—Es una lástima —repuso Forsythe casi para sí mismo—. Una simple transacción económica hubiera sido preferible. Para alivio de Cantor, el Jaguar giró a la izquierda hacia Newhall. Forsythe le dirigió una breve mirada.
—Supongo que no estará dispuesto a decirme el nombre del caballero, ¿verdad? —Yo, uh... no creo que eso me convenga, ¿no le parece?
—Oh, claro que le conviene, amigo William. Sin duda le conviene y mucho. El Jaguar dio un salto espectacular cuando aceleró de repente. Cantor divisó fugazmente su Volkswagen Polo de color azul al pasar de largo.
—¿Qué coño hace...? El brazo de una persona que había estado tumbada y oculta en el espacioso asiento trasero rodeó el cuello de Cantor con la fuerza de una anaconda, ahogando las palabras en su garganta. Luego sintió un pinchazo seguido de un extraño sabor metálico en la boca. Tres segundos más tarde, William Cantor se sumió en la inconsciencia inducida por la droga.
Dado que sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico en la M1 hacía mucho tiempo, y al no tener ni hermanos ni novia, nadie supo de la desaparición de Cantor hasta que al cabo de un mes su casero llamó a la puerta del diminuto piso de una habitación en que vivía. Una persona que afirmaba ser el propio Cantor pospuso de manera educada el puñado de conferencias que tenía programadas.
Pasaron unos cuantos días más hasta que un informe de personas desaparecidas coincidió con el cuerpo sin cabeza ni manos que había sido hallado flotando en el Mar del Norte, en la ciudad pesquera de Grimsby, más o menos por aquellas fechas. Había dos cosas en las que toda la policía involucrada estaba de acuerdo: la primera, que el ADN hallado en el apartamento de Cantor coincidía con el del cuerpo que habían sacado del agua. La segunda, que antes de que muriera, el hombre había sido torturado de un modo tan brutal que la muerte habría sido una bendición.
Debido a que todas las notas de Cantor sobre el manuscrito de Rusticiano se encontraban en su maletín, que jamás fue recuperado, las autoridades no supieron que había otro delito relacionado con su desaparición. Se había producido un chapucero allanamiento en una propiedad de Hampshire al sur del país, próxima a una ciudad llamada Beaulie. Aquello tuvo lugar dos días después de la última aparición confirmada de Cantor.
La reconstrucción forense estableció que el propietario, un hombre viudo, sorprendió a los ladrones en pleno robo; que estos le abrieron la cabeza con una palanqueta dejada en la escena, sin huellas dactilares, y que huyeron presas del pánico sin tan siquiera tomarse la molestia de llevarse las fundas de almohada en las que habían metido la vajilla de plata de ley que ya habían recogido. Ninguno de los policías reparó en el delgado hueco que había entre las numerosas hileras de libros de la biblioteca revestida de madera de aquella propiedad.
Región tribal, norte de Waziristán Cuatro meses después
.
El pueblo de montaña no había cambiado en doscientos años. Excepto por las armas, por supuesto. Llevaban mucho tiempo por allí, ese no era el problema. Era más bien el tipo de arma lo que había cambiado. Siglos atrás, aquellos hombres de poblada barba llevaban arcabuces, cuyo cañón recordaba a una corneta. Luego llegaron los mosquetes seguidos por los fusiles Lee-Enfiled y, por último, los omnipresentes AK-47, que desde el norte entraban a raudales en la región gracias a la invasión soviética de Afganistán. Y eran unas armas tan buenas que la mayoría eran más viejas que los hombres que las portaban.
Daba igual que estuviera defendiendo la región de una facción rival o se dirigiera a un retrete, un hombre no era un hombre si no tenía un AK en sus manos. Todo aquello cruzó por la cabeza de Cabrillo mientras observaba a los dos jóvenes pastunes del norte, chicos que apenas habían dejado atrás la pubertad, con una barba incipiente cubriéndoles el mentón y las mejillas, intentando meter a un par de cabras en un camión con remolque descubierto.
Los rifles de asalto colgados al hombro se les resbalaban una y otra vez hasta el pecho, golpeando a los animales con la fuerza necesaria para que se resistieran a ser manipulados. Con cada movimiento, los muchachos tenían que hacer una pausa para cargársela de nuevo al hombro y luego intentar tranquilizar a las cabras de ojillos de sátiro. Juan estaba demasiado lejos para oír nada, pero podía imaginar los balidos asustados de los animales y a los jóvenes rogando con fervor a Alá para encontrar un modo más fácil de ocuparse del ganado.
En ningún momento se les ocurrió dejar los rifles apoyados contra la desvencijada verja de estacas durante los sesenta segundos que tardarían en cargar a los animales sin nada que obstaculizara sus movimientos. La escena podría haberle resultado cómica de no ser por los más de cuarenta hombres armados que había en el campamento. Sí que había algo digno de admiración en aquellos chicos.
