La selva (23 page)

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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
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Tenía los pantalones mojados de rodilla para abajo. Eso era lo que le había salvado de quedar aplastado contra el cañón. Los obligaron a ponerse de rodillas; dos hombres les custodiaban desde detrás y un tercero se afanaba en despojarles del resto del equipo. Durante el cacheo descubrieron que Cabrillo tenía la clavícula fracturada, y el soldado se aseguró de masajear con ambas manos hasta que los huesos se colocaron.

El dolor era atroz, pero solo cuando el soldado le soltó Juan profirió un débil quejido. No pudo evitarlo. También descubrieron que tenía una pierna artificial. El soldado se volvió hacia un oficial que llevaba unas gafas de aviador para pedir instrucciones. Intercambiaron algunas palabras y el soldado le quitó la pierna de combate y se la entregó a su superior.

El hombre la examinó durante un momento, sonrió a Juan con sus dientes picados y arrojó la prótesis por el precipicio. No había sido consciente del pequeño arsenal que representaba la pierna ni de que Juan había planeado secuestrar el helicóptero sirviéndose de la pistola que guardaba en ella. Tan solo quiso mostrarle a Cabrillo que estaba totalmente indefenso y que de ahí en adelante el ejército de uno de los dictadores más crueles del mundo controlaba su destino. Juan tuvo que esforzarse por evitar que la decepción se reflejase en su cara.

En lugar de darle a ese cabrón la satisfacción de saber cuánto significaba aquello, se encogió de hombros lo mejor que pudo y miró a su alrededor como si nada le preocupase. De no haber tenido la boca tan seca, habría intentado ponerse a silbar. Al oficial no le agradó que su demostración de poder no hubiera infundido miedo en su prisionero, de modo que espetó una orden a uno de los soldados que los vigilaban. Un instante después la culata de un Kalashnikov golpeó a Juan en la cabeza y todo se volvió negro.

Cabrillo recuperaba el conocimiento a ratos. Se acordaba del ruido de un helicóptero y de haber sido maltratado un par de veces, pero parecía como si cada uno de esos recuerdos le perteneciera a otra persona, como si fueran escenas de película que había visto hacía tiempo. En ningún momento recobró la consciencia el tiempo suficiente para sentir dolor o hacerse una idea de dónde estaba. La primera sensación cuando por fin regresó del abismo fue un intenso dolor en la parte posterior de la cabeza. Lo que más deseaba era palparse la zona con la mano para cerciorarse de que no le habían aplastado el cráneo, como estaba convencido de que habían hecho. Pero se contuvo.

Un instructor de Camp Peary, las instalaciones de la CIA conocidas como La Granja, le había dicho en una ocasión que si alguna vez le capturaban y no estaba seguro de su entorno, debía mantenerse tan quieto como pudiera el mayor tiempo posible. Aquello le permitiría descansar, pero, más importante aún, le proporcionaría la posibilidad de recabar información acerca de adónde le habían llevado. Así que a pesar de que su cabeza pedía a gritos que la atendieran, y de que otras partes de su cuerpo estaban doloridas, permaneció inmóvil, procurando deducir cualquier cosa de su entorno.

Notó que aún estaba vestido, y por lo bien que podía respirar supo que no tenía la cabeza dentro de una bolsa. Supuso que estaba tendido sobre una mesa. Aguzó el oído, pero no escuchó nada. Era difícil concentrarse. La cabeza le palpitaba al ritmo de su corazón. Diez minutos se convirtieron en quince. Estaba bastante seguro de que no había nadie con él, de modo que se arriesgó a abrir el ojo un poco.

No pudo distinguir siluetas, pero sí vio luz. No la intensidad del sol del mediodía, sino el tenue resplandor de una bombilla incandescente. Abrió el ojo un poco más. Vio una pared desnuda hecha de bloques de cemento que se unía a un techo de hormigón. En ambos se apreciaban remolinos y salpicaduras a lo Jackson Pollock de una sustancia de color rojo oscuro que sabía que era sangre.

Recordó que MacD Lawless también había sido hecho prisionero, por lo que solo le cabía rezar para que Linda y Smith hubieran logrado escapar. Si se habían librado de la emboscada, confiaba en que fijaran un lugar de encuentro con el
Oregon. Una vez
que estuvieran lo bastante lejos río abajo a bordo de la LNFR, Gomez Adams podría recogerlos con el helicóptero. El persistente dolor de su cabeza era un martilleo que no cesaba, y comenzaba a sentir náuseas, lo que significaba que era muy probable que tuviera una conmoción cerebral.

A pesar de que estaba casi convencido de que estaba solo en algún tipo de celda, no se atrevió a mover la cabeza. Podría haber cámaras ocultas o algún espejo polarizado de vigilancia detrás de él. Se removió un poco, como una persona inconsciente que lucha por recobrar la consciencia. Estaba sujeto de pies y manos a la mesa por esposas metálicas.

Luego volvió a quedarse inmóvil. No estaba en condiciones de soportar un interrogatorio, y si le habían llevado a la antigua capital de Yangon, lo más probable era que estuviese en la prisión de Insein. Su pronunciación se asemejaba a la del término ingles
insane
[1]
y era quizá la penitenciaría más brutal del mundo, el agujero más infecto del que era imposible escapar y en el que sobrevivir era aún más impensable.

