—No era momento de contarle que el
Oregon
era un arsenal flotante que podía rivalizar con los buques más importantes de la Marina. Eso, y algunos de los trucos ocultos del carguero, continuarían siendo un secreto hasta que Lawless completase su período de prueba—. Bien, ¿qué me dices? Lawless sonrió y le tendió la mano.
—Llamaré a Fortran y le comunicaré la noticia. Desde el fondo del pasillo se escuchó el grito de alegría de una tripulante femenina. Su voz no se parecía a la de Hux ni a la de Linda, de modo que ya había corrido la noticia sobre el guapísimo nuevo miembro.
—Puede que lleve algo de tiempo —prosiguió MacD—, y es muy probable que tenga que regresar a Kabul. No me cabe duda de que están investigando mi secuestro. Además, necesito recoger mi pasaporte y mi equipo personal.
—No hay problema —le aseguró Juan—. Tardaremos unos días en tomar posición para nuestro próximo trabajo. Te daremos uno de nuestros móviles codificados y los números de contacto. Te sacaremos por aire y te reunirás con nosotros.
—Juan se acordó repentinamente de algo—. Por cierto, ¿qué tal se te da rastrear?
—En el fondo soy un chico de pueblo. Pasaba los veranos cazando en los pantanos. Mi padre solía jactarse de que sus perros llevaban las armas y yo era quien seguía el rastro.
Al final, tomar la decisión entre enviar una avanzadilla a Chittagong, la ciudad portuaria más importante de Bangladesh, o esperar y rodear el subcontinente hindú con el
Oregon
fue fácil por la sencilla razón de que el carguero jamás había estado en aquellas aguas y ninguno de sus contactos contaba con un hombre de confianza en la zona.
Si no contaban con garantías de recibir los suministros y el equipo que necesitaban, no tenía sentido enviar a un grupo por delante para intentarlo siquiera. Perderían cinco días colocando el barco en posición, cinco días en los que el rastro podía enfriarse todavía más. A pesar de que aquello irritaba a Cabrillo y al resto de la tripulación, la imposición de un encuentro cara a cara con Roland Croissard resultaba aún más irritante.
Cuando Juan envió un correo electrónico a
L’Enfant
comunicándole que aceptaban el trabajo, la respuesta fue rápida, como de costumbre. Las condiciones económicas ya habían sido establecidas, pero Croissard había añadido como condición reunirse con Cabrillo. Juan solo había aceptado encontrarse con Gunawan Bahar porque este había volado hasta Bombay, donde el
Oregon
acababa de desembarcar dos contenedores de mijo que habían sido amarrados a la cubierta de proa.
En esos momentos Croissard se encontraba en Singapur y deseaba que Cabrillo fuera a verle. Eso significaba que Juan tenía que regresar en helicóptero a Karachi, volar hasta Singapur en el Gulfstream V, sujetarle la mano al hombre durante una o dos horas y luego desviarse hasta Chennai, la antigua Madrás, o a Vishakhapatnam, en la costa oriental de la India. La elección de ciudad dependía de la duración de la reunión y de la velocidad que pudiera mantener el
Oregon
.
Una vez allí, iban a necesitar reducir la marcha del barco para que Gomez Adams pudiera pasar a recogerle con el helicóptero. Hasta que pudiera congraciar de nuevo a la Corporación con el gobierno de Estados Unidos no tenía más alternativa que aceptar misiones como aquella, y eso molestaba a Cabrillo. Como en cualquier negocio, tenían gastos generales y dietas que suponían doscientos mil dólares al día.
La Corporación se había creado para desarticular por completo células terroristas y frustrar atentados importantes antes de que tuvieran lugar. Esa era la razón de que en un principio se hubiera unido a la CIA. Y le carcomía por dentro saber que por el momento había sido marginado hasta cierto punto. Decidió llevarse consigo a Max solo para contar con su compañía durante los largos vuelos, lo que dejaba a Linda Ross al mando del barco.
Después de abandonar la Marina, Linda había capitaneado un petrolero en el golfo de México. Podía hacerse cargo de una nave tan bien como podía manejar un arma. Aterrizaron en el aeropuerto de Changi, al norte de la futurista ciudad-estado de Singapur. Su horizonte estaba salpicado por algunos de los edificios arquitectónicos más hermosos del mundo, incluyendo el nuevo hotel Marina Bay Sands, su lugar de destino.
Hanley casi se echó a llorar cuando Juan le dijo que no tendrían tiempo de pasar por el casino. Como era habitual cuando viajaban en un jet privado, el paso por la aduana no fue más que una mera formalidad. El agente uniformado los recibió junto a la escalerilla del avión, les echó un vistazo y luego estampó el sello en sus pasaportes sin pedir que le enseñaran el contenido del reluciente maletín de Cabrillo, pese a que no ocultaban nada en él. Aunque durante el viaje iban vestidos de manera informal, ambos se pusieron traje antes de aterrizar.
