La selva (2 page)

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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
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Cuando alguno de los dos dispositivos apuntaba directamente a un arquero o vigía, el artilugio se quedaba fijo durante un momento. Nada parecía cambiar. No se escuchaba ningún estrépito, ninguna detonación ni señal de que algo estuviera sucediendo, pero cada vez que esos barriles se centraban en un vigía, el hombre se agachaba de repente y ya no volvía a vérsele.

El emisario del Khan miró a Khenbish buscando algún tipo de explicación. El taciturno general estaba estudiando los parapetos a través del trozo de cristal oscurecido que tenía el tamaño de un espejo de mano de mujer. Instó al caballo con la rodilla para que se acercara y luego alargó el brazo para ofrecer el cristal. El diplomático lo cogió del ornamentado mango de marfil y se lo acercó al ojo.

Parpadeó rápidamente y echó un vistazo a la ciudadela amurallada por encima del borde para acto seguido mirar de nuevo a través del cristal. El vidrio ahumado sumía la escena en una inquietante penumbra a pesar de la brillante luz del sol, pero no fue eso lo que le sobresaltó, sino los sólidos rayos de luz, tan delgados como la hoja de un estoque, que brotaban de las dos torres. Los haces de color escarlata surgían como lanzas de las extrañas estructuras y peinaban la parte superior de los muros.

Mientras observaba, un guardia asomó la cabeza por el hueco entre dos almenas. Ambos rayos se dirigieron hacia él de forma inmediata. La luz le recorrió la cara y, pese a que había demasiada distancia como para estar seguro, el emisario creyó ver que los rayos se centraron en los ojos del hombre. En cuestión de segundos el indefenso guardia se agachó moviendo la cabeza con furia.

Apartó el cristal por segunda vez. El velo sepia desapareció; también los rayos de luz del color de los rubíes. Todo estaba en silencio salvo por los movimientos de las dos cajas de madera cuya finalidad, sin la ayuda del cristal, era imposible saber.

Su expresión de perplejidad se tornó aún más profunda.

—La mirada del dragón —dijo Khenbish sin volverse—. Así lo llaman mis hombres.

—Y vos —preguntó el enviado—, ¿cómo lo llamáis? Khenbish tiró de las riendas para girar su montura.

—Una victoria segura.

—No lo comprendo. ¿Cómo funciona?

—En cada dispositivo hay un cristal octogonal de gran tamaño procedente de una mina del sur. No me preguntéis por su mecánica, pero utilizando un conjunto de espejos perforados canaliza la luz del sol capturada en el cono y la focaliza de tal manera que puede cegar temporalmente a un hombre si le da en los ojos.

—Y sin embargo, ¿es invisible?

—Aparece un pequeño punto rojo cuando alcanza su objetivo, pero el rayo solo puede verse a través del cristal que vos tenéis en la mano. —Centró la atención de nuevo en el caballo—.

Ha llegado el momento de poner fin a este asedio. El hombre del Khan contempló de nuevo las imponentes murallas y la gruesa puerta de madera. Parecía tan impenetrable como la gran muralla del norte de la capital. No alcanzaba a entender cómo cegar a unos pocos vigías podía poner fin al sitio. Pero claro, procedía de una familia de mercaderes y no sabía nada sobre guerra ni tácticas militares.

—¡A la carga! —ordenó Khenbish.

A pesar de que el emisario esperaba que hombres y bestias avanzaran enérgicamente hacia las lejanas murallas, emprendieron la ofensiva de manera sigilosa y pausada. El ruido de los cascos de los caballos quedaba amortiguado por tupidos sacos de lana, de modo que apenas hacían ruido al avanzar. Habían cinchado tan fuerte los arneses, las sillas y las alforjas que se apreciaba el habitual crujido del cuero, y los hombres apremiaron a sus monturas con quedos susurros. Al cerrar los ojos, el emisario fue incapaz de apreciar que cincuenta jinetes pasaban al trote por su lado.

De todos sus sentidos, tan solo el del olfato detectaba el leve olorcillo a polvo que levantaban los cascos amortiguados de los animales. Aunque no era un hombre de la milicia, sabía por instinto que aquella era la fase crítica del plan del general. Levantó la vista. El cielo continuaba despejado, pero una nube de polvo avanzaba hacia el campo de batalla. Su sombra incidía como un eclipse sobre las colinas detrás de la ciudad. Temía que la poderosa arma secreta de Khenbish quedara inutilizada si la nube se colocaba encima de ellos. Hacía ya unos minutos que ningún vigía se había asomado. Podía imaginar la ansiedad y confusión que cundía entre los defensores al no saber qué les había atacado o cómo les habían dejado ciegos. No se trataba de una comunidad demasiado numerosa, y gracias a sus viajes sabía que la gente del campo solía ser supersticiosa. ¿Qué clase de brujería les había condenado a no poder ver?

Como un ejército de soldados fantasma, la columna de jinetes cruzaba los campos de cultivo a buen ritmo. Las monturas estaban tan bien adiestradas que no relinchaban siquiera.