A Juan se le estaba congelando el culo a pesar de estar bien protegido por el equipo más avanzado contra bajas temperaturas, mientras que ellos brincaban de acá para allá vestidos con solo un par de prendas de lana hechas a mano. Claro que Cabrillo no había hecho otra cosa que pestañear en las últimas quince horas. Al igual que el resto de su equipo.
En el norte de Waziristán era tradicional construir los pueblos como ciudadelas en lo alto de montañas. El pastoreo y las actividades agrícolas se realizaban en las laderas que llevaban a la villa. Sus hombres y él habían tenido que refugiarse en una montaña adyacente para poder encontrar un puesto de observación óptimo con el fin de vigilar el campamento talibán. La distancia de un lado a otro del escarpado valle era de poco más de kilómetro y medio, pero les había obligado a subir a la cima helada y a respirar con dificultad debido a que se encontraban a una altitud de casi tres mil metros.
A través de los binoculares pudo ver a un par de ancianos fumando un cigarrillo tras otro. Cabrillo lamentaba el último pitillo que se había fumado mientras sentía como si sus pulmones estuvieran inhalando los últimos restos de un tanque de oxígeno ya agotado.
—¿Están arreando las cabras o preparándose para echarles un polvo? —preguntó una profunda voz de barítono a través del pinganillo de la oreja.
—Ya que las cabras no llevan puesto el burka, al menos estos chicos saben dónde se meten —metió baza otra voz.
—Silencio —dijo Cabrillo.
No le preocupaba que su gente perdiera la concentración. Lo que le preocupaba era que el próximo comentario fuera de su segundo al mando allí, Linda Ross.
Conociendo su sentido del humor como él lo conocía, seguro que le haría reír a carcajadas con sus bromas, trataran de lo que tratasen. Uno de los jóvenes pastores dejó por fin su AK de culata plegable y subieron los animales al camión.
Cuando cerraron la puerta trasera el muchacho volvía a tener el arma cargada al hombro. El vehículo arrancó y no tardó en alejarse renqueando de aquel pueblo de montaña. Se trataba de un bastión de al-Qaeda, pero la vida en las agrestes montañas seguía su curso. Había que sembrar, pastorear y vender y comprar productos.
Al-Qaeda y los talibanes compartían un sucio secretillo: a pesar de que sus seguidores eran fanáticos, necesitaban que se les pagara. Una vez gastado el dinero de la última y lucrativa cosecha, era necesario recurrir a los medios tradicionales de sustento para mantener operativos a los combatientes.
Había aproximadamente dos docenas de edificios en el pueblo. Unos seis estaban situados delante de la carretera de tierra que bajaba hasta el valle en tanto que el resto se alzaba detrás en la montaña, conectados por senderos.
Todos estaban construidos en piedra, integrándose de ese modo en el inhóspito entorno, con tejados chatos y escasas ventanas. El mayor de todos era una mezquita con un minarete que daba la impresión de estar a punto de venirse abajo.
Las pocas mujeres que Cabrillo y su equipo habían visto llevaban
burkas
de colores oscuros mientras que los hombres vestían pantalón holgado debajo del gabán llamado
chapán
, y un turbante o gorro plano de lana conocido como
pakul
.
—Juan. —La delicada voz de Linda Ross, con su deje travieso, armonizaba con su aspecto de hada—.
Echa un vistazo a la mezquita. Con cuidado de no llamar la atención, Cabrillo giró sus binoculares unos grados e hizo zoom sobre la puerta de la mezquita. Al igual que los otros tres miembros de su equipo, estaba camuflado dentro de una trinchera en la ladera de la montaña, tapado con una lona cubierta de tierra. Eran todos invisibles incluso a pocos metros de distancia.
Al enfocar vio a tres personas saliendo de la mezquita. El que llevaba una larga barba gris debía de ser el imán, e iba flanqueado por otros dos mucho más jóvenes que, con expresión solemne, escuchaban lo que fuera que el hombre santo les estuviera diciendo. Juan enfocó mejor.
Ambos tenían rasgos asiáticos y carecían de vello facial. Su ropa desentonaba con aquella empobrecida región. Las parkas, aunque de colores apagados, eran de gran calidad y ambos calzaban botas de senderismo nuevas. Miró con atención al más bajo de los dos. Había estudiado su cara durante horas antes de iniciar la operación, almacenándola en la memoria para aquel preciso momento.
—Bingo —dijo en voz baja a través del seguro equipo de comunicación—. Ese es Setiawan Bahar. Que nadie le quite el ojo de encima. Tenemos que saber dónde van a alojarle.
El extraño trío subió sin prisas por detrás de la carretera principal, caminando despacio debido a la pronunciada cojera del imán. Según la información de que disponían, esa cojera se había producido durante la caída de Kandahar en 2001. Llegaron a una de las casas, las cuales eran imposibles de distinguir unas de otras, donde un hombre con barba los recibió.
