchar algo. Volvió a llamarla de nuevo, levantando más la voz. ¡Sí! Aunque amortiguada y poco clara, escuchó una respuesta. Corrió hacia el sonido de una voz de mujer que pedía ayuda a gritos. En el rincón del fondo había un cuarto bloqueado sin ventanas. Habían introducido una cuña bajo la puerta como precaución añadida, aunque estaba cerrada desde fuera.
—¿Linda?
—¿Eres tú de verdad?
—Galahad al rescate —dijo y se sentó para golpear la cuña con la pierna artificial.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Linda con voz entrecortada—. ¡Tienes que sacarnos de aquí!
—¿Sacarnos? —replicó entre un golpe y otro.
—Soleil Croissard lleva semanas prisionera en este lugar. Mientras se esforzaba por liberarlas, la mente de Cabrillo empezó a funcionar a toda velocidad. No había una razón lógica para que Roland Croissard hiciera prisionera a su hija y luego intentase matarla. Estaba allí como rehén y, por tanto, para conseguir que este hiciera la voluntad de otra persona. ¿Sería Smith? No parecía ser de esos.
Era un esbirro, no un cerebro criminal. Se trataba de otra persona. Habían dedicado innumerables horas a ahondar en la vida de Croissard y no habían encontrado ninguna pista sobre cuáles eran sus objetivos. Cosa normal, ya que no eran los suyos. Había alguien oculto que movía los hilos y no tenían ni idea de quién se trataba. Y si el objetivo había sido sacar el misterioso objeto del templo de la selva, era muy posible que Croissard estuviera muerto, lo cual dejaba a la Corporación con las manos vacías.
La cuña cedió por fin y salió disparada. Cabrillo se levantó para abrir la puerta de golpe. Linda Ross se le echó encima, haciendo caso omiso del cabestrillo, y le dio un abrazo que para Juan resultó alegre y doloroso en igual medida. Detrás de Linda había otra mujer. A pesar de la débil luz de la interna y después de tantos días de pasar penurias, seguía siendo increíblemente bella. Llevaba el cabello negro recogido en una coleta, que hacía resaltar sus grandes ojos castaños.
—Señorita Croissard, soy Juan Cabrillo.
—
Oui
, le habría reconocido por la descripción que me hizo Linda. —Su acento era encantador.
—Tenemos que salir de aquí inmediatamente. Con Cabrillo al frente, se dirigieron de nuevo arriba, atravesando la laberíntica plataforma. Juan llevaba puesto el piloto automático, pues confiaba en su memoria para encontrar la ruta más directa que los llevase a la libertad, mientras que otra sección de su cerebro se preocupaba por la identidad de quienquiera que estuviera detrás de John Smith.
Ya sonsacaría información a Soleil más tarde. Tal vez ella tuviese cierta idea de qué estaba sucediendo pero, por el momento, Juan examinó el problema solo con los hechos que conocía. Trató de establecer contacto por el walkie-talkie ahora que estaba más cerca de la cubierta.
—Max, ¿me recibes? Después de oír solo ruido estático durante un momento creyó escuchar: —...al ...hí.
—¿Max? —...al de ...hí ya.
—Casi estamos fuera. Mientras subían corriendo el último tramo de escalera, la recepción mejoró.
—Juan, Gomez está estacionado en el helipuerto, pero tienes menos de un minuto. No podemos aguantarlo mucho más tiempo.
—Max, escucha con atención. Pon un guardia armado vigilando a MacD Lawless. Si trata de acercarse a un teléfono o a una radio, dispárale.
—¿Qué? ¿Por qué? —La incredulidad de Hanley hizo que se le quebrara la voz.
—Te lo explicaré cuando te vea. Tú hazlo. Los últimos escalones estaban tan inclinados que fue como atravesar una Casa de la Risa, y cuando por fin salieron por la puerta de la pasarela suspendida sobre el mar, los tres chocaron contra la barandilla porque no pudieron frenar su avance. Mientras corrían por la pasarela, con la cubierta del
Oregon
a casi treinta metros y medio por debajo de ellos, en un ángulo de más de veinte grados, pensaron que Max había sido en exceso optimista prometiéndoles un minuto.
Solo tenían unos segundos antes de que la plataforma volcara. Gomez Adams mantuvo el 520 sobre el helipuerto, tocando la cubierta con un patín mientras que el otro estaba suspendido sobre un enorme espacio. El aparato estaba estabilizado. Era la plataforma la que estaba torcida. Los extremos de las aspas del rotor a un lado del pájaro giraban peligrosamente cerca de la cubierta.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Juan. La plataforma chirrió debajo de ellos mientras la gravedad hacía que se aproximase poco a poco al punto de no retorno. La barandilla del
Hercules
estaba sumergida en el mar y comenzó a aparecer un hueco bajo el lado más elevado de la plataforma que empezaba a darse la vuelta. En el centro de operaciones, Eric Stone redirigió las válvulas y puso máxima potencia en un intento desesperado por liberar el barco de la avalancha de acero que se les venía encima.
A bordo del semisumergible a punto de zozobrar, Eddie, Linc y Mike no tenían más alternativa que agarrarse a cualquier superficie sólida que pudieran encontrar, así que se aferraron con todas sus fuerzas a la parte superior de la barandilla. Cabrillo empujó sin contemplaciones a las dos mujeres dentro del helicóptero mientras Adams iniciaba el despegue, y saltó detrás de ellas en cuanto la plataforma se deslizó fuera de la cubierta.
