Read La selva Online

Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (7 page)

BOOK: La selva
7.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Eh, soldado!

—¿Me dice a mí? —preguntó el hombre rubio.

—Conozco el nombre de los aquí presentes, de modo que sí. ¿Podrías recorrer unos veinticinco kilómetros a pie? Cabrillo valoró que el tipo se tomara un momento para pensar su respuesta.

—No, señor. Lo siento, pero me han estado apaleando desde que me cogieron. No tengo nada roto, pero sí muchos desgarros.

—Se levantó la camisa para mostrar un buen número de oscuros hematomas por todo el pecho y el abdomen a juego con el moratón del ojo izquierdo—. Tal vez pueda hacer ocho kilómetros en terreno llano, pero en estas montañas no conseguiré hacer ni uno.

—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Linda.

—El cañón puede convertirse en una trampa mortal si tenemos al Predator justo encima. Me estoy planteando deshacernos del autobús y volver a nuestro plan original.

Pedirle a Linc que cargase con el tipo sería demasiado, aunque Juan sabía que el grandullón lo intentaría con todas sus fuerzas. Consideró la posibilidad de realizar la caminata por etapas, pero cuanto más tiempo permanecieran en aquella región, mayor riesgo correrían de ser descubiertos por las innumerables patrullas de talibanes.

—Director, tenemos un problema —dijo Eddie de repente—. Veo unos faros aproximándose. Cabrillo maldijo entre dientes. Pensar en ello había hecho que sucediera. Las únicas personas que transitaban las carreteras a esas horas eran talibanes o aliados de al-Qaeda.

—¿Qué quieres que haga?

—Mantén la calma. Tal vez nos dejen en paz. Los haces de luz gemelos brincaban en la oscuridad a unos ochocientos metros por delante de ellos en aquella carretera llena de baches. Entonces los faros iluminaron de un lado a otro el renqueante autobús al virar, deteniéndose acto seguido. El conductor había apostado el vehículo formando un control policial. La buena suerte que les había acompañado al escapar del poblado se les había acabado.

—Y ahora ¿qué?

—Dame un segundo —respondió Juan con la misma serenidad que Eddie había mostrado antes—. ¿Qué clase de vehículo llevan? —Para cuando sea capaz de distinguirlo ya será demasiado tarde —replicó Seng.

—Tienes razón —adujo Juan con aire sombrío. Pese a que hablaba el árabe tan bien como un nativo de Riyadh, dudaba que fuera capaz de conseguir que se lo tragasen y poder superar el puesto de control, no con un tipo de etnia china, uno de color, un muchacho indonesio y una chica con toda la pinta de ser americana.

—Sortéalos y reza para que no haya un campo de minas junto a la carretera. Armas preparadas.

—Señor director —dijo el desconocido—. El dedo del gatillo lo tengo perfectamente. Juan se acercó y le entregó su FN Five-seveN.

—¿Cómo te llamas? —Lawless —dijo—. MacD Lawless. Era soldado de asalto antes de pasarme al sector privado.

—¿MacD?

—Diminutivo de MacDougal. Mi segundo nombre, que es mínimamente mejor que el primero.

—¿Cuál es? El tipo era guapo, y cuando sonreía parecía salido de un cartel de reclutamiento o un modelo de Calvin Klein.

—Se lo diré cuando le conozca mejor.

—De acuerdo —convino Juan echando un vistazo por el parabrisas. Gracias al tenue resplandor de los faros del autobús alcanzó a ver que se trataba de una camioneta que se había atravesado para bloquear la carretera de un solo carril.

Había tres hombres parados delante de ella, con las cabezas cubiertas por turbantes y las armas apuntando hacia ellos, y dos combatientes más en el remolque descubierto; uno agachado sobre una pesada ametralladora; el otro, listo para suministrar una cinta de munición que sujetaba como si de un bebé se tratara.

