Aquello lo cambiaba todo y explicaba por qué había aparecido el helicóptero en el momento oportuno. Significaba que lo más probable era que el primer equipo enviado a la selva fuera atacado por contrabandistas en lugar de por el ejército. Tuvieron mala suerte. Smith respondió al mensaje de texto: Ojalá hubiera leído antes tu mensaje. Me he pasado la última hora huyendo de la patrulla. No pasa nada. Por cierto, los tienen. Cabrillo y otro han sido capturados. Tengo a la mujer conmigo. Atada y amordazada. ¿Instrucciones?
Al cabo de un minuto le llegó la respuesta. ¡Sabía que lo lograrías! Y tres miembros de la Corporación capturados de paso. Es interesante. Parece que el Oráculo les tenía mejor considerados de lo que merecían.
Da la impresión de que ya no son una amenaza. ¿Qué hay del primer equipo que envié? ¿Alguna idea? Smith contestó: Dispararon a Basil, seguramente traficantes. Munire se ahogó. Las tenía en una bolsa. Estaban bajo el pedestal, tal y como se decía en los papeles de Rusticiano que robé en Inglaterra.
Estoy a una hora de la unidad del ejército. ¿Cómo contacto con ellos? La respuesta llegó en un instante: Les avisaré de que vas para allá. Retirarán las armas. Puedes volver con ellos a Yangon. Hay un avión esperando.
Aquello era mejor que tener que hacerlo a pie. En el esquema cósmico, era una compensación por haberse visto en medio de un tiroteo en el que nunca fue el blanco. Escribió de nuevo: ¿Qué hago con la mujer? La respuesta llegó a modo de pregunta: ¿Es atractiva? Smith echó un vistazo a Linda y la contempló como un carnicero a un trozo de carne. Sí. Un nuevo mensaje apareció de inmediato: Tráetela.
En caso de que el Oráculo no los haya juzgado tan mal como creemos, ella es una buena baza para negociar. Si no la necesitamos, podemos venderla. Nos vemos pronto, y bien hecho, amigo mío. Smith apagó el móvil y lo guardó en su mochila. Volvió la vista hacia Linda, que le fulminó con la mirada.
Él esbozó una sonrisita de suficiencia. Era obvio que la cólera de la chica no le afectaba lo más mínimo.
—En pie. Linda continuó mirándole con expresión desafiante.
—Me acaban de decir que te mantenga con vida, pero es una orden que me importa un bledo incumplir. O te levantas o te disparo ahora y dejo tu cadáver a los buitres. Su resistencia duró otro par de segundos.
Smith supo el momento exacto en que aceptó que no tenía escapatoria. La cólera seguía ardiendo en aquellos ojos, pero sus hombros se encorvaron ligeramente cuando la tensión abandonó su cuerpo. Linda se puso en pie.
Volvieron sobre sus pasos y se dirigieron otra vez al monasterio; Linda iba delante, seguida de cerca por Smith para que no pudiera intentar nada.
Juan contó el tiempo ayudándose de los ataques de hambre y sed. Lo primero era un dolor sordo que podía soportar. Era la sed lo que le estaba volviendo loco.
Había intentado aporrear la puerta para atraer la atención de alguien, pero sabía que no se habían olvidado de él. Le estaban doblegando poco a poco mediante la privación deliberada de agua y comida. Sentía la lengua como si le hubieran metido un trozo de carne quemada en la boca, y la piel había dejado de sudarle, por lo que parecía seca y frágil.
Por mucho que intentara no pensar en ello, su mente se llenaba de imágenes de agua: vasos, ríos, océanos enteros. Era la peor de las torturas. Estaban dejando que su mente le traicionase tal y como habían hecho Croissard y Smith. Se dio cuenta de que el ahogamiento no había sido más que una tontería, un modo de divertirse. Si hubiera funcionado, estupendo. Si no, ya tenían planeada la segunda fase. Aquel era el método infalible que utilizaban para quebrar a los prisioneros, y Juan estaba seguro de que jamás fallaba.
