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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (8 page)

BOOK: La selva
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El autobús giró bruscamente levantando la grava del camino con los neumáticos; la fuerza centrípeta originada por la temeraria maniobra de Seng restó adherencia de las ruedas interiores haciendo que se despegaran del suelo. No tardaron en tocar tierra de nuevo y Seng aceleró. La camioneta de los talibanes se había detenido igual que hiciera en la primera curva para que la ametralladora pudiera abrir fuego sobre el tejado expuesto del autobús.

El tirador acababa de inclinar hacia abajo el arma a fin de que el cañón apuntara hacia ellos, y se disponía a aplicar la presión necesaria en el gatillo cuando la bomba, que había aterrizado a un lado de la carretera, oculta por la oscuridad a menos de metro y medio de distancia, estalló formando una humeante bola de fuego y metralla.

La vieja camioneta Toyota voló por los aires y cayó en picado por el escarpado terraplén hacia la carretera de abajo. El tirador había desaparecido en la deflagración en tanto que el conductor y uno de los pasajeros salieron disparados por una ventana abierta cuando el vehículo aterrizó boca abajo. Había llegado el momento en que MacD Lawless podía salvarles la vida a todos o matarlos.

A diferencia de los otros, que miraban la camioneta para comprobar si iba a estrellarse contra el autobús mientras daba vueltas de campana montaña abajo, él dirigió la vista hacia el valle y divisó un extraño fogonazo circular en el cielo. El miembro del comando «Nintendo» de Creech, sentado ante la pantalla de su ordenador al mando de su joystick, había recibido la autorización de lanzar el misil Hellfire que portaba el Predator.

Lawless no malgastó saliva en gritar, sino que echó a correr. Llegó al asiento del conductor en poco más de un segundo después de pasar volando junto al aturdido Franklin Lincoln. Acto seguido agarró el volante antes de que Eddie se diera cuenta siquiera de que estaba allí y pegó un brusco volantazo. El neumático delantero se hundió en el blando arcén cuando se salió de la carretera, seguido rápidamente por las ruedas traseras, y luego el vehículo volcó arrojando a los ocupantes contra el lateral derecho.

Los cristales se hicieron añicos, pero antes de que ninguno de los pasajeros cayera contra el duro suelo, el autobús rodó de nuevo hasta quedar boca abajo. Al cabo de un instante, el Hellfire, con su carga hueca de poco más de ocho kilos, impactó contra la ladera en el punto exacto donde habría estado el autobús.

La explosión fue como la erupción de un volcán en miniatura, y arrojó una nube de polvo y escombros del agujero que había perforado en la piedra. Igual que un tren fuera de control, el autobús se deslizó por el empinado terraplén zarandeando y sacudiendo de un lado a otro a sus indefensos pasajeros.

Unos matorrales frenaron su avance justo cuando estaba a punto de despeñarse por el borde de la carretera hacia el precipicio. El autobús se puso de lado laboriosamente y luego hincó las cuatro ruedas en la carretera. Después del clamoroso estruendo de la vertiginosa caída, el silencio era atronador.

—¿Estáis todos bien? —voceó Juan después de recuperarse. Le dolía todo el cuerpo.

—Creo que estoy muerto —respondió Linc con voz temblorosa—. Por lo menos así es como me siento. Cabrillo encontró un REC7 en el suelo y encendió su potente luz táctica. Linc tenía algo de sangre justo donde tendría el nacimiento del pelo si dejara de afeitarse la cabeza. Enseguida divisó a Linda saliendo de entre dos hileras de asientos y masajeándose el pecho.

—Creo que ahora tengo una talla menos de sujetador. Juan enfocó la luz hacia Seti. El chico tenía un chichón en la cabeza por haberse golpeado contra la pared cuando el autobús volcó por primera vez, pero el arnés que habían improvisado le había mantenido bien sujeto en su asiento y las drogas le habían evitado vivir el horror de lo que acababa de suceder.

Envidiaba al chaval.

—Eddie, ¿te encuentras bien? —preguntó Cabrillo cuando llegó a la parte delantera del autobús. Seng estaba embutido debajo del asiento cerca de los pedales del vehículo.

—Siento un nuevo respeto por cualquier cosa que entra en una secadora de ropa —declaró mientras se liberaba. MacD Lawless estaba caído en el hueco de la escalera. Juan se agachó para comprobar sus constantes, poniendo dos dedos sobre su cuello para buscarle el pulso. Y lo encontró, fuerte y regular. Acababa de apartar la mano cuando el soldado comenzó a despertar.

—Bueno —dijo Juan—, en poco más de una hora hemos pasado de salvarte el culo a ser tú el que nos lo salve a nosotros. Me parece que podría ser un récord.

—No te ofendas —replicó arrastrando las palabras—, pero volvería a pasar por todo esto si no doliera tanto.

—Estás bien. —Cabrillo esbozó una amplia sonrisa y agarró la mano que MacD le tendía—. Y si no... bueno, es culpa tuya.

