Las armas de cubierta del destructor continuaron disparando a un ritmo de casi ocho ráfagas por minuto. Debido a que ambas naves estaban en movimiento, y a que la reflectividad del
Oregon
se reducía a la mitad gracias a la pintura que absorbía las ondas del radar aplicada a la superestructura, las balas volaban por todas partes. Juan comprobó la velocidad y estimó que seguirían en su radio del alcance durante casi catorce minutos. Eso significaba que continuarían sometidos al fuego enemigo y cabía la posibilidad de que algunas balas les alcanzasen. El carguero estaba acorazado contra la clase de armas utilizadas por los piratas: grandes ametralladoras y lanzagranadas que disparaban al casco.
Un proyectil explosivo con un ángulo de parábola perforaría la cubierta, y la carga detonaría dentro del buque con resultados catastróficos. Si lograba impactar contra los depósitos de nitrógeno líquido, la explosión resultante liberaría una letal nube de gas glacial que congelaría a toda la tripulación y deformaría el acero del casco del tal forma que acabaría aplastado bajo su propio peso. No podía correr ese riesgo. Reparó también en que el destructor clase Hainan llevaba una tripulación de setenta personas.
El lanzamiento de un Exocet les hundiría, y no había ningún barco en las proximidades para rescatar a los supervivientes. Tomó la decisión sin perder tiempo.
—Vira unos ciento veinte grados. Armamento, dispara el cañón en cuanto tengas blanco. Veamos si podemos convencerles de que no pueden ganar esta batalla.
El
Oregon
hundió la proa en el agua cuando sus propulsores direccionales, con la ayuda de un impulsor, lo hicieron virar bruscamente todo lo que era posible. Los objetos que no estaban anclados salieron volando de los estantes, y todos tuvieron que esforzarse por mantener el equilibrio.
Una vez la proa estuvo en posición, Murphy esperó hasta tener blanco para abrir fuego. Por norma general, eran capaces de disparar dos veces más rápido que el barco birmano, pero el arma estaba al máximo de un ángulo, de modo que el cargador automático tenía que volver a activarse de nuevo después de cada ráfaga. A diferencia del arma de menor tamaño con que les disparaban, el cañón de 120 disparaba en una trayectoria horizontal y directa. El
Oregon
se sacudía cada vez que abría fuego. Todos los ojos estaban puestos en la pantalla.
Un segundo después de que el cañón disparara, el proyectil de tungsteno alcanzó de lleno la torreta del destructor. La energía cinética hizo que atravesara el blindaje sin disminuir su velocidad e impactó en la recámara de una de las dos ametralladoras de calibre 57 y detonó la munición que contenía. La torreta se abrió como un paraguas, su cubierta voló en una devastadora nube de fuego y humo, que se elevó en espiral sobre la cubierta del barco mientras continuaba atacando a ciegas durante unos segundos. Juan contó hasta diez y, al ver que la nave birmana no reducía la velocidad, dijo:
—Dispara el dos. El gran cañón había recargado de forma automática, de modo que cuando Mark pulsó la tecla de su ordenador, este abrió fuego. Esta vez atravesó la ventana del puente. De haber empleado el explosivo adecuado, habría matado a todos los ocupantes de la cabina.
Aun así, el proyectil de tungsteno voló todas las ventanas, destrozando el panel de mando y convirtiendo la sala de radio, situada justo detrás del puente, en un montón de escombros humeantes.
El destructor comenzó a reducir la marcha. Seguramente habría desviado el rumbo, pero ya no podían controlar el timón, por lo que pasarían varios minutos antes de que algún tripulante veterano aún con vida pusiera el control auxiliar.
—Bien hecho, Armamento —le felicitó Juan. Un asomo de sonrisa danzaba en sus labios cuando vio a Maurice entrar en el puente llevando una de sus piernas artificiales. Aquel miembro, formado en su totalidad por varillas de titanio y mecanismos al descubierto, parecía sacado de una película de
Terminator
. El encargado había tenido el acierto de llevarle a Juan otro par de zapatos.
—No sabes lo ridículo que me siento sin esa cosa.
—Bueno, capitán —replicó Maurice de forma inexpresiva—. También lo parece.
—¿Cuál es nuestro nuevo rumbo? —preguntó Eric.
—Llévanos a Brunei tan rápido como puedas. Maurice, prepara algo de comida y llévala a la sala de conferencias. Quiero a todo el personal sénior allí dentro de treinta minutos, exceptuando a Hux, que debe quedarse con MacD. Tenemos mucho de que hablar.
Cabrillo les dio un margen muy breve porque no tenía intención de disfrutar de una larga y caliente ducha. No quería relajarse, sino mantenerse en tensión y tan centrado como fuera posible hasta que Linda Ross estuviera de nuevo sana y salva a bordo del
Oregon
.
Él fue el primero en llegar a la sala de reuniones. La gruesa mesa de cristal tenía una capacidad para que una docena de personas se sentase cómodamente en los negros sillones ergonómicos de piel dispuestos a su alrededor.