La nube estaba todavía a unos minutos de distancia. El emisario hizo un cálculo mental con celeridad. Era algo inminente, y ni aun así los jinetes aceleraron el paso. El general inculcaba disciplina por encima de todo. Una cabeza asomó por encima de la muralla, y la luz de ambos cañones giró hacia ella con tanta rapidez que apenas le dio tiempo a vislumbrar nada antes de que los rayos invisibles le quemaran las retinas.

Khenbish se puso rígido sobre su caballo esperando escuchar un grito de alarma que diera a los arqueros la señal de disparar sus flechas. Apretó los dientes cuando escuchó un graznido desde lo alto. No era más que un cuervo posado en la rama de un árbol que tenían a su espalda. El jinete que iba en cabeza alcanzó la puerta de madera y arrojó al suelo la bolsa que llevaba sujeta a la silla. Al cabo de un momento, otro hizo lo mismo. Luego otro y otro más. La pila fue creciendo hasta convertirse en un montón deforme contra la empalizada. Por último, alguien dentro de las murallas demostró cierta inteligencia. Cuando asomó la cabeza por las almenas, justo a la derecha de la puerta, mantuvo una mano sobre los ojos y miró hacia abajo. Su grito de alarma resonó alto y fuerte en el campo de batalla. El elemento sorpresa se había perdido.

Los jinetes dejaron el sigilo a un lado y se lanzaron a todo galope. Los últimos arrojaron sus bolsas ante la puerta y dieron media vuelta. Se dispersaron mientras las flechas disparadas a tientas desde dentro de los muros oscurecían una vez más los cielos. Pero no eran las flechas las que ocultaban el sol, sino la nube que se había ido aproximando en silencio. Y por algún capricho del destino, los vientos que la habían impulsado dejaron de soplar, de modo que se situó como un enorme parasol encima de la aldea. Sin la luz directa del sol, las armas de rayos de Khenbish eran inútiles.

Los centinelas se percataron de lo que se avecinaba y empezaron a arrojar cubos de agua a la pila de bolsas, que casi llegaba hasta mitad de la gruesa puerta de madera. El general se había anticipado a aquello y se había asegurado de que estuvieran cubiertas por una buena capa de resina para que el agua no pudiera penetrar en el interior. Movidos por la desesperación, los arqueros aparecieron en el muro y apuntaron con cuidado antes de lanzar sus flechas. Los jinetes llevaban el pecho cubierto por armaduras y la cabeza resguardada por yelmos, pero tenían la espalda desprotegida, y las saetas no tardaron en dar en el blanco.

En cuestión de minutos, varios caballos deambulaban sin rumbo por el campo mientras sus jinetes yacían en tierra, unos agonizando y otros totalmente inmóviles. Uno de los hombres de Khenbish cabalgó pegado a la muralla, de pie sobre los estribos, con una flecha preparada en su arco de caballería. En la afilada punta de bronce llevaba un trapo enrollado empapado en brea que estaba ardiendo. Una vez disparó, tiró con fuerza de la rienda izquierda.

El caballo conocía la señal y se tumbó sobre el flanco levantando una nube de polvo, sus patas pisaban de manera violenta en tanto que su pesado cuerpo protegía al jinete de lo que estaba a punto de suceder. La flecha dio en la pila de bolsas junto a la puerta a la vez que arrojaban un cubo de agua desde el parapeto. La llama se convirtió en humo blanco y vapor, y luego nada. El tiempo en el campo de batalla poseía una elasticidad que desafiaba toda lógica.

Pareció que transcurría una eternidad, pero la última brasa de la flecha tardó menos de medio segundo en abrirse paso hasta la bolsa y llegar a su contenido. Los alquimistas que buscaban el elixir de la eterna juventud se habían tropezado con la proporción y composición del fuego químico, y por eso se le llamaba
huo yào
o medicina de fuego.

Más tarde el mundo lo conocería como pólvora. Al tratarse de un explosivo de combustión lenta, había que prensar la pólvora para que hiciera algo más que soltar un fogonazo y chisporrotear. La primera bolsa generó una llama humeante, prendiendo las que estaban en la parte exterior de la pila hasta que el fuego ascendió a varios metros de altura. La pira era lo bastante grande como para hacer estallar las bolsas enterradas en la base del montículo, y el peso de los sacos de encima comprimió los gases en expansión lo necesario para producir una explosión titánica. La onda expansiva reverberó en el campo proyectando una oleada de aire caliente que llegó hasta donde se encontraban el general y el resto de los soldados de a pie.

La deflagración tiró al embajador del caballo, que se sintió como si estuviera delante de un horno cerámico. El fuego y el humo se elevaban en el aire y las puertas salieron disparadas hacia el interior de la muralla hechas astillas. Los restos cayeron como guadañas sobre aquellos que se encontraban a su paso mientras que los arqueros y vigías situados en el parapeto fueron lanzados como muñecos sin vida; sus gritos se escuchaban por encima de la estruendosa explosión. El hombre enviado por el Khan se puso en pie lentamente. Le pitaban los oídos y, al cerrar los ojos, la imagen de la explosión permanecía grabada a fuego en sus retinas. Era la segunda arma milagrosa que había presenciado ese día. Primero la luz cegadora y después aquella forma de contener el fuego en bolsas y liberarlo de golpe.