—Adoptó una expresión seria—. ¿Cómo diablos lo viste? ¿Y cómo pudiste moverte tan rápido?

—Hum, suerte. —MacD dejó que Juan le ayudara a levantarse. Luego le devolvió la sonrisa—. Y miedo.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien —respondió Lawless—. Lo siento, pero lo único que se me ocurrió fue agarrar el volante.

—Tomaste la decisión correcta —le aseguró Juan—. Disparatada, pero correcta.

—Marion —dijo Lawless.

—¿Qué?

—Mi primer nombre. Me habéis salvado la vida; yo he salvado las vuestras. A mi modo de ver eso nos convierte en lo bastante íntimos como para que os confiese que me llamo Marion MacDougal Lawless III. Cabrillo reflexionó sobre aquello durante un momento.

—Tienes razón. MacD es mejor.

—Los dos se estrecharon la mano de manera formal. Juan se volvió hacia Eddie—: ¿Puede seguir esta vieja bañera? Seng respondió conectando de nuevo los cables y acelerando.

—Ya no los fabrican como antaño. El autobús tenía un eje trasero doblado, por lo que este se bamboleaba como un caballo cojo, pero Eddie les aseguró que estarían en Islamabad cuando saliera el sol.

4

Brunei
.

Surgían del mar como castillos modernos, protegidos por el foso más grande del mundo. Plataformas petrolíferas inmensas y desgarbadas sobre gigantescos pilares salpicaban el océano, con altas chimeneas que escupían lenguas de fuego. Un vistazo al horizonte reveló dos docenas de monstruosidades, aunque había cientos justo más allá del horizonte.

Los vastos campos petrolíferos hacían de aquel diminuto sultanato en la costa norte de la isla de Borneo uno de los países más ricos del mundo y de su gobernante, uno de los individuos más acaudalados. Los helicópteros sobrevolaban el lugar transportando hombres y material hasta las plataformas de producción y perforación mientras que sólidas barcazas surcaban el mar entre unas y otras. En uno de esos helicópteros, un Robinson R22 perteneciente al ministro de Energía, viajaba un inspector hasta una de las plataformas más grandes para realizar la revisión anual. Su nombre era Abdullah. Como era corriente en esa parte del mundo, no tenía apellido.

De complexión menuda, y con solo veintiséis años, era nuevo en el trabajo; aquella era la tercera vez que realizaba dicha inspección. En realidad no iba a ser él quien se encargara de la supervisión principal. Otro equipo le seguiría un par de horas más tarde. Su trabajo consistía en recoger y ordenar las montañas de papeleo que el ministerio exigía a cada una de las plataformas ubicadas en sus aguas territoriales.

Era el trabajo sucio que correspondía a su estatus de novato. Pero sabía que sería generosamente recompensado una vez que tuviera antigüedad; los inspectores veteranos ganaban un salario de seis cifras y vivían en mansiones con criados y chófer. Vestía un resistente mono a pesar de que no iba a ver nada que no fuera el despacho de administración de la plataforma, y llevaba un casco de plástico duro sobre el regazo. Sus botas tenían refuerzo de acero en la puntera, como mandaba el reglamento. No fuera a ser que se aplastara los dedos de los pies bajo una avalancha de documentos.

El piloto no había dirigido más de diez palabras a Abdullah desde que despegaron, así que cuando oyó ruido en los auriculares se volvió para comprobar si el tipo le estaba hablando. Vio horrorizado que el piloto se agarraba un lado de la cabeza. Sin nadie que gobernara los mandos, el helicóptero de dos plazas empezó a caer en picado.

Durante un fugaz instante Abdullah pensó que el piloto, veterano a juzgar por su aspecto, se estaba divirtiendo a costa del inspector novato, pero entonces el hombre se desplomó contra la puerta de su lado; su cuerpo se mantuvo erecto gracias a los cinturones de seguridad. El helicóptero comenzó a rotar sobre su eje. Abdullah se sorprendió al recordar la formación elemental que había recibido. Agarró la palanca de control situada a su lado y colocó los pies en los pedales. Aplicó con suavidad contrapresión en el pedal para corregir la rotación y darle al aparato más potencia a fin de ganar altitud. Al cabo de unos veinticinco segundos había conseguido estabilizar en cierta medida el helicóptero, pero no volaba ni remotamente tan bien como cuando el piloto lo había gobernado. Echó un vistazo al hombre. Este seguía desplomado, y aunque no había empezado a palidecer, Abdullah sabía que estaba muerto. A juzgar por la forma en que se había agarrado la cabeza dedujo que había sufrido un derrame cerebral. El sudor resbalaba por la frente de Abdullah y tenía un nudo en el estómago.

La plataforma a la que se dirigían se encontraba aún a treinta millas de distancia, en tanto que su base estaba a veinticinco en la dirección contraria. No se engañaba pensando que podría mantener el aparato en el aire durante tanto tiempo. Su única alternativa era intentar aterrizar en una de las plataformas cercanas.

