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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (3 page)

BOOK: La selva
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—«No he contado ni la mitad de lo que vi».

—Una introducción mucho mejor que poner el micrófono perdido de microbios, pensó Cantor con abatimiento. Pese a todo, tenía sus metas, y uno nunca sabía, quizá la mujer bien abrigada situada hacia el fondo de la iluminada estancia fuera J. K. Rowling vestida de incógnito—.

Estas fueron las últimas palabras que el gran explorador veneciano Marco Polo dijo en su lecho de muerte. »Gracias a su legendario libro,
Los viajes de Marco Polo
, dictado a Rusticiano de Pisa mientras ambos languidecían en una prisión genovesa, sabemos que Polo, junto con su padre, Niccolò, y su tío, Maffeo...

—Los nombres fluyeron de su boca a pesar de la congestión, pues no era ni mucho menos la primera vez que había dado esa conferencia en particular— ...Sabemos que hizo numerosos descubrimientos increíbles y que contempló cosas asombrosas.

Hubo un cierto revuelo al fondo de la sala cuando un recién llegado entró desde la austera sala de lectura. Las sillas plegables de metal crujieron cuando algunas personas se volvieron para ver quién había llegado a la conferencia, dando seguramente por hecho que se trataba de otro mendigo procedente de Chamberlain Square.

El hombre llevaba traje y camisa oscuros, corbata a juego y abrigo de cachemir, que casi le llegaba al suelo. Alto y de complexión fuerte, levantó la mano a modo de disculpa y tomó asiento al fondo antes de que Cantor pudiera verle la cara. Aquello parecía prometedor, pensó el empobrecido erudito.

Al menos la ropa de aquel tipo no parecía haber sido reciclada unas cuantas veces. Cantor hizo una pausa lo bastante larga como para que el caballero se acomodase. Podría tratarse de un posible mecenas y no estaba de más empezar por ser considerado con el tipo.


Los viajes de Marco Polo
generaron debate incluso en su época. La gente no creyó lo que afirmaba haber visto y hecho. No podían dejar a un lado sus propios prejuicios para creer que existía otra civilización distinta capaz de rivalizar o superar a los estados europeos. Más tarde, quedó de manifiesto una omisión evidente. En pocas palabras, a pesar de todos los años que pasó en China y de todo lo que escribió acerca de esas lejanas tierras, ni una sola vez mencionó su mayor logro, su imagen más icónica. »Verán, en ningún punto de sus dictados a Rusticiano de Pisa menciona la Gran Muralla china. Eso es como si un turista de hoy en día dijera que ha estado en Londres, pero que no ha visto el London Eye. Esa espantosa noria puede ser algo que a un viajero entendido le gustaría olvidar.

—Cantor hizo una pausa para las risas, pero recibió más toses—. Ah, sí, que se olvidara de mencionar la Gran Muralla, que se encuentra a poca distancia de Pekín, donde tanto tiempo pasó Polo, llevó a sus detractores a descartar toda su historia. »Pero ¿y si la culpa es de aquel que transcribió y no de quien dictaba?

—Ahí tenía previsto hacer un juego de palabras y mencionar al despótico magistrado genovés que había encarcelado a Polo y al escriba, Rusticiano, pero decidió no hacerlo—. Poco se sabe del hombre al que Polo dictó su historia mientras cumplían condena en una prisión de Génova tras la captura del explorador en la batalla de Curzola.

El propio Rusticiano había sido capturado unos catorce años antes, después de la crucial batalla de Meloria, que marcó el inicio del declive de la ciudad-estado de Pisa. »Rusticiano era, expresado en la lengua vernácula de hoy en día, un escritor romántico que consiguió cierto éxito antes de que fuera hecho prisionero. Piensen en él como en la Jackie Collins de su época. Eso le permitió comprender bien lo que atraparía la imaginación de sus lectores y lo que sería considerado algo demasiado fantástico como para creerlo. »Teniendo eso en cuenta, yo lo considero no solo el hombre que sujetaba la pluma que plasmó en papel la historia de Marco Polo, sino también su editor; un hombre que quizá pudo pulir algunos de los descubrimientos más controvertidos del explorador a fin de hacer el manuscrito más atractivo para las masas. A los nobles medievales, y eran ellos para quienes los autores de la época escribían casi exclusivamente, no les agradaría que China rivalizara con ellos ni que, en muchos casos, sobrepasaran sus logros en el campo de la medicina, la ingeniería, la administración social y, sobre todo, en la guerra.

Cantor guardó silencio durante un instante. La expresión en las caras de su audiencia iba del amodorramiento a la absoluta indiferencia. Les traía al fresco lo que él dijera, siempre y cuando estuvieran resguardados de la torrencial lluvia que azotaba la ciudad inglesa. Ojalá pudiera ver al hombre del traje oscuro, pero estaba oculto tras un mendigo corpulento que dormía en una postura casi erguida.

