—Supongo que lo que quiero decir es que yo pongo mi vida en peligro para satisfacer mis propias necesidades. Tú lo haces por los demás. Yo soy una egoísta mientras que tú eres generoso. Juan rompió el contacto visual y se metió las manos en los bolsillos.
—Escucha... eh... —balbuceó durante un segundo y luego cambió de tema—. Detesto sacar esto a colación, pero no nos vendría mal tu ayuda. Estoy convencido de que eligieron a tu padre por una razón concreta. Tiene algo que Bahar quiere. Utilizó el tiempo presente al hablar de Croissard aun sabiendo que lo más probable era que estuviese muerto.
—Hemos fisgoneado en sus archivos electrónicos para descubrir en qué ha estado trabajando durante el último año —prosiguió—. Hasta ahora no hemos encontrado nada. Me estaba preguntando si querrías echar un vistazo a ver si hay algo que te llame la atención. Soleil le miró a los ojos, con una expresión sombría en su hermoso rostro.
—Está muerto, ¿no es así?
—No puedo confirmarlo, pero creo que sí. Lo siento.
—¿Ayudaros servirá para castigar a esos hombres?
—Esa es la intención. Soleil asintió despacio.
—Lo intentaré, aunque ya te he dicho que no estábamos muy unidos y que apenas sé nada sobre sus negocios.
—Haz lo que puedas. Es lo único que pido.
Más tarde, esa noche, Cabrillo se encontraba en su camarote cuando llamaron a la puerta.
—Somos Eric y yo —dijo Mark Murphy.
—Pasad. Los dos entraron en la cabina con la impaciencia de un par de cachorros.
—Mientras estábamos con Soleil nos dimos cuenta de una cosa, y creo que ya tenemos la confirmación —repuso Mark presa de la emoción—. Los ordenadores de la vieja plataforma eran una versión alfa de aquello para lo que Bahar necesitaba esos cristales.
—La máquina beta utiliza láseres ópticos —intervino Eric antes de que Mark pudiera continuar.
—¿Alfa? ¿Beta? —preguntó Juan—. ¿De qué estáis hablando? —Bahar construyó un enorme procesador en paralelo, tal vez uno de los cinco sistemas informáticos más potentes del mundo, y se deshizo de él como si tal cosa, ¿no? —dijo Murphy.
—Sí —convino Juan con cautela.
—¿Por qué?
—¿Por qué lo construyó o por qué se deshizo de él?
—Dos preguntas, una respuesta. Lo construyó para diseñar a su sustituto. Cuando lo consiguió, Bahar tiró el viejo. La pista me la dio el cortafuegos que instaló hace dos días. No existe un solo programa de seguridad en el mercado que no podamos piratear. Hemos probado todos los trucos que conocemos y no hemos logrado nada. Se trata de algo que no se ha visto hasta la fecha, y no es un programa.
—¿Un nuevo ordenador? —inquirió Cabrillo.
—Una nueva clase de ordenador —replicó Murphy.
—Un ordenador cuántico —agregó Eric—. Es una máquina que piensa en un lenguaje binario, como un ordenador convencional, pero también utiliza los efectos cuánticos de superposición e intrincación para poder leer datos en unos y ceros o en ninguno de ellos al mismo tiempo. Dado que tiene más opciones para representar la información y procesarla, es rápido. Increíblemente rápido.
—Como fue tras esos cristales —adujo Mark—, creemos que la máquina de Bahar es también un ordenador óptico, lo que significa que el sistema de transmisión no tiene resistencia electrónica. Es eficiente al cien por cien y seguramente un billón de veces más potente que cualquier ordenador del planeta.
—Creía que quedaban años para que esas cosas fueran una realidad —dijo Cabrillo.
—Hace diez años, faltaban cincuenta —declaró Mark con toda naturalidad—. Hace ocho, quedaban treinta. Hace cinco, eran veinte. Hoy en día, las mentes más brillantes de este campo dicen que son diez. Pero creo que Bahar ha conseguido hacerlo realidad antes. —¿Qué puede hacer con un ordenador cuántico? —preguntó Cabrillo.
—No hay red en el mundo a la que no pueda acceder y controlar. Los archivos bancarios y las operaciones de bolsa son como libros abiertos. Puede descifrar los códigos más seguros de la NSA picosegundos después de un ataque. Leer comunicaciones secretas del ejército decodificadas al instante. Un ordenador cuántico puede analizar cualquier dato de la red en cuanto se sube a ella. No tiene límites. Todos los correos electrónicos, todas las transmisiones. Joder, todo. Las palabras que Eric pronunció a continuación los dejaron helados:
—Semejante capacidad otorga poder ilimitado a Bahar, y no se puede hacer nada al respecto.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Cabrillo, mientras su mente volaba.
—Completamente, jefe. Antes teníamos fácil acceso a los archivos de Bahar y ahora no. Continúan archivados, lo sabemos, pero no podemos acceder a ellos. Algo ha cambiado drásticamente hace dos días, y lo único que tiene sentido es que haya construido un ordenador tan avanzado como para dejar obsoleto el superservidor de la J-61: un ordenador cuántico.
