—¿Cómo? —preguntó con voz ronca. Con la forma de los ojos alterada gracias a unas piezas de látex y el pelo teñido y más largo gracias a unas extensiones, la doctora Julia Huxley, médico jefe del
Oregon
, le obsequió con la sonrisa más afectuosa que había visto. En ese momento se percató de por qué le sonaba tanto el general. Era Eddie Seng, también maquillado para aparentar más edad.
—Eddie y yo andábamos por el barrio.
—Julia cortó los precintos de Cabrillo con un escalpelo que sacó del botiquín y se dispuso a examinar a MacD Lawless.
—No te hagas la chula —le advirtió Seng desde el asiento del conductor—. Acabamos de pasar una caravana de vehículos que se dirige a la prisión y, si no me equivoco, en el asiento trasero del segundo va el auténtico general Jiang. Aún no nos hemos librado.
—¿Qué? —exclamó Cabrillo—. ¿De verdad me quieren los chinos? ¿Por qué cojones? Seng le miró por encima del hombro.
—Fue antes de que me uniera a la Corporación, pero ¿no hundiste uno de los destructores clase Luhu de su Armada?
—El
Chengo
—recordó Juan—. Fue la primera y única vez que trabajamos con el actual director de la NUMA, Dirk Pitt. Ocupó el asiento de Hux en la cabina. En el salpicadero había una botella de agua de un litro. Se bebió un tercio antes de volver a ponerle el tapón. Quería más, pero le preocupaba seriamente sufrir retortijones.
Yangon era como cualquier otra megalópolis moderna. Una densa capa de polución cubría la ciudad y en el aire flotaba el olor de la gasolina con plomo que quemaban los motores de cuatro tiempos. Aquella parte de la ciudad era más pobre que la mayoría. La carretera era una tira de asfalto en pésimas condiciones y los bordillos no eran más que alcantarillas abiertas.
Las casas de una sola planta parecían apoyarse unas en otras para no venirse abajo en tanto que los niños medio desnudos contemplaban el tráfico con la mirada vacía. Perros sarnosos merodeaban por los callejones en busca de cualquier desperdicio al que los niños no hubieran echado el guante. En toda intersección se oía el ruido de las bocinas de los coches, normalmente sin motivo aparente.
A lo lejos Cabrillo pudo divisar algunos edificios altos, aunque presentaban la insipidez institucional de la arquitectura soviética de los años setenta. De vez en cuando se apreciaban signos de la naturaleza oriental de la ciudad, alguna pagoda o santuario budista, pero, aparte de eso, Yangon no tenía nada que la distinguiera de cualquier otra ciudad tercermundista del planeta.
—¿Dónde está el
Oregon
? —De las docenas de preguntas que le rondaban por la mente, esa era la más apremiante para Cabrillo.
—A unas treinta millas al sureste de nuestra posición —respondió Eddie.
—¿Lleváis un móvil o una radio? Tengo que decirle a Max que las fuerzas aéreas y navales lo están buscando. Seng sacó un transmisor-receptor del bolsillo del uniforme. Juan llamó al barco y le habló al oficial de guardia, que resultó ser Hali Kasim, acerca de la búsqueda que se estaba llevando a cabo y ordenó que diera la alarma de zafarrancho de combate en el
Oregon
.
La sirena del buque sonó cuando el director pronunciaba las últimas palabras. A continuación, Cabrillo se volvió en su asiento para poder mirar a la parte de atrás de la furgoneta.
—¿Cómo está, Hux?
—Tiene una contusión en la cabeza, no cabe duda —respondió con voz profesional—. No puedo establecer la gravedad hasta que le llevemos a la enfermería y pueda realizar una resonancia magnética.
—Como sucedía con todo lo demás a bordo del
Oregon
, la enfermería era una obra de arte, y estaba a la altura de un centro de trauma de nivel uno—. ¿Qué hay de ti? ¿Alguna herida?
—Deshidratación y la clavícula rota. Tuve una conmoción cerebral, pero ya ha pasado.
—Te examinaré dentro de un rato.
—Céntrate en MacD. Yo estoy bien.
—Cabrillo se dio la vuelta de nuevo—. De acuerdo, ¿qué ha pasado? Ah, antes de nada, Roland Croissard nos ha engañado. No sé a qué está jugando, pero Smith tiene la culpa de que nos capturaran a MacD y a mí.
—Imaginamos que algo pasaba cuando el chip de Linda y el tuyo mostraron que salíais de la selva a más de ciento sesenta kilómetros por hora. Supusimos que se trataba de un helicóptero.
—Un viejo Mi-8. Espera, ¿Linda vino con nosotros? ¿Dónde está?
—Unas horas después de que aterrizarais en Yangon fue al aeropuerto y tomó un vuelo a Brunei. Perdimos la señal cuando la llevaron a una localización fuera de la costa. Supongo que la llevaron en helicóptero hasta un barco.
—¿Brunei? Aquello no tenía sentido. A menos que Croissard tuviera negocios allí, cosa que era muy posible.