Juan optó por uno gris marengo de corte elegante, con una fina raya diplomática a conjunto con su corbata de doscientos dólares. Había sacado brillo a los zapatos hasta conseguir que relucieran, obsesión que compartía con el mayordomo del
Oregon
. Max no iba menos arreglado, pero parecía incómodo.
El cuello de la camisa se le clavaba en la carne y en la manga izquierda se apreciaba el casi imperceptible rastro de una antigua mancha. Hacía más calor allí que en Karachi, y el aire estaba cargado con la humedad tropical típica de las ciudades costeras, aunque les fuera imposible detectarlo debido al olor a asfalto caliente y a combustible del avión. El ecuador estaba a tan solo ochenta y cinco grados al sur. Juan echó un vistazo a su reloj, un Movado negro apenas más grueso que un trozo de papel.
—Disponemos de una hora. Perfecto. A pesar de que les ofrecieron una limusina extralarga, prefirieron un vehículo menos ostentoso que les llevase a la ciudad.
El tráfico era una absoluta locura, aunque extraordinariamente educado. Nadie tocaba la bocina ni efectuaba maniobras agresivas. Aquello le recordó a Juan que aun con toda su riqueza y sofisticación, Singapur era un Estado prácticamente policial. La libertad de expresión estaba muy limitada y podían multarte por escupir en las aceras. Aquello tendía a crear una población homogénea con un gran respeto por la ley, y por eso nadie te bloqueaba el paso ni te hacía un corte de mangas. Su lugar de destino se alzaba frente a la bahía en tres elegantes torres blancas curvadas de cincuenta y cinco pisos de altura. Estaban coronadas por una plataforma de trescientos cuarenta metros de longitud, sesenta y siete de los cuales quedaban suspendidos en el aire al final de la tercera torre.
Aquello era conocido como el Skypark, e incluso de lejos pudieron ver la profusión de árboles y vegetación que lo adornaba. La parte del Skypark con vistas al puerto deportivo estaba compuesta por tres piscinas de borde infinito, con una capacidad de más de mil quinientos litros de agua. En la base de las torres había tres enormes edificios rematados con cúpulas que albergaban el casino, tiendas exclusivas y centros de convenciones. Se rumoreaba que aquel complejo era el segundo más caro del planeta. El coche se detuvo en la entrada del hotel y un portero vestido con uniforme se acercó antes incluso de que las ruedas hubieran parado del todo.
—Bienvenidos al Marina Bay Sands —dijo con un refinado acento inglés. Cabrillo sospechaba que si su aspecto hubiera sido escandinavo les habrían recibido hablando un impecable sueco—. ¿Llevan equipaje? Juan señaló con el dedo a Max, que se estaba apeando del coche.
—Solo a él. Cruzaron las puertas y entraron en el inmenso vestíbulo abarrotado de turistas. Un grupo de ellos se estaba reuniendo para algún tipo de excursión y estaba recibiendo instrucciones en chino de una guía que no debía de medir más de un metro treinta y ocho de altura. La fila que esperaba para registrarse avanzaba por el serpenteante laberinto delimitado por un cordón de terciopelo. Con una capacidad de doscientas cincuenta habitaciones, aquel lugar se asemejaba más a una pequeña ciudad que a una empresa independiente.
Juan buscó el mostrador de conserjería y le preguntó a la atractiva chica malaya que lo atendía si tenía un sobre para él. A continuación le dijo su nombre y ella le pidió que se identificara. Dentro del sobre había una llave de habitación tipo tarjeta y una tarjeta de visita de Roland Croissard, con el número de la suite del banquero escrito al dorso. Tuvieron que demostrarle a un guardia armado cerca de los ascensores que tenían una llave de habitación. Juan se la enseñó y les dejaron pasar. Subieron hasta el piso cuarenta con una pareja de coreanos que se pasaron todo el tiempo discutiendo. Cabrillo supuso que el hombre se había pulido el dinero de la familia en las mesas de juego.
El silencio reinaba en los pasillos y la iluminación era un tanto tenue. A diferencia del diseño de algunos de los megahoteles en los que habían estado, la distribución de aquel les permitió no tener que caminar sin parar hasta dar con la habitación indicada. Cabrillo llamó a la puerta de Croissard.
—Un momento —dijo una voz con acento francés. La puerta se abrió, pero el hombre que bloqueaba la entrada ocupando casi todo el espacio no era Roland Croissard. Habían visto fotografías de él mientras le investigaban.
Durante aquel breve instante Juan se fijó en que no llevaba chaqueta, tenía las manos vacías y su expresión no era excesivamente agresiva. No se trataba de ninguna emboscada, y por ello relajó el brazo derecho que estaba preparado para asestar un golpe de kárate a la nariz del tipo que casi con toda seguridad le habría matado. El hombre gruñó. Había visto la rapidez con que el director había percibido y descartado la potencial amenaza.