Las paredes estaban pintadas de un tono marrón grisáceo, y había luces direccionales y pantallas planas en las dos menos anchas. Las ventanas cuadradas contaban con persianas que podían subirse para dejar entrar la luz natural, pero Maurice las había dejado completamente bajadas.
El encargado acababa de colocar hornillos de plata llenos de diversos platos de comida hindú. También había un auxiliar vestido con un uniforme azul, junto con una bolsa de suero colgada del gancho de un pie metálico.
—Órdenes de la doctora Huxley —respondió cuando Juan cuestionó su presencia—. El grado de deshidratación que ha sufrido ha alterado el equilibrio de sus electrolitos y causado estragos en sus riñones. Esto le vendrá bien.
Cabrillo tuvo que reconocer que no se encontraba ni mucho menos al cien por cien. Le dolía la cabeza y se sentía débil. Ocupó la cabecera de la mesa mientras Maurice le servía un plato con comida y un té helado y el auxiliar le colocaba la vía en el brazo izquierdo, dejándole el derecho libre para que pudiera comer.
—¿Se sabe algo de MacD? —preguntó.
—Lo siento, no hay cambios. Sigue en coma. Eddie Seng y Max Hanley llegaron un rato después, seguidos por Eric Stone y Mark Murphy.
Los dos fanáticos de la tecnología llevaban ordenadores portátiles que podían conectarse al sistema wifi del barco y estaban hablando acerca de las aplicaciones menos útiles para el iPhone. Todos se sirvieron la comida y ocuparon sus asientos de costumbre en la mesa. El sillón vacío de Linda era un sombrío recordatorio de por qué estaban allí, y la ausencia de su pequeño y delicado rostro y de su perspicacia puso a todos de un humor pesimista.
—Muy bien —comenzó Juan, dejando a un lado la servilleta—. Vamos a repasar lo que sabemos. Roland Croissard nos la ha jugado. Contratarnos para buscar a su hija no fue más que una farsa para ayudar a su secuaz, Smith, a entrar en Myanmar y supuestamente robar lo que había en una pequeña cartera que encontramos en el cadáver de alguien, que supongo pertenecía a uno de los miembros del equipo que había enviado previamente al país.
—Su fracaso fue la razón de que nos llamara a nosotros —intervino Max, dándose cuenta de todo. Aquello tenía sentido, por lo que todos asintieron.
—¿Qué había en la bolsa? —preguntó Eddie.
—Ni idea —respondió Juan—. Lo más probable es que fuera algo saqueado de un templo budista perdido hace mucho tiempo. Ahora que recuerdo, el pedestal de madera de la sala de oración principal presentaba daños. Es probable que lo que quiera que fuese estuviera oculto allí.
—Solo por hacer de abogado del diablo —replicó Max—. ¿Y si Croissard está limpio y ha sido Smith quien nos la ha jugado?
—¿Ha podido alguien contactar con Croissard desde que se jodió la misión?
—Juan miró alrededor de la mesa.
—No —reconoció Hanley.
—Además —agregó Juan—, supuestamente nos enviaron a buscar a su hija. Ahora estoy seguro de que el cuerpo del río era el de un hombre delgado con el pelo largo. ¿Habéis llamado al número del despacho de Croissard y también a su móvil?
—Sí. Incluso hemos conseguido hablar con su secretaria particular. Dice que está de viaje y que es imposible contactar con él.
—La típica excusa —resumió Juan. Dirigió la mirada hacia Mark y Eric—. Quiero que le localicéis. Estoy seguro de que voló hasta Singapur en un jet privado. Averiguad en cuál y adónde fue después de nuestra reunión. Es posible que sea propiedad de su empresa, así que no resultará demasiado difícil.
—¿Y qué hay del atentado de Singapur? —inquirió Max—. ¿Hemos cambiado de opinión al respecto ahora que sabemos lo que sabemos?
—He tenido tiempo para reflexionar sobre ello mientras me tenían prisionero. Entiendo que la traición de Croissard cambia nuestra perspectiva del atentado. Creo de verdad que tan solo fue lo que pensamos en un principio.
El sitio equivocado en el momento equivocado. La pregunta que me ronda la cabeza es ¿por qué? ¿Por qué ha hecho esto Croissard? ¿Por qué contratarnos para luego traicionarnos?
—Porque sabía que no íbamos a conseguirle lo que buscaba —declaró Eddie—. Croissard acudió a nosotros a través del contacto chipriota
L’Enfant
, ¿correcto? Sabe la clase de misiones que aceptamos. Así que para que aceptásemos, Croissard tuvo que inventarse algo que sabía que nos interesaría. Y, venga ya, Juan, ¿podrías resistirte a salvar a la guapa hija de un multimillonario? ¿Podríamos resistirnos alguno de nosotros?
—La damisela en apuros —farfulló Max—. El truco más viejo del mundo.
—La otra cosa que me pregunto es ¿cómo acabó mezclado el ejército birmano en todo eso? —terció Mark Murphy—. Es decir, si Croissard tenía contactos en el gobierno, ¿por qué no utilizarlos en lugar de hacerlo de tapadillo? La cuestión quedó sin respuesta porque nadie tenía una que fuera lógica.
