La selva (45 page)

Read La selva Online

Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
4.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El nivel de detalle es increíble —dijo mientras pasaba las páginas.

—Tiene memoria fotográfica —apostilló Soleil—. Hablamos sobre su trabajo y me dijo que recordaba el trazado de todas las minas en las que ha estado.

—Esta información es una mina de oro.

—Cabrillo se volvió hacia Mark y Eric, sentados uno al lado del otro enfrente de Max y de Linda—. Chicos, ¿creéis que Bahar ubicaría el ordenador en el nivel inferior?

—Cerca, pero esa mina lleva años inactiva. Lo más probable es que los niveles inferiores se hayan inundado debido a la filtración de aguas subterráneas.

—Mark ladeó la cabeza mientras repasaba algunos números incomprensibles en su cabeza. Luego miró a Soleil—. ¿Cuánto tiempo hace que tu padre compró la mina?

—Seis años.

—Los cuatro últimos niveles y la mitad del quinto estarán inundados. Lo ha instalado en el nivel veintitrés.

—Es imposible que sepas eso —le acusó Linda.


Au contraire
. Como puedes ver, el área de cada nivel está catalogada claramente, lo mismo que la altura. Eso me da su volumen. A partir de ahí solo tengo que hacer una sencilla operación calculando el tiempo en oposición a la permeabilidad del estrato superior.

—¿Que da la casualidad de que ya conoces?

—Que da la casualidad de que he investigado —replicó con una sonrisa jactanciosa, y birló un trozo de queso azul del plato de Linda—. ¡Chúpate esa! Eddie Seng estaba sentado a una mesa cercana con los mastines. Juan agitó la libreta para atraer su atención y luego se la lanzó.

—Echa un vistazo. Nos reuniremos en la sala de conferencias a mediodía. Gomez ya habrá regresado para entonces con las fotografías. Vamos con un día de retraso.

—¿Lo ha hecho ese tipo?

—Sí, y es una bendición del cielo.

—Haré copias y se las pasaré al resto de estos simios. Lo siento, chicos, esta noche tenéis tarea.

—Malditos yanquis —dijo MacD arrastrando las palabras—. Se dice deberes.

25

Las siguientes veinticuatro horas a bordo del
Oregon
transcurrieron en medio de una vorágine de preparativos mientras el mundo esperaba, aturdido, verse en la misma situación apremiante que los ciudadanos de Las Vegas. Gracias al racionamiento más estricto de la historia de la ciudad, tenía reservas de agua para otros dos días. Si las autoridades no lograban poner de nuevo en funcionamiento el complejo sistema de cañerías y bombas que transportaba agua por el desierto desde el lago Mead, lo más seguro era que ordenasen la evacuación. Se había declarado el estado de emergencia poco después de que las bombas dejaran de funcionar de forma inexplicable, y ya habían llamado a las tropas de la Guardia Nacional.

En la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos veía las noticias en televisión sobre el suceso con mudo horror sabiendo que podía ponerle fin, pero aterrado por el precio que su nación pagaría por ello. Se trataba de una decisión imposible, como la de Abraham Lincoln de ir a la guerra o la de Truman de lanzar la bomba atómica. Era una decisión que temía no tener el valor de tomar. Juan Cabrillo no albergaba tales dudas en su cabeza.

Sabía qué tenía que hacer. Estuvieran o no de acuerdo, siempre que los ciudadanos estadounidenses iban a la guerra lo hacían para proteger el derecho a la libertad, suya o de otra nación. Aquello no era diferente. Una vez que el plan fue aprobado, todos los miembros de la tripulación se sumergieron en los preparativos. Sacaron las armas del arsenal y el equipo extra de los almacenes.

Se alquiló un camión en una agencia próxima a Niza para transportar los bártulos y al personal, y Gomez cruzó la frontera al amparo de la oscuridad para introducir en el país todo aquello que no podían declarar en la aduana y almacenarlo en una granja abandonada. Aquel era el fuerte de la Corporación: idear una estrategia y ejecutarla de forma rápida e impecable. El equipo de asalto estuvo en posición quince minutos antes sobre el horario previsto de Cabrillo.