—Murphy y Stone están en ello y escarbando más en la historia de Croissard.
—¿Cómo organizasteis el rescate de Insein? —preguntó Cabrillo.
—Llevamos el
Oregon
hacia el sur tan pronto vuestras señales empezaron a moverse y no pudimos contactar por teléfono con vosotros. En cuanto estuvimos lo bastante cerca comenzamos a monitorizar todas las comunicaciones militares, sobre todo las que procedían de la prisión.
Cuando Soe Than, que por cierto es el alcaide, hizo un trato con el general Jiang, vimos la oportunidad. Teníamos que sincronizar la operación para llegar antes que él, pero no tanto como para levantar sospechas.
—Debo felicitar a Kevin y a sus magos. El maquillaje es increíble.
—Acuérdate de que en una ocasión estuvo a punto de ganar un Oscar. Esto ha sido pan comido para él. Dijo que un verdadero desafío habría sido convertir a Linc en Jiang.
—¿Cómo llegasteis a tierra?
—A bordo de la
Liberty
.
—Era una de las dos lanchas salvavidas del
Oregon
. Al igual que su madre y su gemela, la
Or Death
, esta tampoco era lo que parecía—. Entramos durante la noche y fondeamos en una planta de conservas cerrada al otro lado del río. El tráfico se iba haciendo más denso y el sonido de los cláxones más estruendoso. Los autobuses y los motocarros de la gran ciudad, cargados a rebosar de pasajeros y de sus enseres, competían por el mismo espacio con igual desdén hacia la presencia del otro.
Aquello era un manicomio. No había guardias de tráfico, pero sí muchos soldados patrullando por la acera, todos armados con AK-47 y con gafas de aviador. Los transeúntes los rodeaban igual que el agua rodea una roca, abriéndose hacia los lados y congregándose de nuevo, y se aseguraban de no empujarlos.
A Cabrillo no le pareció que estuviesen demasiado alerta. Su presencia resultaba intimidatoria, pero no tenían pinta de estar buscando algo en particular. Eso significaba que Than no había dado la alarma todavía.
—¿Dónde habéis conseguido la furgoneta? —preguntó Juan. Se colocaron detrás de un viejo camión que transportaba un cargamento de troncos de teca.
—La alquilamos a una empresa de transportes a primera hora de la mañana.
—¿Algún problema?
—Por los mil euros que le pagué en metálico, el empleado se habría ofrecido a matar a su propia madre —respondió Eddie.
Al igual que Juan, Seng había sido agente secreto de la CIA, de modo que tenía el don de hacer que los desconocidos confiaran en él y se movía con facilidad en los países extranjeros, como si hubiera vivido allí toda su vida. Mientras proseguían su camino y los vecindarios mejoraban, vieron tiendas en las que se vendía de todo y puestos callejeros donde podía encontrarse cualquier cosa. Había un espíritu más comercial y cierta vitalidad, aunque ni por asomo tanto como en el resto de las ciudades asiáticas.
La influencia de la dictadura militar minaba la energía de la gente. El tráfico estaba paralizado no porque fuera denso, sino porque los conductores no tenían la menor prisa por llegar a sus destinos.
—Mira a la izquierda —dijo Eddie. Juan supo en el acto a quién se refería. A mitad de la manzana de tiendas que vendían ropa de saldo y CD y DVD piratas había un soldado con un walkie-talkie pegado a la oreja. El tipo asintió, dijo algunas palabras y se sujetó el aparato al cinturón. Tenía un compañero que estaba de pie a su lado.
El primero le comunicó la información al segundo, y los dos comenzaron a prestar mucha más atención al tráfico.
—¿Qué opinas?
—Creo que empieza la diversión —respondió Cabrillo—. ¿Tienes un arma?
—En la guantera. Juan la abrió y sacó una Glock 21 de calibre 45. Los grandes proyectiles acabarían con casi cualquier cosa que fuera más pequeña que un elefante furioso.
Los dos soldados vieron la furgoneta blanca de gran tamaño entre los turismos, taxis y bicicletas, y su aire relajado cambió en el acto. Adoptaron una postura rígida y acercaron las manos al arma. Se encaminaron con paso decidido hacia ellos.
—No quiero tener que matar a esos tipos —declaró Juan.
—Espera un poco. Eddie pisó el acelerador y giró el volante de forma que el morro de la furgoneta se pegara a la parte trasera de un pequeño utilitario de fabricación china que nunca antes habían visto, quemando rueda mientras empujaban el vehículo para quitarlo de en medio. Los soldados echaron a correr.
Juan sacó la cabeza por la ventanilla y abrió fuego por encima del capó. Apuntó al humeante brasero de un vendedor callejero de brochetas de carne. El bidón metálico se desprendió de su base y se estrelló contra el suelo al tiempo que los soldados se tiraban cuerpo a tierra. Las brasas se desperdigaron por la acera y algunas cayeron sobre los soldados, cuya preocupación más inmediata era apagar las llamas y no la furgoneta. Seng logró abrirse paso a la fuerza, lo que le permitió subirse con la furgoneta a la acera contraria. Tocó el claxon y siguió avanzando.