De pronto escuchó el sonido metálico del pestillo que abría la puerta al ser descorrido, y las bisagras chirriaron como uñas en una pizarra. Había dos guardias; ninguno llevaba más arma que las porras de goma sujetas a los cinturones. Irrumpieron en el cuarto y levantaron a Cabrillo del suelo. Los birmanos no eran por lo general gente alta, y esos dos no eran una excepción. En su estado de agotamiento, y con solo una pierna útil, Cabrillo era un peso muerto, y los soldados se tambalearon mientras le sujetaban.
Lo llevaron a rastras por el corredor hacia la habitación en la que ya había estado. Sintió pavor, como si una tonelada de piedras hubiera caído sobre su corazón. Pero pasaron de largo y siguieron avanzando por el pasillo hasta otro cuarto de interrogatorios. Este era cuadrado, con las paredes de cemento, y tenía una mesa y dos sillas. Una estaba volcada en el suelo; la otra, ocupada por el interrogador de voz refinada. En la mesa había una garrafa de agua, cubierta de gotas de condensación, y un vaso vacío.
—Ah, es usted muy amable uniéndose a mí, señor Smith —le saludó el interrogador con una sonrisa en parte cordial y en parte sibilina. Todavía se dirigían a él por ese nombre, pensó Juan. O no habían torturado a MacD o este no se había quebrado. O tal vez aquel tipo era lo bastante listo como para no revelar lo que había averiguado del otro prisionero.
Sentaron a Juan en la silla sin contemplaciones, y requirió de todas sus fuerzas para mantenerse erguido y con la vista fija en el interrogador y no devorar la garrafa con los ojos. Tenía la boca demasiado seca para poder hablar.
—Permítame que me presente —dijo el oficial, vertiendo agua en el vaso para que los cubitos de hielo tintinearan con aire musical—. Soy el coronel Soe Than. Por si acaso se lo pregunta, hace dos días y medio que es nuestro invitado en Insein. Dejó el vaso delante de Cabrillo, pero Juan se mantuvo inmóvil como una estatua.
—Adelante —le animó—. No cambiará mi opinión sobre usted. Con estudiada lentitud, Juan cogió el vaso de agua y bebió con moderación. A continuación lo dejó de nuevo en la mesa; solo faltaba menos de un cuarto.
—Admiro su fortaleza, señor Smith. Es uno de los hombres más disciplinados con los que me he tropezado. A estas alturas, la mayoría habría cogido la garrafa y la hubiera apurado de un trago. Como es natural, los retortijones que produce un error tan estúpido son tan atroces como la propia sed. Juan guardó silencio.
—Me pregunto si antes de que nuestro tiempo llegue a su fin... —dijo el interrogador mientras echaba una ojeada a su reloj; se trataba del cronógrafo negro de estilo militar que Cabrillo había llevado consigo a esa misión—, que será dentro de media hora más o menos, me dirá al menos su verdadero nombre. Cabrillo tomó otro trago de agua muy despacio. Su cuerpo se moría de sed, pero se obligó a dejar el vaso sobre la mesa. Luego se aclaró la garganta y cuando habló tenía la voz ronca.
—No bromeaba. En verdad me llamo John Smith. La forzada educación de Than se esfumó en el acto y estrelló el puño contra la mano de Juan, apoyada con la palma hacia abajo en la mesa. El impacto no fue suficiente para romperle los huesos.
Una expresión petulante apareció fugazmente en el rostro, por lo demás anodino, de Than. Al reaccionar como lo había hecho, le estaba diciendo a Juan que sabía la verdad. MacD se había derrumbado.
—Director Juan Cabrillo —dijo Than, retomando su aire educado—, de la Corporación. Un nombre ridículo, por cierto. Tienen su base en un viejo carguero llamado
Oregon
. Nuestras fuerzas navales y aéreas están buscándolo desde que amaneció.
