Juan había reducido la potencia tanto como se atrevía, pero árboles y arbustos continuaban precipitándose a ambos lados de ellos a velocidad vertiginosa, en tanto que el cielo seguía descargando toda su furia. Lejos de cesar, la tormenta estaba arreciando. El viento torcía los árboles a lo largo de los márgenes hasta casi dejarlos en posición horizontal, arrancando hojas del tamaño de carteles cinematográficos que volaban por los aires. Una de ellas golpeó a Cabrillo en la cara y le habría sacado un ojo de no ser porque llevaba puestas las gafas.
Si había algo positivo en todo aquello, pensó con resignación, era que había cero probabilidades de que hubiera alguien lo bastante chiflado como para estar en el río. Un último árbol se precipitó río abajo y el agua recuperó su típico color, semejante al del té. Entonces, de repente, la lluvia cesó; fue como si alguien hubiera cerrado un grifo.
De pronto estaban capeando la peor tromba que habían vivido, y al minuto siguiente el agua que los había azotado había dejado de caer. Momentos después los negros nubarrones de tormenta se despejaron y un sol de justicia cayó a plomo sobre ellos con burlona intensidad. La humedad aumentó. El vapor que desprendía la selva creaba una neblina que al principio tenía un aspecto extraño y espectral, pero que rápidamente se convirtió en una bruma impenetrable.
—¿Estamos todos bien? —preguntó Cabrillo. Los otros tres movieron sus empapadas cabezas de manera afirmativa. Del armario situado debajo del cuadro de mandos sacó una bomba de achique manual y se la lanzó a Smith—. Lo siento, pero retiraron las bombas mecánicas para aligerar el peso de la lancha. La embarcación luchaba por mantenerse a flote con la gran cantidad de litros de agua que se agitaba en el interior y anegaba el pantoque.
MacD continuó achicando con su gorro y Linda se conformó con las manos, arrojando el líquido una y otra vez por la borda. La bomba era de lejos el medio más eficaz de vaciar la lancha, pero el chorro que desalojaba parecía insignificante comparado con el caudal de lluvia que había en su interior.
Pasados veinte laboriosos minutos, la embarcación seguía teniendo agua, pero habían salvado un escollo que podría haber condenado la expedición al fracaso antes siquiera de haberse iniciado. Una cascada de casi un metro de altura abarcaba la anchura del río, bajo cuya superficie se apreciaba el tono negro de la roca. Los márgenes en ese punto eran elevadas pendientes de piedras sueltas y roca.
—¿Cuánto hemos recorrido? —preguntó Linda, cuya ropa aún no se había secado.
—Aún nos quedan por lo menos noventa kilómetros —respondió Juan sin mirarla. Estaba estudiando la ribera a popa.
—Supongo que tenemos que ir a patita —replicó MacD con el entusiasmo de un prisionero que se dirige al patíbulo.
—No tan rápido. Linda, ¿has traído explosivos?
—Casi un kilo de explosivo plástico y algunos detonadores. Una chica tiene que estar preparada.
—Excelente. MacD, quiero que hagas un reconocimiento de al menos tres kilómetros río arriba. Asegúrate de que no hay ningún poblado lo bastante cerca como para que nos oigan. John, lo siento, pero tienes que seguir achicando. Necesitamos sacar tanta agua como sea posible.
—
Oui
—contestó el hombre taciturno, y continuó accionando la palanca de la bomba, arrojando un delgado chorro de agua por la borda cada vez que lo hacía. MacD se cargó al hombro su REC7, sacudió el agua de su auricular y saltó por la borda. Fue vadeando hasta la orilla, trepó utilizando la mano libre para apoyarse en el montículo de cantos rodados y desapareció al coronar la pendiente a paso rápido.
—¿No estarás pensando en...? —empezó Linda.
—Claro que sí —replicó Cabrillo. Hizo que Linda rebuscara en su equipo los explosivos mientras que él improvisaba una pala con un remo de fibra de carbono. Saltaron del bote, Cabrillo con una cuerda en la mano para rodear con ella un trozo de madera que flotaba a la deriva. La pendiente era más pronunciada a unos veintisiete metros de la LNFR, de modo que se dirigieron con gran esfuerzo hacia allí; a cada paso que daban se producía un ligero desprendimiento de piedrecillas sueltas.
Cabrillo echó un vistazo a la colina, que se elevaba más de quince metros sobre el río aún crecido. Tenía una posibilidad para hacerlo bien, de lo contrario se enfrentaban a una marcha de días a través de la selva. Soleil Croissard les sacaba tanta ventaja que su rastro estaba ya frío, y se enfriaba aún más a medida que transcurrían los minutos. Satisfecho con la decisión tomada, se arrodilló y comenzó a cavar.
A cada torpe palada de piedra que sacaba del agujero, dentro caía la mitad de esa cantidad. Era una labor frustrante, y su respiración no tardó el volverse laboriosa debido al aire húmedo y abrasador. Cuando por fin alcanzó una profundidad de unos noventa centímetros, Juan descendió unos dos metros y medio y repitió el proceso mientras Linda dividía los explosivos en cinco partes iguales. Tardó casi treinta minutos en cavar los agujeros.