—Si nos disparan con eso estamos perdidos —farfulló Linc.

—Parece que estos tipos no saben que este es el autobús mágico y misterioso de Aladino el talibán —bromeó MacD.

La opinión que Cabrillo tenía del hombre mejoró. Le caía bien cualquiera que fuera capaz de hacer chistes malos antes de entrar en combate.

—Voy a desviarme a la izquierda para que la cabina de la camioneta quede entre esa vieja PKM rusa y nosotros. Juan sabía hacia dónde iba a girar antes de que Eddie lo dijera, puesto que era lo más lógico desde un punto de vista táctico, de modo que ya se había agazapado bajo una ventanilla en la parte derecha del autobús, con el cañón del rifle asomando por encima del desportillado marco cromado. Sintió en la boca el regusto metálico de la adrenalina que corría por su organismo.

3

Faltaban dieciocho metros para llegar. Eddie continuó su camino, aunque había reducido un poco la velocidad para que los hombres encargados del control policial creyeran que iba a detenerse. Ninguno de los tipos que tenía delante parecía excesivamente preocupado aún, pero cuando se acercaron, uno de los soldados levantó la mano en alto en un gesto universal que indicaba que debían hacerse a un lado. Aquella fue la señal que Seng estaba esperando.

Pisó el acelerador y con mucho cuidado hizo bajar el autobús por el estrecho arcén de gravilla. Las piedrecillas sueltas rechinaban bajo el pesado vehículo dejando una gran polvareda a su paso. Los talibanes ni siquiera aguardaron un segundo ante aquella afrenta a su autoridad y empezaron a disparar.

El armazón del motor absorbió disparo tras disparo mientras las balas impactaban en el parabrisas cuarteándolo antes de que estallara por completo. Eddie sufrió una serie de pequeños cortes cuando los vidrios alcanzaron la piel de su rostro. El equipo de la Corporación respondió a la agresión acribillando la camioneta de un parachoques al otro.

Si aquel terreno hubiera sido menos irregular podrían haber acertado a un blanco concreto, pero desde un vehículo en marcha, y estando tan cerca, tenían que disparar a bulto. El interior del autobús se llenó de una fina neblina de residuos de pólvora y cristal pulverizado mientras los dos bandos intercambiaban disparos letales casi a bocajarro.

El hombre que disparaba la ametralladora montada sobre un afuste cayó cuando Linc vació casi un cargador entero en su dirección, aunque el que sujetaba la munición resultó milagrosamente ileso. Los otros tres hombres se habían tirado cuerpo a tierra y la parte inferior de su propia camioneta les bloqueó la vista cuando el autobús pasó por su lado.

Acababan de pasar cuando el encargado de la munición reemplazó a su camarada detrás de la ametralladora y abrió fuego. Con casi el doble de carga explosiva que un AK-47, las descargas de la PKB parecían balas antiblindaje. La parte trasera del viejo autobús escolar recibió dos docenas de agujeros humeantes: los proyectiles eran tan potentes que atravesaron un par de hileras de asientos antes de perder fuerza.

Algunos recorrieron el vehículo entero. Si Eddie no hubiera conducido como un anciano por Florida, con solo sus manos a la vista, habría recibido dos balazos en la parte posterior del cráneo.

—¿Estáis todos bien? —gritó Juan, cuya capacidad auditiva estaba mermada por el ensordecedor estruendo del tiroteo. Cuando su gente le informó que estaba ilesa, Cabrillo echó un vistazo al joven Setiawan Bahar.

El adolescente continuaba sumido en un estado de inconsciencia inducido por las drogas. Algunos fragmentos de cristal le habían caído encima pero, aparte de eso, daba la impresión de que estuviera durmiendo en su cama, allá en Yakarta.

—¿Nos persiguen? —preguntó Eddie—. Todos mis retrovisores se han ido a la mierda. Cabrillo miró hacia atrás.