Albergaba alrededor de diez mil prisioneros, aunque su capacidad era de menos de la mitad. Muchos eran activistas políticos y monjes que habían hablado abiertamente contra el régimen. El resto eran criminales de todo tipo. Enfermedades como la malaria y la disentería eran habituales. Las ratas superaban en número a los prisioneros y guardias.

Y las historias de torturas que se contaban eran auténticas pesadillas. Cabrillo sabía que les encantaba utilizar tubos de goma llenos de arena para apalear a la gente y que empleaban perros de presa entrenados para obligar a los prisioneros a competir unos contra otros por un sendero de piedras corriendo a cuatro patas. Lo único que le daba esperanzas era que tenía un chip electrónico de rastreo insertado en el muslo y que en esos instantes Max y el resto de la tripulación estaban haciendo planes para sacarlos de allí. Como salido de ninguna parte, un puño se estrelló contra su mandíbula, casi dislocándosela.

Podría haber jurado que no había nadie en el cuarto con él. El tipo tenía la paciencia de un gato. Abrió los ojos, pues ya no tenía sentido seguir fingiendo. El hombre que le había golpeado llevaba un uniforme militar verde. Juan no pudo identificar su rango, pero sintió cierta satisfacción al ver que se estaba masajeando el puño derecho. Se sentía como si su cabeza fuera una campana.

—¿Nombre? —bramó el soldado.

Juan vio que otros dos guardias habían entrado por una puerta metálica. Uno se mantuvo apostado junto a ella en tanto que el otro se posicionaba cerca de una mesa cubierta por una tela. Le fue imposible distinguir qué había debajo.

Al ver que no respondía al instante, el tipo que dirigía el interrogatorio sacó de su cinturón un trozo de manguera de jardín normal y corriente. A juzgar por cómo pesaba, Juan supo que estaba rellena. Le golpeó en el estómago, y a pesar de que Cabrillo contrajo los abdominales todo lo posible, sintió que el impacto calaba hasta su columna.

—¡Nombre! —John Smith —dijo Cabrillo, tomando aire con los dientes apretados.

—¿Para quién trabaja? —La porra se abatió de nuevo sobre el estómago al no responder en el acto—. ¿Para quién trabaja? ¿La CIA? ¿Naciones Unidas?

—Para nadie. Trabajo para mí mismo. El trozo de manguera impactó de nuevo contra su carne, pero esta vez el objetivo fue su entrepierna. Aquello fue demasiado. Giró la cabeza y el dolor le produjo arcadas.

—Por su acento deduzco que es americano —adujo una voz culta con una ligera pronunciación británica. El tipo al que no alcanzaba a ver estaba cerca de la cabecera de la mesa a la que Cabrillo estaba esposado. Juan le oyó encenderse un cigarrillo y al instante una columna de humo flotó por encima de su cara. El hombre se movió para que Cabrillo pudiera verlo.

Era birmano, como el resto. Calculó que debía de rondar los cuarenta y pico años. Tenía la tez del color de las nueces, con arrugas alrededor de ojos y boca. Llevaba una gorra con visera, pero pudo ver que su cabello seguía siendo negro azabache. Si bien el tipo no tenía nada que fuera forzosamente malvado, Cabrillo sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Cómo es que está en mi país, y armado nada menos? Tenemos tan pocos visitantes de Estados Unidos que sabemos cuántos hay dentro de nuestras fronteras en todo momento. Usted, amigo mío, no debería estar aquí. Así que, dígame, ¿qué le trae por Myanmar?

Una frase de
Casablanca
le vino a la cabeza:

—«Mi salud. He venido a tomar las aguas». El oficial rió ente dientes.

—Muy buena. Una de mis películas favoritas. Entonces Claude Rains dice: «¿Las aguas? ¿Qué aguas? Estamos en el desierto»; a lo que Bogey responde: «Me informaron mal». Ciertamente un clásico.

—Su voz se volvió áspera—: ¡Muang! Le asestaron dos rápidos golpes con la porra de forma consecutiva; ambos le dieron justo en el punto donde tenía fracturada la clavícula. El dolor ascendió por su hombro y sacudió la parte superior de su cerebro. Tuvo la sensación de que la cabeza iba a reventarle.

—Señor Smith —prosiguió el interrogador—, he mencionado que creo que es americano. Me gustaría saber qué opina de la tortura. Es un tema controvertido en su país, según tengo entendido. Incluso hay quienes consideran la privación de sueño y la exposición a la música alta como algo cruel e inhumano. ¿Qué piensa al respecto?

—Estoy totalmente de acuerdo —se apresuró a responder.

—Lo imaginaba de un hombre en su situación —repuso el oficial con una sonrisa apenas perceptible—. Me pregunto si ayer, o la semana pasada, pensaba lo mismo.