La tensión fue excesiva para la larga y delgada torre de perforación, que se arrancó de cuajo; el metal retorcido se desgarró como si fuera una maqueta hecha de madera de balsa. La plataforma emitió un quejido semejante al canto amplificado de una ballena. La cola del aparato abandonó el helipuerto por los pelos, sus tres pasajeros contemplaron movidos por la curiosidad la destrucción de la que acababan de escapar.
La plataforma se estrelló contra el océano a escasos metros del mástil de la bandera del
Oregon
creando una ola de titánicas proporciones, que levantó el barco como si no fuera más que un juguete dentro de una bañera y estuvo a punto de sumergir la proa. Eric cabalgó con gran pericia la ola igual que un surfista se desliza sobre una de las grandes en la costa norte de Oahu. La sobrecargada plataforma se dio la vuelta tan pronto estuvo en el agua, de modo que los flotadores llenos de aire quedaron hacia arriba, y se balanceó casi alegremente.
Aligerado de todo ese peso, el
Hercules
se meneó como un péndulo hasta que casi quedar recto antes de que la inercia del agua que se agitaba en sus tanques lo hiciera escorar de nuevo. Los tres hombres aferrados a la barandilla no se soltaron a pesar de la violenta sacudida. Cuando por fin lo hicieron, se deslizaron sobre el trasero por la cubierta utilizando las manos enguantadas y los pies para mantener una velocidad segura. Una vez alcanzaron la parte más baja, simplemente entraron en el agua y se alejaron nadando. Adams se mantuvo suspendido sobre ellos para dirigir a la lancha de rescate del
Oregon
.
La LNFR llegó momentos antes de que el
Hercules
sucumbiera a lo inevitable y escorara pesadamente sobre un costado; su casco, encostrado de percebes, quedó expuesto a la luz del sol por primera vez en su larga vida. El aire atrapado dentro escapó por las portillas y respiraderos a borbotones, siseando como si la vieja nave se resistiera a enfrentarse a su destino. Cabrillo recordó que aquello no había hecho más que empezar y todos sus pensamientos frívolos se esfumaron.
—Gomez, llévanos al barco lo antes posible. MacD Lawless los había traicionado desde aquella primera noche en Pakistán y Juan quería respuestas. Tan pronto estuvieron a bordo del
Oregon
y la lancha estuvo de nuevo en el garaje de las embarcaciones, Juan ordenó que se alejasen de la plataforma y que la Gatling acribillase su línea de flotación. La profundidad allí no era óptima —a fin de cuentas la tripulación del
Hercules
había tenido que darse mucha prisa—, pero se encontraban sobre la cuenca continental y, con algo de suerte, la J-61 caería por el cañón submarino y acabaría en las profundidades de la llanura abisal. Juan no quería que quedase la menor constancia de que el sabotaje no había salido según lo planeado.
El semisumergible no aguantaría más de diez minutos a flote, y una vez que hubieran hecho un par de millares de agujeros en los flotadores de la plataforma, esta se uniría al barco en el fondo. Cabrillo pasó primero por su camarote, ya que estaba cubierto de pegajoso crudo, mientras que las dos mujeres fueron llevadas a la enfermería para someterlas a un chequeo. Pese a las ganas que tenía de darse una ducha, se quitó lo que llevaba puesto, lo tiró a la basura en lugar de meterlo en la cesta de la ropa sucia, y se puso un mono azul marino y botas limpias. Siete minutos después de que Adams los hubiese devuelto al barco, se encontraban en la enfermería. Max le estaba esperando allí, con cara de preocupación.
—En primer lugar, me alegro de que estés bien. Y en segundo, ¿qué cojones está pasando?
—Estamos a punto de descubrirlo —repuso Juan y le hizo pasar.
—Ya es hora de conseguir respuestas —espetó la doctora Huxley con cierta irritación—. ¿Por qué está mi paciente bajo vigilancia?
—¿Cómo están Soleil y Linda?
—Están bien. Soleil está agotada después del calvario sufrido, pero cuidaron de ella hasta que trasladaron la plataforma. ¿Qué sucede, Juan?
—Croissard fue engañado igual que nosotros, y por la misma persona.
—¿MacD? —No. Pero vamos a tener una charla con él. Juan se percató de que el guardia había tenido la precaución añadida de sujetar las muñecas de MacD a la cama de hospital. Le despidió con un gesto y pasó varios segundos observando al miembro más reciente de la Corporación convertido en prisionero.
—Voy a contarte una historia y quiero que me corrijas cuando me equivoque. Si al terminar estamos satisfechos, te desataré yo mismo. ¿Hecho? MacD asintió.
—En algún momento durante tu último destino en Afganistán, mientras trabajabas para Fortran, trabaste amistad con algún lugareño, posiblemente alguien más joven que tú.
—Se llamaba Atash.
—Le contaste que tienes una hija que vive en Nueva Orleans, sin imaginar que el chico formaba parte de una célula terrorista y que la información que le dabas sería utilizada en tu contra. La vergüenza asomó al rostro de Lawless.
—Cuando estuvieron listos, la célula envió a un equipo a Estados Unidos para secuestrarla. Te dieron alguna prueba de su secuestro y te dijeron que la matarían si no hacías lo que te pedían. No tuviste elección. Prepararon una falsa emboscada para cruzarte por la frontera de Pakistán, donde te dieron una paliza para hacer creíble tu captura. Una noche que sabían que los vigilábamos, te dieron un paseíto para engañarnos y que te rescatásemos a la vez que a Setiawan. »Siempre pensé que escapamos de la ciudad con mucha facilidad —prosiguió—. En cuanto a la emboscada posterior en la carretera, fue obra de otro grupo que no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Pero los habitantes del pueblo tenían órdenes de dejarnos marchar sin demasiado alboroto.