La gente se apartaba corriendo y las mercancías exhibidas fuera de las tiendas salieron volando por los aires. Giró el volante en la siguiente intersección, que gracias a Dios estaba despejada, y volvió al asfalto.
—Como mucho hemos ganado unos segundos —dijo, echando un vistazo por los retrovisores—. ¿Alguna idea?
—Deshacernos de la furgo. Hux debió de oírle, porque dijo:
—Quiero mover a MacD lo menos posible.
—Me temo que no tenemos opción. Esta ciudad está plagada de soldados que nos buscan. Necesitamos otro vehículo. Eddie salió de la carretera y entró en el aparcamiento de un santuario de cúpula dorada. El edificio tenía una altura que superaba los veintiún metros y relucía a pesar de la polución. Varios monjes con túnicas color canela barrían la escalinata de la entrada. A un lado había una hilera de motocarros de alquiler. Detuvo la furgoneta junto a ellos y se apeó rápidamente.
Los triciclos motorizados, movidos por un motor de 50 centímetros cúbicos, tenían una capacidad para tres personas y eran tan anónimos como los taxis amarillos en Manhattan. Seng quitó las llaves del contacto y se aproximó al conductor más cercano. La negociación consistió en agitar las llaves, señalar hacia la furgoneta y luego la moto de tres ruedas del hombre. Aquel debía de ser el mejor día de su vida, porque al conductor le faltó tiempo para asentir con la cabeza.
Mientras eso tenía lugar, Juan se guardó la pistola en la cinturilla de los pantalones y se aseguró de que la camiseta tapara la culata antes de bajarse de la furgoneta. Escuchó el ruido de las sirenas de policía, así que corrió hasta las puertas traseras y las abrió. Sacó a MacD con la ayuda de Hux y se lo cargó al hombro. Con cada movimiento sentía fuertes punzadas de dolor en el hueso roto. Se arrodilló y depositó a MacD en el asiento trasero del motocarro con el máximo cuidado posible; Julia le sujetó la cabeza en todo momento.
Ella se acomodó a un lado de Lawless, Juan al otro y Eddie detrás del manillar. El motor expulsó una nube de humo al primer intento, y al segundo, arrancó. Oyeron un estridente pitido detrás de ellos. Un policía se aproximaba rápidamente en bicicleta por la carretera, agitando una mano y soplando el silbato. Eddie apretó el embrague mientras el policía intentaba sacar el arma que llevaba al costado.
El motocarro tenía la potencia de un pedrusco rodando cuesta arriba. El deficiente motor intentó poner el vehículo en marcha. Poco más de veinticinco metros los separaban del policía que se aproximaba a toda velocidad cuando el vehículo comenzó a rodar. Los demás conductores de motocarro presintieron que se avecinaban problemas y corrieron a esconderse detrás de un seto de arbustos en flor mientras el hombre que había hecho el trato con ellos gritaba a Eddie que se bajara de su carro. Corrió en paralelo y tiró del manillar.
Pero Seng estiró el brazo, agarró la cara del tipo y le empujó. Este perdió el equilibrio y cayó al suelo agitando brazos y piernas. El policía seguía recortándoles la distancia, pero estaba teniendo problemas para desenfundar su arma. Los pitidos eran cada vez más agudos, ya que cada vez le costaba más respirar. Casi los había alcanzado, cuando se incorporaron a la calle delante del resplandeciente templo.
Tenía el uniforme empapado en sudor, aunque su rostro era la viva estampa de la determinación. Juan podría haberse limitado a dispararle, pero el hombre solo hacía su trabajo. De modo que cogió una raída sombrilla que había en el suelo a sus pies, una comodidad para los pasajeros durante la estación de las lluvias, e introdujo el extremo entre los radios de la rueda delantera de la bicicleta al tiempo que el policía desenfundaba por fin una antigua pistola Makarov.
La sombrilla dio una vuelta y quedó atascada en la horquilla delantera, frenando en el acto la bici y arrojando al policía por encima del manillar. El tipo salió disparado a una distancia de casi dos metros y medio antes de precipitarse contra la carretera. Dio unas cuantas vueltas y luego se quedó inmóvil, vivo aunque aturdido. El motocarro continuó rodando con gran estruendo.
—Creo que los hemos despistado —dijo Eddie al cabo de unos instantes.
—Esperemos que así sea —replicó Juan.
—Me siento mal por el dueño de esta cosa. No podrá quedarse con la furgoneta y ahora ha perdido el motocarro.
—Eso demuestra que en todas partes sucede lo mismo.
—¿El qué?
—Si parece demasiado bueno para ser verdad, es que probablemente no lo sea.
—Cabrillo se puso serio—. Sabes que ese policía les dirá a los militares que ahora vamos en motocarro. Tres occidentales con un conductor chino no es algo que se vea todos los días.