—Teniendo todo esto presente... que tal vez Rusticiano tomase notas durante el largo confinamiento que después editó en la versión final de los
Viajes
y que dichas notas explicasen algunos de los lapsus existentes en la historia de Marco Polo que han desconcertado a futuros eruditos haciéndoles dudar de la validez de todo el libro... he venido hoy aquí.

—Aquella frase sonaba anticuada incluso al propio Cantor, pero estaba tratando de quedar como un erudito, y todos los catedráticos de Oxford hablaban empleando frases largas que podían llenar una página entera, e incluso más. »Creo —prosiguió— que en algún lugar de este mundo se encuentran esas notas, esos fragmentos de la historia de Marco Polo que no lograron superar la tijera del censor medieval... es decir, el Vaticano... y que habrían suscitado muchas dudas entre los lectores contemporáneos.

Desde que dejé el Christ Church...

—No tenía sentido reconocer que no se había graduado— he cruzado Italia y Francia en busca de alguna pista acerca de dicho libro. Y creo que por fin, hace seis meses, la encontré.

¿Eran imaginaciones suyas o el tipo del traje oscuro se había espabilado al escuchar aquello?

Cantor tenía la impresión de que la sombra al fondo de la sala había cambiado ligeramente de posición. Se sentía como un pescador que notaba el primer tirón en el extremo del sedal. Ahora tenía que asegurar el anzuelo antes de sacar su presa del agua.

—Me permitieron el acceso a los archivos de ventas de una pequeña librería especializada en libros antiguos situada en una localidad aún más pequeña de Italia que había sido fundada en 1884.

Tienen una entrada en la que consta la venta de una copia de la obra original de Rusticiano,
Roman de Roi Artus
, en 1908. Junto con aquel volumen de la leyenda artúrica iba un manuscrito sin encuadernar. »En esa época, las familias de la Inglaterra eduardiana estaban explorando Italia con el fin de expandirse. Piensen en
Una habitación con vistas
de E. M. Foster.

—Para la mayor parte de aquella gente debía de ser
Una caja de cartón con una ventana de celofán
, pero Cantor sabía que en realidad estaba actuando para una audiencia de una sola persona—. Al igual que cualquier turista, estos viajeros se llevaron souvenirs de recuerdo. Muebles, esculturas, casi cualquier cosa a la que pudieron echar mano y que les recordase a Lombardía o a la Toscana.

Había una familia en particular a la que le gustaban los libros, y regresaron con baúles cargados a rebosar, suficientes para llenar una biblioteca del tamaño de esta sala del suelo al techo. Algunos de los volúmenes se remontaban a un siglo antes de que Polo hubiera nacido. Esta familia fue la que adquirió las obras de Rusticiano. »A cambio de una suma de dinero, me concedieron acceso limitado a su biblioteca. Quinientas libras por una tarde, pensó Cantor con amargura.

Últimamente recordaba la mayoría de las cosas con amargura. El actual propietario era un imbécil y un miserable que, sabiendo cuánto deseaba Cantor ver la biblioteca, no tuvo escrúpulos en sacar provecho del interés académico de un investigador de treinta años. Cantor había logrado reunir la cantidad para una sola visita, pero había sido suficiente.

Y por eso estaba allí, haciendo lo que había hecho durante los últimos meses. No tenía el menor interés en ilustrar a viudos y mendigos. Tan solo abrigaba la esperanza de encontrar un mecenas que le ayudase a financiar su investigación. El propietario del manuscrito había expresado de forma inequívoca que no estaba dispuesto a vender, pero que estaría gustoso de permitirle el acceso por quinientas libras al día.

El joven académico estaba seguro de que, una vez que publicara su investigación, la presión de las sociedades históricas obligaría al propietario si no a donar, sí al menos a dejar que alguna universidad importante autenticase la obra de Rusticiano, consolidando de ese modo la reputación de Cantor y, con algo de suerte, también su fortuna.

—El texto está escrito en francés medieval corriente, mi especialidad junto con el italiano de la misma época. Logré traducir solo una pequeña porción, ya que hice el descubrimiento casi al final de mi estancia en la biblioteca, pero lo que leí es asombroso. Es la descripción de una batalla que Polo presenció en 1281, en la que un general llamado Khenbish aniquiló a sus enemigos utilizando la pólvora, algo que Polo jamás había visto usar de ese modo, y un artefacto de lo más extraordinario que utilizaba un cristal especial para canalizar la luz del sol en un rayo, muy parecido a un láser actual.

Cantor hizo una nueva pausa. El tipo del traje oscuro se puso en pie y se marchó disimuladamente hacia la habitación contigua de la biblioteca. Había fallado al echar el anzuelo, había espantado al pez. Miró con desaliento los rostros sin afeitar de expresión hosca que tenía frente a él. ¿De qué servía continuar? Aquella gente tenía tantas ganas de escuchar su voz nasal e indiferente como él deseaba malgastarla con ellos.

—Ah, muchísimas gracias. ¿Alguna pregunta?