Cabrillo sudaba a chorros, y había bebido cerca de un cuarto de la mochila cantimplora que le había pedido a Linda que fuera a buscar a la lancha. Se disponía a ponerse en pie cuando percibió un movimiento a su espalda. Se dio la vuelta, desenfundando su pistola al mismo tiempo para sacar ventaja al hombre que salió de la maleza. Juan bajó el arma en cuanto reconoció a MacD Lawless. El oriundo de Louisiana respiraba con mayor dificultad que él, si acaso eso era posible. Echó un vistazo a su reloj mientras Lawless bajaba con rapidez hasta la orilla.
—¿Más de tres kilómetros? —inquirió.
—Durante ocho kilómetros puedo correr a una velocidad de kilómetro y medio cada siete minutos —repuso Lawless, resollando como un semental después del derbi de Kentucky—.
Luego bajo a diez minutos cargando con un equipo completo. Juan estaba impresionado con la resistencia de MacD y con el conocimiento que tenía sobre la capacidad y las limitaciones de su cuerpo. Información de ese tipo algún día podría salvarle la vida a un agente.
—¿Has encontrado algo?
—Solo selva. La buena noticia es que parece que hemos superado los rápidos más peligrosos.
—Sorbió del tubo de la mochila cantimplora de Cabrillo y usó un sucio pañuelo para secarse la cara—. Tío, aquí hace más calor que en los pantanos de Lafourche Parish.
—Sube a bordo. Estaremos listos en un minuto.
La Corporación prefería utilizar dispositivos digitales en vez de temporizadores químicos para detonar los explosivos. Estos tenían una fiabilidad imposible de igualar por sus homólogos más antiguos y permitirían a Cabrillo una sincronización perfecta. Programó los temporizadores e introdujo el explosivo en cada agujero, cubriéndolo frenéticamente con tierra.
Subió a bordo de la LNFR, cabo de proa en mano, con un margen de dos minutos. Acercó la embarcación lentamente hacia la cascada para poner tanta distancia como fuera posible entre ellos y la explosión. Todos se tendieron en el suelo, sin levantar siquiera la cabeza para echar un vistazo por encima de la borda debido a la lluvia de cascotes que iba a caer. Las detonaciones se sucedieron en una secuencia tan controlada que pareció que se trataba de una sola explosión continuada.
Rocas y tierra estallaron por los aires en medio de una llamarada de gas que resonó en el río y espantó a los pájaros. Segundos después, una lluvia de piedras cayó sobre la LNFR; algunas rebotaron en los protectores de goma en tanto que otras repicaban contra el suelo de plástico. Un canto del tamaño de un puño provocó un calambre a Smith al golpearle en el muslo.
El tipo gruñó, pero no dijo más. Antes de que el polvo se hubiera asentado del todo, Juan se levantó y miró hacia la popa. La explosión había desgajado la base de la orilla y, mientras observaba, aquella masa de más de doce metros se precipitó pesadamente en el río desplazando el agua antes de que el borde frontal colisionara contra la otra orilla, con la suficiente fuerza para bloquear por completo el canal.
—
Voilà
—exclamó Cabrillo, a todas luces satisfecho consigo mismo—. Una presa al instante. Con el flujo interrumpido por el deslizamiento de tierra, el agua atrapada entre este y la catarata comenzó a subir. Ahora se trataba de una carrera por ver si el río erosionaba el dique temporal antes de que el nivel subiera lo suficiente para elevar la lancha por encima de la catarata.
—Tengo otra idea. Linda, coge el timón. John, MacD, conmigo. Cabrillo cogió el cabo de proa una vez más y le indicó por señas a Linda que colocara la embarcación justo debajo de la cascada. Su altura apenas superaba la proa de la LNFR.
Los tres hombres saltaron a lo alto de la catarata y se afianzaron en una roca que sobresalía del agua como si fuera un diminuto islote. El trecho entre el salto de agua y el dique continuó llenándose. Pero, al mismo tiempo, la corriente estaba devorando el dique, horadando cada grieta e imperfección para arrancar el terruño. La proa de la LNFR se elevó aún más hasta que el extremo de la quilla rozó la pared rocosa de la cascada. Los hombres se enrollaron el cabo de nailon en las muñecas disponiéndose a disputar el juego del tira y afloja más importante de sus vidas.
Linda mantuvo máxima potencia forzando a la lancha a elevarse cada vez más. Detrás de ellos, un reguero de agua se abrió paso a través del dique uniéndose de nuevo a la corriente normal del río. La brecha era diminuta, se filtraban poco más que unas pocas gotas, pero acabaría por hacerse más amplia. Para empeorar las cosas, el agua que no dejaba de crecer estaba a punto de sobrepasar la sección inferior de la presa, próxima a la orilla opuesta donde Cabrillo había detonado los explosivos.