El puesto de control se encontraba a poca distancia, pero podía distinguir las siluetas recortadas a la luz de los faros. Era evidente que los hombres se estaban organizando para dar caza al autobús y acabar lo que habían empezado.

Su camioneta tenía más velocidad, maniobrabilidad y potencia que aquella cafetera. Habían tenido suerte de pasar el puesto de control. Juan también sabía que esa suerte era efímera a lo sumo, y absolutamente caprichosa la mayoría de las veces.

—Pues claro que vienen. —Espera —dijo Eddie de pronto. Parecía que el autobús se había montado en un ascensor expreso que caía en picado. Habían llegado al punto donde la carretera iniciaba un extenuante descenso en zigzag.

Cualquier idea de abandonar el autobús antes de alcanzar la zona en que serían un objetivo potencial se esfumó de la mente de Juan. Ya era demasiado tarde, más aún teniendo a los talibanes tras ellos como si el tipo de la bandera a cuadros hubiera dado la salida a la carrera de las Quinientas Millas de Indianápolis.

De la camioneta en marcha salió una andanada de balas trazadoras que se dirigían hacia el veloz autobús, dejando una estela fosforescente a su paso. Tenían un gran alcance, pero no precisión. El tirador debía de estar teniendo apuros para mantenerse en el vehículo, sin contar con el esfuerzo que requería manejar la pesada ametralladora.

En la parte frontal del autobús, Eddie forcejeaba con el volante como un loco, sin atreverse a apartar la mirada para echar un vistazo a lo que había a la derecha. La carretera serpenteaba al borde del cañón y pegada a lo largo de una pared de piedra como si estuviera sacada de un antiguo episodio del Correcaminos.

Qué no daría por tener un cohete marca Acme a mano en esos momentos. La pared de piedra pasó volando a escasos centímetros de las ventanillas de la izquierda. Bajo la luz plateada de la luna, el panorama que se extendía a la derecha parecía un pozo sin fondo. Juan no podía imaginar que la vista desde la cima del Everest pudiera ser mucho más amplia que aquella. Si estiraba el cuello podía ver la carretera abajo, allí donde formaba una pronunciada «ese». MacD Lawless se unió a él junto a la destrozada puerta trasera.

Tenía el REC7 de Eddie y los bolsillos del muslo de sus pantalones de camuflaje llenos de cargadores de repuesto.

—Imagino que su hombre no puede conducir y disparar a la vez.

—Le entregó a Juan su pistola—. Un buen ejemplar, pero pienso que esta Barrett es más indicada para la situación en que nos encontramos.

Tenía un acento que Juan no acertaba a situar.

—Nueva Orleans —respondió Lawless cuando le preguntó, pronunciándolo de forma cerrada.


The Big Easy
. La facilona. —Casualmente, eso mismo puede decirse de mi hermana. —Lawless esbozó su bonita sonrisa—. En realidad no tengo hermanas, pero me encanta ese chiste. Aquel respiro duró otro segundo hasta que la camioneta dobló una curva tras ellos y el tirador tuvo de nuevo un blanco.

Las balas rebotaban en la pared del cañón y volaban por el valle, algunas incluso encontraron su objetivo perforando más agujeros en la parte trasera del autobús. Lawless se mantuvo impasible mientras disparaba con lentitud, sin vacilar. Cuando Linc y Linda se unieron a ellos, los cuatro vaciaron un cargador en la polvorienta carretera, lo que al parecer bastó para disuadir al conductor de la camioneta, pues disminuyó la velocidad hasta que el autobús les sacó una curva de ventaja. Eddie pisó el freno sin previo aviso y dio un brusco volantazo.

El autobús derrapó clavándose en la tierra al tomar la primera de las curvas cerradas. El neumático exterior del doble eje trasero quedó suspendido en el aire durante un instante antes de que Eddie pudiera volver a plantar todas las ruedas en la carretera. Los cuatro que iban al fondo del autobús se vieron lanzados como muñecas de trapo. Linc perdió la consciencia después de darse en la cabeza contra un poste metálico, a Linda le sangraba la nariz y Juan propinó sin querer un cabezazo a MacD haciéndole expulsar el aliento de golpe.

