La torre de perforación se alzaba sobre ella como una larguirucha red de puntales de hierro que parecía una torre Eiffel en miniatura. Abdullah se dio la vuelta al llegar a la esquina del edificio. No vio fuego, sino humo saliendo del compartimiento del motor, que se volvía más denso con cada segundo que transcurría. Y entonces se le pasó por la cabeza el terrible pensamiento de que tal vez el piloto no estuviera muerto. No sabía qué hacer. El humo se hizo aún más denso. Pudo ver dentro de la cabina a través de la cubierta transparente del morro del aparato. ¿Se había movido el piloto o era un efecto del calor que distorsionaba la imagen?
Dio un paso hacia delante, como si quisiera volver al helicóptero, cuando empezaron a salir llamas de la base de la columna de humo. No se trataba de una de esas devastadoras explosiones de Hollywood o de los cineastas de Hong Kong, sino de una combustión constante que envolvió rápidamente el aparato. El crepitar del fuego ahogó el zumbido del motor del helicóptero al tiempo que el humo ascendía hacia el cielo. Abdullah se quedó petrificado pensando que iba a quedarse allí para siempre. Si aquella plataforma estaba abandonada no había razón para que alguien fuera hasta ese lugar. Estaba atrapado.
No, se dijo a sí mismo. No acababa de sobrevivir a un accidente aéreo para morir en una plataforma petrolífera desierta. El humo, pensó. Seguro que alguien lo vería e iría a investigar. Entonces recordó que toda plataforma a cien millas a la redonda expulsaba humo, y este no iba a durar mucho.
No había demasiadas probabilidades de que una barcaza o un helicóptero lo vieran antes de que se extinguiera. Pero si él veía que se acercaba alguien podría encender otro fuego para hacerles señales. Sí, eso sería lo que haría. Inspiró hondo varias veces. Las manos ya no le temblaban tanto y el nudo del estómago se iba aflojando poco a poco. Esbozó una amplia sonrisa ante su buena suerte y no tardó en romper a reír. En cuanto volviera a la oficina sería un héroe.
Seguramente le darían un ascenso o al menos unos días libres pagados. Abdullah siempre había sido capaz de encontrarle el lado bueno a cualquier situación. Era un optimista y siempre lo había sido. Divisó un gran extintor y, preocupado aún por una explosión, fue a por él. El calor era abrasador, si bien las llamas se extinguieron rápidamente cuando las roció con el inhibidor químico. Al parecer el combustible que había chorreado del helicóptero era lo que alimentaba el fuego, pero la mayoría se había filtrado a través de la rejilla metálica.
Las llamas se apagaron en un minuto. Se sintió aliviado al ver que el fuego no había devorado el cuerpo del piloto. Después de ocuparse de eso sintió que podía dedicarse a explorar el edificio destinado a alojamiento. Cabía la posibilidad de que dentro hubiera una radio que funcionara. Volvió sobre sus pasos y sin perder tiempo buscó una puerta que condujese al interior del bloque de cuatro pisos. Estaba cerrada con un candado. Abdullah no se dio por vencido, sino que registró la cubierta hasta que encontró un largo tubo de hierro que serviría a su propósito.
Lo introdujo en la reluciente cadena e hizo palanca. Los eslabones ni siquiera repiquetearon, pero el pasacabos soldado al lateral del edificio se torció y se soltó. Dejó el tubo y tiró de la puerta, que chirrió sobre sus goznes haciéndole apretar los dientes. Hacía meses que no se abría. El pasillo que se extendía más allá estaba sumido en una tenebrosa oscuridad. Del interior de un pequeño bolsillo cosido a la manga del mono sacó una delgada linterna y la encendió. Había sido distribuida por el ministerio y proyectaba una potente luz blanca que no encajaba con su tamaño.
Las paredes y el suelo eran de acero, prácticos, y no estaban cubiertos de polvo. No los habían limpiado, pero al no haber presencia humana tampoco había nada que formase polvo en la estructura sellada. Echó un vistazo a varios despachos. El mobiliario permanecía allí y un calendario de hacía tres años, pero no quedaban archivos ni documentos de ningún tipo. Incluso los objetos corrientes, como grapadoras y lápices, habían desaparecido. Aunque la plataforma era antigua, seguía siendo demasiado valiosa para abandonarla de ese modo.
Como mínimo, representaba varios millones de dólares en chatarra. Sabía que era bastante habitual que en ocasiones las plataformas cayeran en desuso durante varios meses, pero ¿años? Aquello no tenía sentido. Al fondo del pasillo había una escalera que ascendía hasta el siguiente nivel. Abdullah la subió sin demora. Hacía calor dentro del edificio, que llevaba todo el día cociéndose al sol tropical. Al llegar arriba se encontró con dos puertas cerca del rellano.
Una conducía a otro corredor y seguramente a las habitaciones del personal. Cuando abrió la segunda se vio sorprendido por una corriente de aire helado. El cambio de temperatura era tan brusco que dio un paso atrás antes de entrar en la espaciosa habitación.