Hablaron en la puerta durante unos minutos y luego el dueño invitó a entrar en su casa a los dos muchachos indonesios. El imán dio media vuelta para regresar a su mezquita.
—De acuerdo, lo tenemos —señaló Juan—. De ahora en adelante no perderemos de vista esa casa para asegurarnos de que sigue dentro. Cabrillo escuchó un quedo coro de voces:
—Recibido. A continuación, contraviniendo sus propias órdenes, Juan dirigió de nuevo los binoculares hacia la carretera principal cuando un Toyota blanco, que probablemente tenía unos trescientos mil kilómetros en el cuentakilómetros, entró en el pueblo. Las cuatro puertas se abrieron nada más detenerse y se apearon unos hombres armados.
Llevaban el rostro oculto por el extremo de sus turbantes. Se cargaron las armas al hombro antes de dirigirse al maletero del vehículo. Uno de ellos se inclinó y abrió la cerradura. La puerta se elevó lentamente gracias al sistema hidráulico y los otros tres apuntaron el cañón de sus AK hacia el interior.
Juan no podía ver qué, o más probablemente quién, había en el maletero, y aguardó expectante mientras uno de los combatientes bajaba el rifle para colocárselo bajo el brazo y echaba mano al maletero.
Sacó a un quinto hombre, que hasta ese momento había estado dentro en posición fetal. Su prisionero llevaba lo que parecía ser un uniforme reglamentario del ejército estadounidense. Las botas también parecían militares. Estaba amordazado y le habían colocado una venda en los ojos. Tenía el pelo un poco más largo de la medida reglamentaria del ejército y era rubio. Estaba demasiado débil como para mantenerse en pie, por lo que se desplomó en el suelo tan pronto le sacaron del coche.
—Tenemos un problema —farfulló Cabrillo.
Dirigió los binoculares hacia la casa donde estaba aislado Setiawan Bahar y le dijo a su gente que volcase su atención en lo que parecía ser la plaza del pueblo. Eddie Seng no dijo nada en tanto que Linda Ross ahogó un grito y Franklin Lincoln maldijo.
—¿Sabemos algo de un soldado capturado? —preguntó Seng.
—No, nada —respondió Linda, su voz se volvió tensa cuando uno de los talibanes propinó una patada en las costillas al soldado.
—Puede haber sucedido en las treinta horas que hemos tardado en arrastrar el culo hasta aquí y colocarnos en posición —apostilló Linc con su voz grave—. No hay razón para que Max nos comunicase una noticia como esa. Sin apartar los ojos de la casa, Cabrillo cambió la frecuencia de la radio.
—
Oregon, Oregon
, ¿me copias? La respuesta llegó de inmediato desde la ciudad portuaria de Karachi a más de ochocientos kilómetros al sur:
—Aquí el
Oregon
. Soy Hali, director.
—Hali, ¿hay alguna noticia acerca de un soldado estadounidense o de la OTAN secuestrado en Afganistán desde que iniciamos esta operación?
—Nada en los últimos teletipos y nada en los canales oficiales, pero ya sabes que ahora mismo estamos un poco al margen del Pentágono.
Cabrillo lo sabía demasiado bien. Unos meses antes, tras disfrutar de acceso de alto nivel a la inteligencia estadounidense durante diez años a través de su antiguo mentor en la CIA, Langston Overholt, la empresa privada de seguridad de Cabrillo, conocida como la Corporación, con base en un carguero errante llamado
Oregon
, se había convertido en un paria.
Habían llevado a cabo una operación en la Antártida para frustrar una ofensiva conjunta entre Argentina y China con el fin de anexionarse y explotar un nuevo y enorme campo petrolífero en la prístina costa del continente meridional.
Temiendo los riesgos geopolíticos que entrañaba, el gobierno de Estados Unidos les había dicho de forma clara y tajante que no siguieran adelante con la misión. Daba igual que hubiera sido un éxito rotundo. El nuevo presidente los consideraba unos renegados y Overholt había recibido órdenes de no volver a utilizar jamás los exclusivos servicios que la Corporación proporcionaba. Langston había tenido que hacer uso de su considerable influencia en los pasillos de Washington para conservar su trabajo tras aquel episodio.
En privado había confesado a Juan que el presidente le había echado tal rapapolvo que los oídos le habían estado pitando durante una semana.
Y eso era lo que había llevado a Cabrillo y a su pequeño equipo hasta ese lugar, uno de los pocos sitios del mundo que nunca había sido ocupado por un ejército extranjero. Incluso Alejandro Magno tuvo el buen juicio de evitar Waziristán y el resto de las regiones tribales del norte. Estaban allí porque un acaudalado ejecutivo indonesio, Gunawan Bahar, tenía un hijo que había huido para unirse a los talibanes, igual que hacía un par de generaciones los chavales estadounidenses se escapaban para unirse al circo.