El conductor de la camioneta no se había detenido debido a sus disparos, sino que había reducido la velocidad a sabiendas de que se aproximaba a la curva. Una lluvia de balas perforó el delgado techo del autobús. El conductor se había detenido al borde del precipicio para que el hombre de la ametralladora pudiera tirotearlos. No tenían dónde esconderse ni ponerse a cubierto. Los potentes proyectiles atravesaron el suelo sin apenas detenerse.

Solo la suerte y el acelerón de Eddie les libraron. Juan comprobó de inmediato cómo estaba Setiawan, y vio que continuaba durmiendo plácidamente. Enseguida aparecieron los faros de la camioneta bajando por la curva y lanzándose una vez más en su persecución.

—¿Te gusta apostar, director? —preguntó Lawless mientras tomaba aliento para llenar los pulmones—. A mí sí, y creo que nuestras probabilidades se están yendo a la mierda. Juan no tenía más remedio que estar de acuerdo. La situación tenía que explotar por algún lado, y pronto. En la siguiente curva no iban a tener tanta suerte.

—Rebuscad por aquí —gritó—. A ver si encontráis algo en este montón de chatarra que podamos usar. Todos se pusieron a mirar debajo de los asientos. Juan sacó como pudo un baúl que estaba metido bajo uno de los bancos.

Estaba cerrado con un candado de hierro que parecía haber sido forjado cuando su antepasado y tocayo descubrió California. Sacó su pistola, apuntó a cierta distancia, ladeándola, y disparó. La bala destrozó la cerradura de hierro y rebotó sin causar ningún otro daño. Dentro había varios
burkas
de mujer, pero a juzgar por el tamaño debían de haber sido confeccionados para que los hombres pudieran utilizarlos como disfraces.

Cabrillo consideró que se trataba de un truco de cobardes, aunque efectivo. Bajo aquellas sosas ropas encontró un cinturón hecho con bloques de explosivo plástico, saquetes llenos de trozos de metal para que hicieran las veces de metralla y un temporizador que iba colocado en la parte superior de la espalda para que el futuro mártir no pudiera desactivarlo.

El cinturón se ponía de un modo que el terrorista no pudiera quitárselo. Juan se preguntó si lo habían llevado al poblado para Seti y llegó a la conclusión de era muy posible que así fuera. La ira le atravesó, produciéndole una quemazón cáustica que le formó un nudo en la garganta e hizo que los hombros se le pusieran tan rígidos como un armazón de hierro.

—Hagas lo que hagas —gritó Eddie por encima del viento que se colaba en el autobús plagado de balazos—, que sea rápido. Ahí viene otra curva. Cabrillo y Lawless se miraron a los ojos durante un momento con la misma idea en mente.

—¿Cuánto tiempo calculas? —preguntó MacD.

—Tiene que bastar con cuarenta y cinco segundos.

—Juan manipuló el temporizador para ajustarlo, pero no lo activó hasta que casi habían llegado a la curva.

Cabrillo presionó el botón para poner en marcha el reloj y arrojó la bomba por la ventana. Eddie pisó el freno a fondo mientras sujetaba el volante con todas sus fuerzas, ya que el autobús carecía de dirección asistida. Tal como había sucedido antes, la carretera descendía en una doble curva cerrada.

BOOK: La selva
7.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Under a Raging Moon by Zafiro, Frank
Last Call (Cocktail #5) by Alice Clayton
The Crime Tsar by Nichola McAuliffe
Errata by Michael Allen Zell
Thinblade by David Wells
The Apple Tart of Hope by Sarah Moore Fitzgerald
Hard Silence by Mia Kay