Ciertamente, aquella era una tierra asombrosa. En el campo de batalla, los jinetes dispersos se volvieron como si fueran un banco de peces y emprendieron la carga hacia las destrozadas puertas, donde el fuego devoraba la madera y los asombrados defensores deambulaban conmocionados. Ahora que la nube había pasado, el sol se reflejaba intensamente en las espadas que habían sido desenvainadas.

Los hombres de las torres buscaban víctimas, pero la deflagración había aniquilado el espíritu de lucha de la guarnición. El general Khenbish lanzó sus reservas de soldados de infantería para que siguieran a la caballería.

Con un rugido casi tan estrepitoso como el estallido de la pólvora, los hombres atravesaron el campo de batalla deseosos de cumplir con la obra del Khan y de restaurar el honor perdido por el robo del que había sido víctima y, lo que era aún peor, por hacer que pareciera débil a causa de ello.

Dejarían con vida a las muchachas más bonitas y a los jóvenes que pudieran utilizar como esclavos, pero los demás habitantes de la aldea serían pasados a espada y la villa entera sería arrasada.

Clavarían la cabeza del caudillo local en una lanza en el poblado más próximo como recordatorio para aquellos que creían que la cólera de su Khan no era rápida y devastadora.

—Deseo saber más acerca de vuestro asombroso arsenal —dijo el embajador cuando Khenbish y él desmontaron. No era una práctica común que el general tomara parte en la matanza, y el embajador no tenía deseos de ver lo que estaba sucediendo al otro lado de la muralla.

—Os presentaré a mi alquimista. Él podrá explicaros con mayor detalle que yo. A mí me basta con que funcione.

—Un ayudante de campo le entregó una copa de hueso y porcelana rebosante de té fuerte. Mientras se dirigían hacia el bosquecillo donde aguardaban los siervos y el personal para ocuparse de las heridas producidas en la batalla, el embajador pensó en todas las cosas asombrosas que había presenciado durante los años que había pasado recorriendo aquella extraña nación.

Había algunas que jamás revelaría, como las intimidades de las que había disfrutado con algunas concubinas del Khan. Y otras sobre las que jamás hablaría, por ser demasiado extrañas como para que alguien las creyese. Como la gran muralla, que tenía la altura y anchura de un edificio de piedra de cinco pisos y, sin embargo, se extendía de un extremo al otro del horizonte y más allá. Esa sola construcción empequeñecía toda la ingeniería romana que se expandía por Europa. También estaban los huesos de dragones, duros como rocas, que le habían mostrado en el desierto central; cráneos tan grandes como barriles de vino, con dientes como dagas y fémures tan altos como un hombre. Y además estaba lo que había visto ese día: un artilugio que arrojaba una luz tan intensa que era capaz de cegar a un hombre. Por su propio bien deseaba saber cómo funcionaba aquella arma.

—Khenbish había mencionado alguna clase de cristal—, pero era consciente de que se trataba de otro enigma más que se llevaría consigo a la tumba. Marco Polo caminó al lado del general, sin tener la seguridad de que sus compañeros venecianos fueran a creerse siquiera la más banal de las historias que pudiera contarles acerca de sus viajes por la China.

1

Birmingham, Inglaterra
.

William Cantor no había podido evitar estornudar frente al micrófono. La necesidad había sido tan grande que no le dio tiempo de volver la cabeza.

Tuvo que tragarse las flemas que el estornudo había lanzado hacia sus conductos nasales, y cuando se sorbió la nariz, el sonido amplificado resonó en la casi desierta sala de conferencias.

—Lo siento —dijo con pesar y tosió cubriéndose la boca y volviéndose a fin de demostrar a las poco más de diez personas que habían asistido a su conferencia que no era un completo cernícalo—. Como americano, sé que en el Christ Church College (eso es, panda de paletos, fui a Oxford) suele decirse: «Puedo librarme de todo, pero no puedo librarme de este catarro». La respuesta de los presentes pudo ser una risita educada o, más probablemente, una tos disimulada.

Dios Santo, cuánto odiaba las conferencias que se celebraban en edificios anexos o en bibliotecas de pueblo, donde los únicos asistentes eran pensionistas sin el menor interés por el tema y sin nada mejor en que emplear la tarde.

En realidad, eran aún peores las que se organizaban en ciudades como Birmingham, tan deprimidas que parecía no salir nunca el sol y la gente de la sala solo asistía a ellas para entrar en calor antes de ir a pedir limosna o hacer cola para conseguir un plato de sopa en los comedores sociales. Había contado diez asistentes antes de subir al atril y no menos de catorce abrigos. Se imaginó una hilera de carros de la compra oxidados cargados a rebosar de desechos en el aparcamiento de la biblioteca.

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