—¿Qué diablos? —dijo en voz alta, sin estar seguro de si debía dar crédito a lo que veían sus ojos. Y finalmente comprendió. Estaba en la J-61. Maldita fuera su suerte; aquella era la única plataforma que estaba prohibida a todo el personal del ministerio.
Desconocía la razón de dicha orden, solo sabía que procedía de las altas esferas, y le habían dicho sin ambages que jamás, bajo ningún concepto, debía poner un pie en esa plataforma. Pero Abdullah no lo entendía. ¿A qué venía tanto alboroto? Lo único que veía era un puñado de...
—¡Eh, usted! —dijo una voz a su espalda. Alguien había llegado por el pasillo. Abdullah se dio la vuelta levantando las manos en un gesto apaciguador.
—Lo siento. Verá, mi helicóptero se ha estrella... El hombre le asestó un puñetazo en el estómago con tanta fuerza como para derribarle. Antes de que pudiera pensar siquiera en defenderse, le propinó un nuevo puñetazo en la sien que le dejó paralizado. Y entonces una pesada bota le aplastó la cara y Abdullah quedó inconsciente.
Volvió en sí poco a poco, como aquella mañana después de que unos amigos y él desobedecieron abiertamente los principios islámicos y se agarraron una buena cogorza. Le dolía la cabeza, el estómago le ardía y apenas era capaz de abrir los ojos. No veía nada salvo borrones y manchas de luz. Nada tenía lógica. Oyó voces y trató de volver la cabeza. Tenía las vértebras hechas polvo. Jamás en toda su vida había sentido tanto dolor. ¿Qué había sucedido?, se preguntó.
Las voces. El hombre. Un guardia, tal vez. La paliza. Todo volvió a su cabeza de golpe. Intentó moverse, pero se dio cuenta de que estaba atado a una silla. El pánico hizo presa en él, agudizando sus sentidos un poco, y para su horror se percató de que estaba de nuevo en el helicóptero, atado junto al cuerpo parcialmente calcinado del piloto. Alguien había enderezado el aparato, levantándolo sobre los patines de aterrizaje, y le había abrochado el cinturón de seguridad.
Intentó desabrochar los arneses, pero habían enrollado la hebilla con tantas vueltas de cinta adhesiva que era como un gran bulto plateado sobre su regazo. Sintió un movimiento. ¡Estaban empujando el helicóptero! Miró al frente justo cuando el horizonte se elevaba por encima de su cabeza. A través de la cabina solo podía ver el océano y a continuación sintió el impacto de la aceleración. Estaba atado sin poder hacer nada mientras el helicóptero caía en picado de la plataforma.
El Robinson chocó contra el agua a velocidad casi terminal, partiéndole el cuello a Abdullah y poniendo piadosamente fin a su vida antes de que pudiera ahogarse. Veinte minutos después, cuando el administrador de la plataforma que supuestamente debía inspeccionar contactó con el ministerio, sonó la alerta. Enviaron helicópteros de rescate y lanchas patrulla de inmediato. No se hallaron rastros del Robinson, de su piloto ni de su acompañante. Un astuto piloto de helicóptero sobrevoló incluso la plataforma J-61 solo por si acaso, pero parecía tan desierta como siempre, ya que habían limpiado de manera meticulosa cualquier señal del incendio. El secreto que albergaba estaba a salvo una vez más.
Cabrillo había pasado la primera media hora del vuelo en la parte posterior del lujoso camarote del Gulfstream V al habla con Max Hanley. Hanley era el vicepresidente de la Corporación, ingeniero jefe del
Oregon
y mejor amigo de Juan. Había estado con él desde que se les ocurrió la idea de montar una empresa de seguridad privada con base en un barco. Toda la tripulación lo sabía, pero pocos conocían la historia de cómo los dos hombres se habían asociado.
Cabrillo había pasado su carrera profesional como NOC, agente encubierto sin reconocimiento oficial, a las órdenes de la Agencia Central de Inteligencia. Aquel era el término burocrático para nombrar a un espía. Hablaba árabe y ruso de manera fluida, así como castellano e inglés, y había estado destinado en algunos de los puntos más conflictivos del mundo. Se había metido y salido de más apuros de los que podía contar.
Poco tiempo después de que el Muro de Berlín cayera se dio cuenta de que el final de la Guerra Fría representaría un incremento de los conflictos regionales y que ninguna de las agencias de inteligencia estadounidenses iba a ser lo bastante hábil para responder, por lo que decidió ir por su cuenta como empresario privado. La Corporación se haría cargo de aquellos trabajos que eran tan sucios que nadie más podría abordar con cierta libertad de maniobra. Juan poseía suficientes contactos en el gobierno para asegurarse de que estarían ocupados durante años. Había hablado de ello con Langston Overholt, su mentor. Muy a su pesar, Lang estuvo de acuerdo con los cálculos de Cabrillo.