—¿Podría haber hecho un trato de última hora? Todo el mundo estuvo de acuerdo, ya que era la única sugerencia planteada. Cabrillo sabía que era peligroso que todos pensaran del mismo modo, pero también tenía una corazonada de que esa era la respuesta correcta.
—¿Cómo vamos con la investigación en profundidad de Croissard?
—Bueno... —comenzó Mark Murphy, pero Eric Stone le interrumpió.
—Max nos ha tenido escarbando desde que perdimos el contacto con Linda y contigo y se puso a sobrevolar la selva buscándoos. Claro que ya investigamos su historial siguiendo el procedimiento estándar antes de aceptar un nuevo cliente. Resultó que estaba limpio como una patena. Y por mucho que nos cueste admitirlo, cuanto más ahondamos, más limpio parece que está. Mark Murphy asintió.
—Pero sabemos que hay algo, ¿no? Me refiero a que este tipo tiene motivos ocultos muy serios. Hasta hemos vuelto a investigar a la hija, Soleil. Las entradas en su cuenta de Facebook que hablan sobre su inminente viaje proceden de un portátil personal conectado al wifi de una cafetería a dos manzanas de su apartamento en Zurich. Figura en la lista de pasajeros de un vuelo de Lufthansa de Zurich a Dubai y de ahí a Dhaka, Bangladesh. Se registró en el hotel Sarina y tomó un vuelo al día siguiente hacia Chittagong, donde dice que ella y su amigo...
—Paul Bissonette —apuntó Cabrillo, sabiendo que aquel nombre se le quedaría para siempre grabado a fuego en la memoria—. Smith identificó su cuerpo, pero supongo que eso también era falso.
—Sea como sea, su itinerario concuerda con el de ella, aunque él tenía una habitación normal y ella se alojó en la suite Imperial. Tenían planeado comenzar a hacer senderismo en Chittagong.
—¿Alguna idea de cómo iban a entrar en la selva o de su destino exacto?
—No. Se mostró reservada al respecto en Facebook. Sí envió un mensaje en el Twitter desde Chittagong diciendo que la verdadera aventura estaba a punto de empezar, y después nada, aparte de las llamadas que dijo Croissard.
—Así que Croissard utilizó la expedición prevista de su hija a la selva de Bangladesh como tapadera para su propia misión. Hemos de suponer que regresará muy pronto con su compañero, ¿no?
—Es más que probable —convino Murphy. Cabrillo guardó silencio durante un momento, apoyando la barbilla sobre la mano.
—De acuerdo, todo eso es pasado —declaró—. Habladme del presente. ¿Dónde han llevado a Linda? Eric abrió el portátil y tecleó algo. Una imagen aérea del océano apareció en las dos pantallas planas ubicadas en ambos extremos de la habitación. La fotografía era de un área general, por lo que la resolución no era buena.
—Es una toma de Google Earth de las coordenadas exactas donde perdimos la señal de su chip localizador.
—Y ahí no hay nada —espetó Cabrillo. Estaba buscando respuestas, no más enigmas—. La transportaron hasta un barco, seguramente el yate privado de Croissard, y hace ya mucho que se largó.
—Eso fue lo primero que comprobamos —apostilló Stone. Pulsó otro par de teclas y la imagen de un crucero de lujo blanco apareció en los monitores. Parecía tener bastante más de sesenta metros de eslora y capacidad para navegar en las aguas más embravecidas—. Este es el
Pascal
, el yate privado de Croissard, y lleva amarrado en Montecarlo los últimos cinco meses.
Lo he confirmado con el práctico del puerto esta misma mañana. No ha ido a ningún lado.
—De acuerdo, pues otro barco.
—Tal vez no. Eric puso de nuevo la primera toma del océano donde Linda desapareció y empezó a aumentar la imagen para que la franja de mar se viera cada vez más grande. En el margen de la foto aparecieron pequeños objetos cuadrados. Stone desplazó el cursor sobre uno de ellos, pinchó en el centro y volvió a darle al zoom.
—¿Qué cojones...? En cuestión de segundos, la imagen se enfocó revelando una gigantesca plataforma petrolífera cerca de la costa, con chimenea, muelle de carga y un helicóptero posado sobre un voladizo situado a un lado.
—Esta es una de las zonas más ricas en crudo del mundo —apuntó Eric—. Hay literalmente cientos de plataformas en la costa de Brunei. Así es como se ha hecho rico el sultán. Además, hay suficiente metal en uno solo de esos mastodontes como para bloquear la señal del chip de Linda.
—Pero no hay ninguna plataforma cerca de donde se perdió la señal —señaló Max.
—No —metió baza Mark—, pero ¿quién sabe cuánto hace que se tomaron estas fotografías? Google actualiza sus mapas de forma constante, aunque van muy por detrás del mundo real. Podrían haber instalado una plataforma petrolífera hace un par de meses y que no aparezca durante años.