—¿Monsieur Cabrillo? —inquirió una voz desde el interior de la suite. El gorila que había abierto se hizo a un lado. Era casi tan alto como Franklin Lincoln, pero el rostro de Linc tenía por lo general una expresión sincera y relajada mientras que la de ese tipo era hosca.
Tenía el pelo oscuro y un corte pasado de moda; parecía sacado de una película para adultos de los años setenta. Sus ojos, entornados y vigilantes, siguieron a Juan al interior de la lujosa suite de dos habitaciones. Se había afeitado esa mañana, aunque ya necesitaba hacerlo otra vez. Era un guardaespaldas a sueldo, supuso Cabrillo, y no se molestaba en disimularlo. Los buenos eran aquellos de los que uno jamás sospecharía.
Tenían aspecto de contables o de simples empleados de banco, no de corpulentos luchadores que creen que basta con su tamaño para intimidar a los demás. Juan reprimió las ganas de dejar al tipo a la altura del betún solo para divertirse. El guardaespaldas les indicó que debían abrirse las chaquetas para que pudiera ver si llevaban armas escondidas, a lo cual accedieron para agilizar las cosas.
No se molestó en comprobar sus tobillos. Cabrillo se preguntó si aquel tipo era realmente tan malo o si le habían dicho que eran visitas esperadas y que debía tratarlos con consideración. Decidió que se trataba de lo último, lo que significaba que se había extralimitado al pedirles que se abrieran la chaqueta. Su capacidad subió enteros a ojos de Juan. Se tomaba el proteger a su jefe con más seriedad que las órdenes de dejarlos entrar tranquilamente.
—¿Puede abotonarse las mangas de la camisa, por favor? —le pidió Juan.
—¿Qué? —Lleva las mangas bajadas, pero sin abotonar, lo que quiere decir que tiene un cuchillo sujeto al antebrazo. Me he percatado de que no lleva una funda en el tobillo, y me da que no va desarmado. De ahí que lleve las mangas desabrochadas.
Roland Croissard se levantó de un sofá situado al fondo de la habitación. Había un maletín y algunos documentos esparcidos por la mesa de café, junto con una copa helada llena de un líquido de color claro en medio de un charquito dejado por la condensación. Vestía pantalón de pinzas y corbata. La chaqueta estaba apoyada sobre una abarrotada butaca que formaba parte del mismo conjunto de muebles.
—No pasa nada, John —dijo—. Estos hombres han venido para ayudarme a encontrar a Soleil. El guardaespaldas, John, frunció algo más el ceño y se abrochó los puños. Al doblar el codo, el algodón de la camisa dejó entrever la forma de una funda de cuchillo de tamaño discreto.
—Monsieur Cabrillo —dijo Croissard—. Muchas gracias por venir. El banquero suizo tenía una estatura media y estaba empezando a echar barriga, pero poseía un rostro apuesto y unos penetrantes ojos azules. Tenía el cabello ralo, de un color indefinible, peinado hacia atrás. Cabrillo le calculó unos sesenta y dos años, aunque parecía algo más joven. Croissard se quitó unas gafas de leer de montura metálica de la nariz recta mientras cruzaba la estancia con el brazo extendido.
Le estrechó la mano de forma fría y formal; el apretón de un hombre que se ganaba así la vida.
—Le presento a Max Hanley —repuso Juan—. Mi segundo al mando.
—Y este es mi consejero de seguridad personal, John Smith. Cabrillo le tendió la mano, que Smith estrechó de mala gana.
—Debe de viajar con mucha frecuencia —comentó Juan—. He visto su nombre en un montón de libros de registro de hoteles. El tipo no pareció entender la broma.
—¿Por qué no nos sentamos? ¿Puedo ofrecerles una copa, caballeros?
—Una botella de agua —pidió Juan. Dejó el maletín sobre una mesa auxiliar y abrió la tapa. Smith se había colocado lo bastante cerca como para poder ver el interior. Cabrillo sacó dos dispositivos electrónicos del maletín y volvió a cerrarlo. Encendió uno de ellos y estudió la pequeña pantalla. Atrás habían quedado los días en que tenía que registrar una habitación con un detector de micrófonos ocultos.
Aquel artefacto manual podía inspeccionar un radio de treinta metros y medio al instante. La suite de Croissard estaba limpia. Lo dejó encendido por si acaso había algún dispositivo de escucha activado por voz en algún lugar cercano. A continuación se fue hasta la ventana.
A lo lejos se veían los plateados edificios del paisaje de la ciudad, un tanto borrosos por la calima que se formaba a medida que la mañana daba paso al mediodía. Retiró un adhesivo en la parte de atrás del dispositivo del tamaño de un paquete de cigarrillos y lo adhirió al grueso cristal. Presionó el botón de encendido. Dentro de la carcasa negra de plástico había dos pesos alimentados por pilas y controlados por un microgenerador aleatorio.
Este ponía en movimiento los pesos que, a su vez, hacían vibrar el cristal. El generador electrónico garantizaría que de allí no saliera nada que pudiera decodificarse y que un ordenador no pudiera inutilizar el dispositivo.