—Tenemos que hablarle de esto a Langston Overholt. La CIA no tiene ni idea de lo que se avecina.
—Es una mala idea —respondieron los dos jóvenes al mismo tiempo.
—¿Por qué?
—Por la razón que sea, Bahar nos considera un peligro para él —replicó Mark—. Si contactamos con alguien para hablar de esto, nos oirán. Cualquier transmisión que hagamos, por mucho que la codifiquemos, será escuchada. No deberíamos descubrir que sabemos lo que ha hecho.
—Además, un ordenador cuántico superaría el test de Turing con éxito —repuso Eric.
—Algo he oído acerca de eso —comentó Juan—. Es eso de que un ordenador es capaz de imitar a un ser humano.
—¡Una palmadita en el pecho por lo bien que lo has hecho! A veces nos presta atención cuando hablamos. El test está ideado para comprobar si una máquina puede hacer creer a alguien que está hablando con una persona de carne y hueso. Mark y yo hemos discutido la posibilidad de que un ordenador cuántico pueda imitar a individuos concretos, no solo a una persona en el sentido general de la palabra. Los dos creemos que sí es capaz. Cabrillo creía entender adónde querían llegar, y el panorama resultaba aterrador.
—¿Me estáis diciendo que puedo tener a Overholt al teléfono y estar hablando en realidad con el ordenador?
—Y el único modo de diferenciarlos es que le preguntes algo que solo tú y el señor Overholt sepáis. La máquina ya sabe todo lo que figura en un archivo público y es capaz de utilizarlo.
—¿Esta cosa puede imitar al presidente?
—Es posible, pero no te preocupes, no puede lanzar misiles nucleares. Para ello se necesita confirmación física.
—¿Se os ocurre para qué va a usarlo?
—Lo hemos hablado. No se trata de dinero, aunque podría vaciar cualquier cuenta bancaria en dos segundos. Es algo político. Podría haber destruido nuestra infraestructura informática en cuanto la máquina cobró vida, así que lo que anda buscando tiene que ser otra cosa. Creemos que lo que quiere es doblegar a nuestro gobierno para que cumpla su voluntad.
—Estoy de acuerdo. ¿Alguna sugerencia?
—Intenta descubrir dónde está el ordenador y vuélalo en pedazos. Y no, no tenemos ni idea de su ubicación. Podría estar en cualquier parte. Cabrillo se frotó la mandíbula con la mano, notando la barba de un día.
—Supongo que todo depende de Soleil. Bahar eligió a su padre por un motivo, así que tiene que haber algo en su historial que se nos haya pasado por alto o que no le hayamos dado la suficiente importancia. Recemos para que podamos averiguar qué es.
—¿Y si no lo conseguimos?
—Entonces el mundo tal y como lo conocemos está a punto de cambiar.
MacD Lawless se asombraba de la capacidad de recuperación que tenían los niños. Había esperado que Pauline estuviera traumatizada por su secuestro y las semanas de cautiverio, pero cuando hablaron de ello esa mañana le contó que le habían dicho que eran amigos de su papá y que aquello formaba parte de una misión secreta, y que si se portaba bien le estaría ayudando. La pequeña sabía que su padre era un héroe de guerra y no haría nada que le perjudicara, de modo que les siguió el juego. Además, le dejaron comer lo que se le antojara siempre que quisiera, ver la tele todo el día y acostarse tarde.
Consideraba un milagro que se hubieran portado tan bien con ella, pero suponía que lo habían hecho por motivos egoístas. Una niña obediente que creía estar ayudando a su padre era mucho más fácil de controlar que una niñita asustada que pedía a gritos irse a casa. A pesar de que la habían tratado bien, no se sentía culpable por haberlos matado a sangre fría. Aquel primer día jugaron en la playa, hicieron castillos de arena y corretearon con el perro, Brandy, que según sospechaba MacD era quien más la había echado de menos.
A la hora de las comidas, mostró un apetito normal, y a las ocho y media, cuando la acostó, se quedó dormida en cuestión de segundos y no se despertó en toda la noche. No se engañaba pensando que no era posible que hubiera daños psicológicos, pero por el momento parecía ser la misma niña normal y feliz de siempre, sobre todo ahora que su padre estaba en casa.
MacD comentó con sus padres que sería conveniente tenerla bajo observación durante las semanas y meses próximos. Cuando les habló de la Corporación, supieron que tenía que regresar, aunque solo fuera para detener al hombre responsable del secuestro de su nieta. Al preguntar por su ex mujer, le dijeron que llevaba meses sin ponerse en contacto con Pauline, cosa que no le sorprendió lo más mínimo. Solo se había casado con aquella mujer porque estaba embarazada y ella los había abandonado cuando la niña tenía dos años. Los únicos padres que la pequeña conocía eran Kay y su marido.
Sabía que MacD era su papá, pero le trataba como si fuera su tío favorito, y siempre y cuando ella fuera feliz, a él le parecía bien. Los problemas se presentaron al amanecer del tercer día. MacD se había levantado temprano y estaba preparando café en la cocina de la casita de playa que les habían dejado.