—Se quedó sorprendido cuando alguien levantó su mano arrugada. La mujer tenía la cara cuarteada como una de esas muñecas hechas con medias de nailon—. ¿Sí?

—¿Puede darme algo de calderilla? Cantor agarró su maletín, se colgó el impermeable del brazo y salió entre un coro de ásperas carcajadas socarronas.

Ya se había hecho de noche cuando abandonó la biblioteca. La impersonal extensión de Chamberlain Square estaba delimitada por la monstruosa biblioteca de hormigón, el edificio clásico de tres pisos que albergaba el ayuntamiento y el Town Hall, una edificación semejante a un templo griego. En el centro se encontraba el monumento a Joseph Chamberlain, que había sido un personaje relevante de aquella deprimente ciudad.

Viendo aquella estructura a Cantor le parecía que unos ladrones se hubieran llevado toda una catedral gótica dejando solo uno de sus capiteles de más de dieciocho metros de altura. Aunque los fundadores de la ciudad hubieran pretendido diseñar un espacio menos armonioso desde el punto de vista arquitectónico, les habría sido imposible. Tal vez lo habrían conseguido plantando allí una extraña nave para zepelines, pensó de manera crítica, o una iglesia oriental ortodoxa con cúpula bulbosa. Había amainado y ya solo caía una ligera llovizna, y aunque Cantor se subió el cuello, el agua helada consiguió resbalar por la parte interior de su impermeable. Deseaba con todas sus fuerzas una buena ducha, un
toddy
caliente y que su irritada nariz dejara de moquear. Su abollado Volkswagen estaba aparcado cerca de Newhall Street, y acababa de doblar por Colmore Row cuando un reluciente Jaguar se detuvo a su lado y la ventanilla del conductor descendió con un leve siseo.

—Doctor Cantor, ¿puedo hablar con usted? —dijo una voz cultivada, con acento europeo; francés, alemán, tal vez suizo, que a Cantor le pareció una mezcla de ambos.

—Ah, aún no tengo el doctorado —barbotó al reconocer al tipo del traje oscuro y corbata negra sentado al volante del lujoso sedán.

—Es igual, ha dado usted una conferencia muy interesante. Me habría quedado hasta el final de no ser porque recibí una llamada que no podía desatender. Por favor, concédame unos minutos; es todo lo que le pido.

—Está lloviendo. —Sintió un pinchazo de dolor en los senos nasales cuando se inclinó para echar un vistazo al interior del coche.

—Aquí no. —El hombre esbozó una sonrisa, o al menos sus labios se entreabrieron dejando los dientes al descubierto—. Puedo acercarle hasta su coche. Cantor miró calle arriba. No había nadie por allí y su vehículo estaba a cinco manzanas de distancia.

—De acuerdo. Rodeó el largo capó y escuchó abrirse la cerradura electrónica del asiento del pasajero. Cantor se acomodó en la suave tapicería de cuero. Los numerosos acabados en madera del sedán relucían al tenue resplandor de las luces del salpicadero. El desconocido puso la primera y comenzó a avanzar. El Jaguar hacía tan poco ruido que Cantor no se había percatado de que el motor había estado encendido todo el tiempo.

—Un socio mío escuchó la conferencia que ofreció la pasada semana en Coventry y le intrigó tanto como para hablarme de ella. Tenía que asistir.

—Perdone, no sé su nombre.

—Ah, le pido disculpas. Soy Tony Forsythe.

—Se estrecharon la mano con torpeza, pues Forsythe tuvo que pasar el brazo derecho por debajo del izquierdo para no soltar el volante.

—¿Y qué interés tiene usted en Marco Polo, señor Forsythe? —preguntó Cantor. Aquel hombre le dio mala espina. Tenía unos cuarenta años y unos rasgos bastante corrientes, pero su mata de pelo negro era tan espesa que podría tratarse de un peluquín. No obstante, había algo más. Cantor se dio cuenta de lo que era. Tenía unas manos grandes y callosas. Su apretón no había sido demasiado enérgico, pero la mano de Forsythe pareció tragarse la de Cantor. Según su experiencia, los hombres que vestían trajes de mil libras y conducían coches de sesenta mil no tenían callos.

—Podría decirse que soy aficionado a la historia y estoy interesado en ese manuscrito y su contenido. William Cantor había buscado un pez, pero de repente tenía la sensación de que había pescado un tiburón. —Hum, tengo el coche en Newhall.

—Sí, lo sé —dijo Forsythe. Aquello preocupó bastante a Cantor, pero el desconocido agregó—: Llegaremos en un santiamén. Ha mencionado que el propietario del manuscrito no estaba interesado en vender, ¿correcto?

—Sí, el hombre está forrado. Creo que me pidió que pagase por ver su biblioteca para crisparme los nervios.

—Pero ¿no se habló de ningún precio?

—Pues no. Solo pude permitirme pagar esas quinientas libras para visitar durante una tarde esa maldita biblioteca.

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