Tienen órdenes de hundirlo nada más avistarlo. Eso es lo que obtengo de un acuerdo al que se ha llegado: la satisfacción de castigar a su gente por entrar sin permiso en suelo birmano.
—¿Acuerdo? —preguntó Juan.
—Oh, debería decirle que cuando le hablamos a nuestros amigos del norte de su identidad... verá, lo compartimos todo con ellos, ya que apoyan tanto a nuestro gobierno... se interesaron mucho al saber de su captura.
—Cabrillo sabía que Than se refería a China, el mayor socio comercial de Myanmar y el único aliado verdadero en la región—. Arden en deseos de hablar con usted. También con su compatriota, el joven señor Lawless, aunque me dio la impresión de que el general Jiang está más impaciente por hacerlo con usted. Parece que estuvo trabajando para la CIA y que podría tener información sobre ciertos actos de espionaje que tuvieron lugar hace años.
Juan jamás había trabajado en China durante el tiempo que sirvió en la Agencia y no alcanzaba a comprender por qué el general chino pensaba que sabía algo. Ni siquiera imaginaba por qué su nombre despertaba su interés. Llevaba años fuera del juego. —Aunque nunca he colaborado de forma directa con el general —prosiguió Than— he de decirle que su reputación le precede.
Recordará el tiempo que hemos pasado juntos con afecto en los meses venideros y deseará haber continuado a mi amable y tierno cuidado. Otra idea le vino a la cabeza en ese instante. Todavía tenía el chip de rastreo, de modo que la tripulación sabría dónde estaba, pero sacarlos a MacD y a él de China iba a ser prácticamente imposible. La mano le tembló levemente cuando tomó un poco más de agua. Than llenó el vaso de nuevo.
—Ya no es tan locuaz, ¿eh, director? —le provocó Than—. ¿Todavía quiere mostrarse insolente? En ese momento llamaron a la puerta y Than le hizo una señal al guardia apostado junto a ella. En el cuarto entró un hombre chino de mediana edad, ataviado con un uniforme ribeteado y una gorra de oficial bien calada en la cabeza cana. Tenía el rostro surcado de arrugas, la piel de un hombre que pasaba mucho tiempo al aire libre en lugar de en un despacho cambiando documentos de sitio.
Detrás de él había una mujer alta, también de uniforme. Rondaba los treinta años, con cabello negro, largo y lacio, gafas con montura de carey y un flequillo que ensombrecía algunas zonas de su cara. Than se apresuró a levantarse y a tender la mano.
El general y él conversaron en chino. Jiang no presentó a su ayudante ni desvió la mirada hacia Cabrillo en ningún momento. Juan aprovechó la oportunidad para seguir bebiendo agua, esperando que el líquido le diera fuerzas para soportar el infierno que Jiang hubiera planeado para él. Estudió al general con algo más de atención.
Había algo en él que le resultaba familiar, pero estaba seguro de no haber visto antes a aquel hombre. Quizá hubiera visto una fotografía suya en una sesión informativa. No estaba seguro.
—En pie —dijo Than en inglés. Cabrillo dejó de devanarse los sesos e hizo lo que le ordenaban, manteniendo el equilibrio lo mejor que pudo sobre un solo pie. Uno de los guardias le agarró los brazos y se los sujetó a la espalda para poder ponerle una brida. El plástico se le clavó en la carne, pero Juan había mantenido las muñecas ligeramente separadas para que cuando el guardia se alejase no estuviesen demasiado apretadas.
Era un viejo truco que en algunas ocasiones le había permitido quitarse las ligaduras o, como mínimo, hacer que fueran algo más cómodas. Bueno, menos incómodas, en todo caso. Un minuto después, MacD apareció con otros dos guardias. Tuvieron que sujetarle para que se mantuviera en pie.