Estaba en Mississippi, aunque alejada del bullicio de los pueblos y ciudades del golfo. Contaban con un generador eléctrico y el agua tenía que ser almacenada en un gigantesco depósito en la parte posterior, pero la casa estaba limpia y amueblada con buen gusto. Conservaba gratos recuerdos de cuando había ido allí siendo niño, y recordaba que había dado su primer beso en uno de los dormitorios traseros, cuando su familia veraneaba con los propietarios, cuya hija era dos años mayor que él.
La tetera que tenía en el fogón comenzó a hervir cuando escuchó el lejano sonido de las aspas de un helicóptero. No era algo inusual, debido a la proximidad de las plataformas petrolíferas y de gas cercanas a la costa, de modo que no le prestó atención y abrió el bote del café instantáneo. Pero cuando el ruido se fue haciendo más fuerte, dejando de ser un zumbido de fondo, apagó el fuego y se encaminó hacia las ventanas de delante, que daban a una carretera costera de dos carriles, a una estrecha franja de posidonias oceánicas y a la amplia playa de arena blanca.
Se trataba de un enorme Black Hawk pintado de un apagado color verde oliva, de modo que parecía un aparato militar, pero MacD no era tan ingenuo. No sabía cómo, pero le habían localizado. Volaba a baja altura, azotando la espuma del mar con el flujo de aire que desplazaban las aspas del rotor. Estaban tan cerca que no tenía forma de llevar a sus padres y a su hija al coche, que estaba aparcado junto a la casa.
Solo contaba con la Beretta de 9 milímetros de la casa franca de Houston escondida bajo el colchón. Corrió a su dormitorio gritando a sus padres que se despertaran. Su padre salió del dormitorio, con el pelo a lo Albert Einstein.
—Papá, son ellos —dijo MacD, amartillando la pistola—. Coge a mamá y a Pauline y salid corriendo por detrás. Yo los entretendré todo lo que pueda. No esperó a ver si su padre seguía sus órdenes. Regresó a la ventana delantera y echó un vistazo. El helicóptero había tomado tierra en la playa, levantando una tormenta de arena que bloqueó por completo la vista del aparato. Esperaba que un equipo de comandos surgiera de la tormenta de arena, con las armas automáticas a punto.
Sabía que el cristal desviaría sus disparos, así que rompió uno de los paneles y apuntó, listo para derribar a la primera figura que viera. Lo que no esperaba era que las aspas del helicóptero comenzaran a pararse. Cualquier piloto de combate sabía que mantener los motores encendidos facilitaba una elevación rápida. Las puertas laterales se abrieron y un hombre de uniforme, con un casco de vuelo, saltó a tierra. Esperó un momento, y enseguida ayudó a otro tipo a bajar del aparato. El hombre tenía una edad avanzada, una mata de cabello blanco y andaba encorvado, aunque eso nada tenía que ver con la proximidad de las aspas del rotor. Vestía un sobrio traje de tres piezas azul marino, camisa blanca y corbata roja, que le daba aspecto de banquero.
MacD no sabía qué pensar de aquella dramática entrada, pero bajó el arma y se fue hasta la puerta de la casa cuando el anciano caballero cruzó la carretera de asfalto dejando atrás a la tripulación del helicóptero. MacD abrió la puerta con recelo y salió al porche cubierto, dejando la pistola a la vista para que el hombre pudiera verla.
—No se acerque más —dijo levantando la voz cuando el desconocido llegó al arcén más próximo.
—Le aseguro, señor Lawless, que mi oído no es tan bueno como para poder escucharle bien a esta distancia.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Langston Overholt IV. En otro tiempo fui el jefe de Juan Cabrillo en la CIA, y me temo que necesitamos su ayuda. MacD recordó que el director había mencionado a su antiguo jefe y que el legendario maestro de espías contrataba los servicios de la Corporación para llevar a cabo algunas operaciones encubiertas. Puso el seguro de la pistola y se la guardó en la parte posterior de los pantalones cortos.
Los dos hombres se encontraron en la mitad del césped y Overholt insistió en que se estrecharan la mano.
—Es una suerte que esté aquí con su familia —dijo Langston entregándole su identificación. El viejo agente de la Guerra Fría rondaba los ochenta años, pero no había perdido ni un ápice de sus facultades mentales. La Agencia continuaba contando con sus servicios bien pasada la edad de jubilación, como una especie de espía emérito que había olvidado más sobre espionaje de lo que la actual remesa de jóvenes prodigios jamás llegarían a saber.
—¿Cómo sabía quién era yo? —preguntó MacD.
—Juan mencionó que le había contratado, y me mantuvo informado de lo que sucedía con su hija. El número de cola del jet de la Corporación fue registrado en Houston. Até cabos cuando eché un vistazo al periódico digital
Times-Picayune
y leí que el día de su llegada tres traficantes sin identificar murieron quemados en un incendio. Tomé un vuelo a Nueva Orleans y pasé por casa de sus padres, y al ver que no había nadie pregunté a los vecinos. Le dije a la simpática y parlanchina señorita Kirby que sospechaba que se habían marchado apresuradamente de vacaciones y le pregunté si sabía adónde podían haber ido.