—Solo tenemos una oportunidad —dijo Juan, los músculos de brazos y hombros se le marcaban mientras se preparaban para subir la lancha por encima de la cascada—. Linda, mira a tu espalda y dinos cuándo. Linda echó un vistazo a la presa y a la orilla para asegurarse de que el volumen de agua que llenaba la laguna artificial era mayor del que se filtraba a través del dique de barro. El nivel llegó a su máximo, transformando la cascada en un rápido de quince centímetros, cuando el dique se deshizo en un chorro de barro y detritos.
—¡Ahora! —gritó Linda, y aceleró el fueraborda. Los tres hombres tiraron del cabo, con el cuerpo en tensión como si fueran estatuas de mármol y el esfuerzo reflejado en sus caras. La cuenca había tardado diez minutos en llenarse, pero solo un segundo en vaciarse. A medida que bajaba el nivel, mayor era el peso de la LNFR que soportaba la roca, aumentando la carga que debían soportar los hombres.
El agua salía despedida del fueraborda de modo que las hélices chirriaban al encontrar solo aire. Los hombres continuaron tirando, izando la embarcación un agónico centímetro tras otro. Linda dejó el motor en marcha y saltó de la LNFR hasta el borde de la cascada, el agua sucia le llegaba más arriba de las espinillas. Pero librarse de sus cincuenta kilos y medio de peso extra fue lo que necesitaron para conseguirlo.
La lancha se deslizó sobre el fondo rocoso y al encontrar aguas más profundas comenzó a flotar. La corriente ladeó la embarcación hacia la pendiente y escoró, pero ahora estaba demasiado hundida en el agua como para caer de nuevo por la cascada. MacD y John Smith cayeron de espaldas al río cuando la lancha se sacudió.
Salieron a la superficie escupiendo y riendo a carcajadas por haberlo logrado. Cabrillo había conseguido mantener el equilibrio, y cuando Linda enderezó la LNFR y la acercó hasta la roca en que se encontraba, este saltó a bordo con la facilidad con la que un usuario coge el tren. A su vez, Lawless y Smith se impulsaron hacia arriba y cayeron sobre la cubierta resollando, con una sonrisa de oreja a oreja.
—No ha estado nada mal —comentó Cabrillo cuando ocupó su lugar al timón.
—¡Ay que joderse! —replicó MacD al reparar en que tenía sanguijuelas pegadas a los brazos—. No hay nada que odie tanto como las sanguijuelas.
—Buscó en su bolsillo un mechero desechable.
—Yo no haría eso —le advirtió Linda mientras él hacía girar la piedra para que se secase.
—Es lo que me enseñó mi padre.
—Ah, la sanguijuela se suelta, pero también regurgita todo lo que come. Lo cual es: a) asqueroso; y b) podría portar alguna enfermedad. Utiliza la uña y despega su boca de tu piel. Siguiendo su consejo, y poniendo las mismas caras que pondría una chica, MacD se deshizo de cuatro sanguijuelas de los brazos y, con la ayuda de Linda, de otra que tenía en la nuca. Smith no había sido atacado por los repugnantes parásitos.
—Debes de tener la sangre avinagrada, John —bromeó Lawless, poniéndose de nuevo la camisa. Con un cinturón bien apretado y unos cordeles alrededor de los tobillos, no le preocupaba que algo pudiera metérsele dentro de los pantalones. Smith no respondió. Ocupó su lugar en la proa y se preparó para retomar su labor como vigía. MacD intercambió una mirada con Linda y Cabrillo, luego se encogió de hombros y se unió a Smith.
Gracias a que la cascada les cubría la retaguardia, Linda no tuvo necesidad de vigilar por si alguien los adelantaba. Y siendo el transporte fluvial el único modo de moverse por la selva, Cabrillo pilotó con la seguridad de que tampoco habría ningún pueblo más adelante. La gente no habría sido capaz de remontar el río una vez que hubieran pasado la cascada, y no había visto indicio de ningún sendero ni a un lado ni a otro.
Prosiguió camino a una velocidad de casi veintidós nudos por hora y solo aminoró la marcha en los puntos ciegos a medida que el río serpenteaba adentrándose en la selva. El aire les secó por fin la ropa. El sol brillaba en el cielo y el río permanecía tan manso y fácil de navegar como un canal surcado de meandros. La vegetación tropical era la otra constante.
Flanqueaba la vía fluvial tan densa como el seto de un jardín. Solo de vez en cuando se veía un claro, normalmente cuando un afluente menor desembocaba en el canal principal, o cuando las riberas eran menos abruptas y los animales que bajaban a beber habían abierto veredas. Una de estas era especialmente amplia. Juan sospechaba que podría haber sido hecha por algunos de los diez mil elefantes salvajes que se calculaba que había en el país.
Acechando en aquel impenetrable muro de plantas de hoja ancha había rinocerontes asiáticos, tigres, leopardos y toda clase de serpientes, incluyendo a las pitones de mayor tamaño del mundo y la especie de cobra más letal: la cobra rey. En resumidas cuentas, pensó, no era un buen lugar para perderse.