—Hum,
mayday, mayday, mayday
—dijo sin saber si las radios estaban sintonizadas en la frecuencia correcta, y menos aún si sus auriculares podían acceder a la radio.

No hubo respuesta. Cuando examinó el panel de control para ver qué podía hacer, perdió la concentración durante un instante y el helicóptero comenzó a girar de nuevo. Presa del pánico, se excedió en la compensación y perdió altitud.

El altímetro indicaba que estaba a más de ciento cincuenta metros, pero daba la impresión de que el océano estuviera justo debajo de los patines de aterrizaje. Aflojó la presión sobre los mandos recordando que pilotar helicópteros requería de delicadeza.

Tacto, le habían repetido de manera incesante durante el cursillo de dos días al que había asistido. Aunque no le habían permitido volar en solitario, Abdullah había aterrizado un aparato idéntico en dos ocasiones, y en ambas las manos del instructor nunca se habían separado más de un milímetro de los mandos. Una vez que hubo estabilizado el aparato, dirigió la vista hacia el mar en busca de la plataforma petrolífera más próxima.

Todas ellas contaban con un helipuerto en lo alto del edificio donde se encontraban los alojamientos o, más comúnmente, en un voladizo sobre el océano. Para su consternación, se encontraba en una de las pocas zonas del campo petrolífero y de gas que no estaba siendo explotado en la actualidad. Solo vio una a unas tres millas de distancia. Reconoció que se trataba de una vieja plataforma semisumergible.

Bajo los cuatro sólidos pilares que la sustentaban y por debajo del agua, había dos enormes pontones que podían llenarse o vaciarse mediante control informatizado. Dicha plataforma podía ser remolcada a cualquier lugar del mundo. Una vez allí, los tanques de lastre podían llenarse para estabilizarla y colocar anclajes en el lecho marino para fijarla de nuevo. Lo más probable era que la plataforma estuviera abandonada.

No vio ninguna reveladora columna de humo saliendo de la chimenea, y a medida que se aproximaba reparó en la herrumbre y la pintura descascarillada. Se percató de que nada de eso tenía importancia. Una vez que hubiera aterrizado podría dedicar toda su atención a la radio y llamar pidiendo ayuda. En medio de la monocromática pintura gris había un descolorido círculo amarillo con una «H» en su interior.

Se trataba de la pista de aterrizaje, una plataforma de acero suspendida a más de treinta metros sobre el mar. No era sólida, sino poco más que una rejilla que permitía el paso del flujo de aire generado por las hélices del helicóptero, facilitando por tanto el aterrizaje. Abdullah consiguió aproximar poco a poco el aparato.

No se advertía movimiento en cubierta ni peones trabajando en el área de perforación; nadie salió de la zona habitacional para ver quién se acercaba. Era una plataforma fantasma. Logró situar el helicóptero encima de manera inestable, reduciendo la potencia para descender sobre la plataforma. Dio gracias a Alá por que no hubiera viento. Mantener un helicóptero suspendido en el aire requería de la misma destreza y coordinación necesarias para sostener en equilibrio una pelota de ping-pong sobre una raqueta. Una brisa cruzada habría sido letal. El aparato se meneó de un lado a otro mientras lo hacía bajar.

Deseó poder limpiarse el sudor de las palmas de las manos, pues los mandos se le escurrían por su causa y una gota resbalaba por su nariz. Cuando estimó que solo le separaba de la plataforma poco más de un metro redujo la potencia de forma drástica. Pero como no estaba acostumbrado a tener que calcular la distancia vertical a través de la ventanilla de plexiglás que tenía a sus pies, resultó que la distancia era de tres metros.

El Robinson chocó contra la cubierta con tanta fuerza que rebotó y, al hacerlo, se inclinó hacia un lado. Las aspas del rotor colisionaron contra la parrilla de acero y los trozos que se desprendieron salieron despedidos hacia el mar. La cabina del helicóptero se estrelló de costado contra la cubierta y por suerte se quedó así. De haber dado una vuelta de campana se habría precipitado al agua.

Abdullah no sabía apagar los motores y su única preocupación era salir de la cabina. Todo aquel que viera tantas películas de acción como él era consciente de que los coches, aviones y helicópteros siempre explotaban después de estrellarse. Se desabrochó el cinturón de seguridad y pasó por encima del cuerpo inerte del piloto; el temor dio paso al asco que le provocaba tocar un cadáver.

El motor Lycoming de cuatro cilindros continuó rugiendo detrás de la cabina. Abdullah se las apañó para abrir la puerta del piloto, y la empujó hasta que quedó pegada al fuselaje. Tuvo que apoyarse sobre la cadera del piloto para tomar impulso. ¿Era gas eso que olía? Un nuevo ataque de miedo le invadió y saltó del aparato. En cuanto sus pies tocaron la rejilla, salió corriendo de la plataforma de aterrizaje en dirección al edificio habitacional, una enorme estructura metálica que ocupaba un tercio de la superficie de la enorme construcción petrolífera.

BOOK: La selva
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