Le desagradó perder a su agente estrella, aunque supo reconocer las posibilidades que la Corporación le proporcionaría. Asimismo sugirió a Juan que localizase a un tal Maxwell Hanley. Cuando le preguntó quién era, Lang le explicó que había sido el ingeniero jefe a bordo del
Glomar Explorer, el célebre barco construido por Howard Hughes, que había reflotado parcialmente el submarino K-129 clase Golf. A lo que Juan alegó que dicho episodio
había tenido lugar en 1974, por lo que Hanley sería demasiado viejo para trabajar como mercenario.
Lang le dijo a su vez que Hanley no estuvo en aquella primera expedición, sino en una posterior que todavía estaba clasificada como de alto secreto. Hanley había supervisado las operaciones mientras la nave estaba supuestamente inactiva en la bahía de Suisun en California. De hecho, había camuflado un viejo carguero para que se pareciera al
Glomar Explorer
mientras llevaban el original a un punto cerca de las islas Azores para reflotar un submarino con misiles balísticos clase tifón, con su carga suplementaria completa de veinte ICBM y doscientas cabezas nucleares.
Aquello tuvo lugar en 1984, y si bien Hanley había empezado como soldado en Vietnam, era demasiado terco como para considerarse viejo. Cabrillo encontró a Max dirigiendo un desguace a las afueras de Barstow, California, y al cabo de diez minutos logró que le lanzara las llaves a su ayudante y que saliera por la puerta. Cuando el
Oregon
fue seleccionado como base de operaciones y se completaron las obras de remodelación en Vladivostok, a manos de un almirante ruso corrupto que amaba los dólares americanos y a las chicas coreanas en igual medida, los dos hombres eran ya como un viejo matrimonio.
Por supuesto que discutían, pero nunca se faltaban al respeto el uno al otro. Hanley más tarde reconocería que se habría marchado del desguace con Juan un minuto después de que este emprendiera su persuasivo discurso.
—Así que esta es su vida y milagros sobre el papel —dijo Max a través de la línea telefónica segura. Estaba a bordo del
Oregon
, anclado justo a las afueras de Karachi.
—Es realmente impresionante —opinó Juan. Había llamado a Max cuando viajaban por la superautopista de seis carriles que conectaba el paso de Jiber con Islamabad y le había pedido que realizara una búsqueda completa del historial de Marion MacDougal Lawless—.
Dos años en Tulane, pero lo dejó y se unió al ejército el 12 de septiembre.
—Lo cual significaba que el día después del ataque terrorista del 11-S entró en una oficina de reclutamiento y se alistó como soldado raso, igual que habían hecho miles de bravos hombres y mujeres—. Estuvo en los Rangers, donde destacó según cuentan. Acumuló un par de menciones honoríficas y después de ocho años optó por unirse a Fortran Security en calidad de contratista privado.
—Se precisan las mismas habilidades que para estar en los Rangers —medió Max—, pero pagan diez veces más.
—Conozco Fortran —replicó Juan—. Es una organización de primera, así que pagan veinte veces más.
—Lo que sea —adujo Max con su habitual impaciencia—.
También tiene una ex mujer y una hija. Casi todo lo que gana va a parar a una dirección en Nueva Orleans que supongo que es la de su ex.
—Solo una, ¿eh? —bromeó Juan. Max tenía tres, y a todas les pasaba una pensión.
—Estamos en medio de una recesión. Hay miles de cómicos en paro, ¿y tú te crees gracioso? Hablando de delirios de grandeza... En fin, como te iba diciendo, ese es él sobre el papel. ¿Cómo es en persona? —Max, le habían dado una paliza brutal, y mientras que yo contemplaba embobado cómo volaba por los aires un talibán, él vio al Predator, que yo sabía que andaba por ahí, disparar su misil y actuó como no he visto a nadie hacerlo en mi vida. Nos salvó la vida. De eso no cabe la menor duda.
—¿Y? —le apremió Hanley.
—Nos falta uno desde que perdimos a Jerry Pulaski en Argentina. Quiero hablarlo con Eddie, como director de operaciones terrestres, y con Linc, como nuestro jefe del equipo de asalto, pero creo que podríamos tener a nuestro sustituto. Ha sido ranger del ejército durante ocho años y ha pasado mucho tiempo metido en la mierda. Sin contar con que solo hacía una hora que nos conocíamos y ya había logrado impresionarme.
—¿Y qué hay de su contrato con Fortran? —preguntó Max—. Además me gustaría verificar la historia de cómo fue capturado. Solo hago de abogado del diablo, pero quizá este tipo ha perdido agudeza.
—Hablaré con él y te lo consultaré antes de tomar una decisión —prometió Cabrillo—. ¿Se sabe algo del padre de Setiawan?
—Hay un avión medicalizado en el aeropuerto de Karachi. El viejo no ha venido, pero ha enviado a su esposa y a los abuelos del chico. En cuanto cogiste la carretera a Islamabad les avisé de que estarías allí al mediodía. ¿Cuál es tu hora de llegada estimada?