Llevaba el uniforme hecho jirones, y nuevos moratones le cubrían la cara, ocultando los antiguos infligidos por los talibanes. La cabeza le colgaba como la de un borracho, y de no ser por los guardias se habría desplomado. La saliva rezumaba de sus labios. Jiang miró a
Lawless
con dureza, pero su ayudante ahogó un grito de sorpresa cuando lo vio y tuvo que contenerse para no alargar la mano hacia él de forma compasiva.
Emprendieron una breve y lastimosa procesión. MacD apenas estaba consciente y a Juan tuvieron que arrastrarlo porque no tenía fuerzas para saltar a la pata coja. Sus guardias le sujetaron por debajo de los hombros y dejaron que diera grandes zancadas con la pierna sana. Los llevaron a una especie de muelle de carga o parque de vehículos.
La intensa luz del sol atravesó las grandes puertas obligando a Juan a entornar los ojos. El aire olía a gasoil y a comida podrida. Bajo la atenta mirada de los guardias, los prisioneros descargaban sacos de arroz de la parte trasera de un camión de fabricación china, que tenía los neumáticos más desgastados que Cabrillo había visto en su vida. El conductor estaba dentro de la cabina, fumando. Otro camión estaba siendo cargado con productos cultivados en los campos de la prisión. Estacionada al otro lado de la vasta estancia había una furgoneta blanca sin ventanillas en la parte posterior. A través de las puertas traseras abiertas podía verse un compartimiento de carga separado de la cabina por una rejilla metálica.
Arrojaron a los dos prisioneros a la parte de atrás. MacD se golpeó la cabeza y quedó inmóvil. Cabrillo no podía hacer nada al respecto. Utilizaron unos precintos para sujetar a los dos hombres a los ganchos integrados en el suelo. No se trataba de un vehículo penitenciario oficial, tan solo de una furgoneta comercial, pero sin las manillas internas era igual de efectivo que un transporte blindado. Las puertas se cerraron con una sensación de inevitabilidad que Juan sintió en sus huesos. Aquello no iba a terminar bien. Pasaron algunos minutos. Podía imaginar a Than y al general comparando técnicas de tortura del mismo modo que las amas de casa intercambian recetas.
Aun con las ventanillas delanteras bajadas, en la parte de atrás de la furgoneta hacía tanto calor como en un horno. Jiang se despidió de Than y se puso él mismo al volante, su recatada ayudante ocupó el asiento del pasajero.
No se dirigieron la palabra mientras arrancaban y el vehículo se ponían en movimiento. Una ligera ráfaga de aire se colaba en la zona de carga mientras atravesaban los terrenos de la prisión en dirección a las puertas principales. Juan no podía ver otra cosa que no fuera el cielo desde su posición en el suelo, pero recordaba que la penitenciaría de Insein era un enorme complejo en el norte de Yangon, construido alrededor de un cubo central como los radios de una rueda.
También recordó que a las familias de los prisioneros no políticos les estaba permitido llevar comida al perímetro alambrado y que sin eso muchos sencillamente morirían de inanición. Se decía que la sociedad se mide por la condición de sus prisioneros. Myanmar tenía que ser el agujero más infecto del mundo. La furgoneta redujo la velocidad hasta detenerse delante de la puerta principal. Los guardias revisaron los bajos y abrieron las puertas traseras. Uno señaló primero a Juan, después a MacD, echó una ojeada a una tabla sujetapapeles, los contó una segunda vez e hizo un gesto con la cabeza.
A continuación cerraron las puertas de golpe. Se encontraban a una manzana de la prisión, Juan estaba a punto de intentar hablar con el general, cuando su ayudante abrió la rejilla que los mantenía confinados detrás. Entonces se quitó las gafas. Juan la miró boquiabierto, incapaz de dar crédito a lo que estaba viendo. Ella se desplazó como pudo hasta el compartimiento llevando consigo un pequeño maletín negro.