No importa. Ahora cree fervientemente en ello, no me cabe duda. Accionó un mecanismo situado debajo de la mesa para que esta se inclinara ligeramente hacia atrás, de modo que los pies de Juan quedaron treinta centímetros más elevados que la cabeza. Entretanto el guardia que estaba junto a la mesa retiró la tela para dejar al descubierto varias toallas dobladas y una jarra de plástico de casi cuatro litros de capacidad.

—Lo que de verdad quiero saber es si cree que el ahogamiento se considera tortura, ¿hum? —prosiguió el oficial. Juan sabía que tenía un umbral del dolor muy alto.

Había abrigado la esperanza de aguantar el par de días que estimaba que Max iba a tardar en sacarlos de allí, pero no imaginó que antes tendría que enfrentarse a aquello, y no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar. De niño había pasado mucho tiempo nadando en la costa del sur de California, y si bien había tragado agua por la nariz en más de una ocasión, nunca había estado a punto de ahogarse como iba a experimentar en breve. Le pusieron una toalla sobre la cara al tiempo que dos fuertes manos le sujetaban la cabeza para impedir que la moviera. El corazón se le disparó; se le tensaron las manos.

Oyó el chapoteo del agua. Sintió que un par de gotas le caían en el cuello. Y a continuación notó cierta humedad en los labios, pero la piel no tardó en estar mojada. Una gota resbaló hacia su nariz y se abrió paso hacia sus senos nasales. Vertieron agua en la toalla hasta empaparla por completo. Juan intentó expulsar aire por la nariz para impedir que el líquido entrara en las delicadas membranas.

Aquello dio resultado durante unos segundos, casi un minuto, pero sus pulmones no podían retener tanto aire, y la toalla estaba chorreando; la sentía como un peso frío y húmedo apretado contra él. Al final no le quedó aire para luchar contra lo inevitable y el agua invadió sus cavidades nasales.

Debido al ángulo de la mesa, el líquido se quedó allí estancado y no avanzó más en su tracto respiratorio. Eso era el ahogamiento. Conseguir que la víctima sintiera que se estaba ahogando sin ahogarla realmente.

No era una cuestión de voluntad. No había control que valiera contra aquello. Cuando los senos se llenaban de agua, el cerebro, que había evolucionado desde que el primer pez primitivo saliera caminando del mar e inspirara su primera bocanada de aire, sabía que el cuerpo se estaba ahogando. Era un acto reflejo. Juan no podía controlar la reacción de su cuerpo más de lo que podía obligar a su hígado a producir más bilis. Sentía que la cabeza le ardía por dentro a la vez que sus pulmones sufrían espasmos al absorber pequeñas cantidades de agua.

La sensación era peor que cualquier cosa que pudiera imaginar. Tenía la impresión de que le estaban aplastando, como si un océano entero hubiera asaltado su cabeza, escaldando y chamuscando los frágiles alvéolos en el interior de la nariz y por encima de los ojos. El dolor era el más intenso que jamás había experimentado. Y solo hacía treinta segundos que había empezado. La cosa empeoró aún más. Su cabeza estaba a punto de explotar.

Deseó que lo hiciera. La garganta se movía para tragar en un acto reflejo y se atragantó con el líquido que bajaba por su tráquea. Oyó voces que hablaban de forma atropellada en un idioma que no conocía y se preguntó si estaba escuchando la llamada de los ángeles.

Y entonces le quitaron la toalla de encima y la mesa se inclinó hasta que su cabeza quedó mucho más elevada que sus pies. El agua manó a chorros de su nariz y su boca, y sintió unas dolorosas arcadas. Y si bien los pulmones le seguían ardiendo y el aire sabía a muerte, jamás en toda su vida respirar le supo a gloria como en ese instante.

Le dieron menos de un minuto antes de inclinar la mesa de golpe y de presionar la toalla empapada de nuevo sobre su cara. El agua cayó a litros, a raudales, como un tsunami. Esta vez solo pudo espirar durante unos segundos antes de que el líquido encharcara otra vez su cabeza.

Sus senos nasales se cargaron hasta rebosar sus fosas. Con ello llegó la agonía y el pánico, y su cerebro le pedía a gritos que hiciera algo... que luchara, que se resistiese, que se liberase. Cabrillo hizo caso omiso de los lastimeros gritos de su propia mente y soportó aquel abuso sin mover un músculo, porque lo cierto era que sabía que no se estaba ahogando, que los hombres le permitirían respirar otra vez y que era él quien tenía el control sobre lo que su cuerpo hacía, no el instinto ni tampoco su romboencéfalo.

Era su intelecto el que regía sus actos. Se mantuvo tan sereno e inmóvil como un hombre durmiendo la siesta. En un momento dado, enviaron a uno de los guardias a buscar otra jarra de agua, y repitieron el proceso quince veces seguidas.

Una vez tras otra, los soldados esperaron a que él se quebrara y suplicara clemencia. Y en cada ocasión tumbaron a Juan después de que recobrara el aliento y este les provocó para que lo hicieran de nuevo. La última sesión duró tanto que perdió la consciencia y tuvieron que quitarle las esposas sin perder tiempo, sacarle el agua del cuerpo a la fuerza y reanimarle propinándole un par de bofetadas en la mejilla.

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