Al no saber el número de guardias con que contaba Bahar, había llevado consigo una fuerza numerosa según su criterio, formada por Linda, Eddie, Linc, MacD, Max y otros dos mastines, Mike Trono y Jim O’Neill. Max no se uniría a la refriega a menos que fuera absolutamente necesario. Mike y Jim, junto con Linc, el mejor francotirador del equipo, tenían que actuar como grupo de distracción. Gracias a las fotografías aéreas tomadas por Adams vieron que Bahar había construido un búnker de hormigón sobre la entrada de la mina, que parecía capaz de resistir el ataque directo de un B-52 portamisiles.

Sabían que Bahar se sentiría a salvo en el interior, por lo que estaban seguros de que se refugiaría en lugar de huir una vez que ejecutaran la maniobra de distracción. Lo que desconocían era que la Corporación contaba con una entrada trasera a su búnker fortificado. Dejaron a los tres hombres en la autopista principal, a poco más de kilómetro y medio del desvío de la carretera de acceso a la mina.

Tendrían que atravesar a pie los bosques para llegar hasta su posición, y cada uno de ellos cargaba con un peso superior a veintidós kilos en munición para la mini Gatling de calibre 22. Al igual que sus dos hermanas mayores montadas en el
Oregon
, esta arma tenía seis cañones rotatorios alimentados por una batería de coche. La munición supersónica 30-grain era tan ligera que podían llevar encima miles de balas, haciendo que fuera relativamente fácil de transportar. El cometido de Linc, con su rifle de francotirador Barrett de calibre 50, era cerciorarse de que ninguno de los guardias se acercaba a la Gatling.

Mantendrían contacto por radio en todo momento, mientras el resto del equipo utilizarían frecuencias seguras, al menos antes lo eran, con micrófonos de garganta. Cabrillo dudaba que el ordenador cuántico estuviera atento a cualquier conversación de radio cercana, pero la usarían lo mínimo imprescindible.

Cabrillo siguió la autopista principal hasta pasar la verja de entrada a la mina Albatros, cuyos barrotes estaban cubiertos de óxido y grafitis. La mina quedaba camino abajo, de modo que no alcanzó a verla. Otro kilómetro y medio más allá, los árboles que bordeaban la poco transitada carretera se interrumpían.

El camino de tierra conducía hasta un pinar, que se abría a un prado cuyos árboles habían sido talados hacía décadas. Juan cruzó con su equipo y dejó el camión entre algunos pinos al otro extremo. A su espalda se alzaban unas imponentes montañas; en sus cumbres podía verse aún algunos restos de nieve. Estaban a poco más de kilómetro y medio del río. Después de pasar tantas horas apretujado en el camión, sintió un crujido en la espalda cuando se apeó del vehículo.

El aire allí era uno de los más frescos y limpios que había respirado en su vida y la temperatura era de quince grados y medio, aunque bajaría durante la noche. Esperaban dar con la entrada abandonada de la vieja fortificación de la Línea Maginot al atardecer e iniciar el asalto con las primeras luces. Teniendo en cuenta que todo aquel terreno formaba parte de un parque nacional, cabía la posibilidad de tropezarse con senderistas, lo cual era inevitable.

Aunque dado que ellos mismos vestían como si estuvieran practicando senderismo, y que sus armas iban enfundadas en bolsas finas como el papel, que podían romperse sin dificultades, levantarían pocas sospechas si Bahar tenía guardias a esa distancia. Atravesaron el bosque a pie formando una espaciada fila de dieciocho metros, con Cabrillo al frente y Eddie en la retaguardia. El suelo estaba cubierto por una alfombra de agujas de pino, de modo que moverse sin hacer ruido era prácticamente imposible. Exceptuando a Lawless que, al igual que semanas antes en Myanmar, era sigiloso como un gato.

A lo lejos se oía el violento discurrir del río Arc, crecido por las lluvias. Los glaciares en lo alto de las montañas que lo abastecían refrescaban el aire de camino hacia su cauce. Cuando lo avistaron a través de los árboles, vieron que el agua era de un color turquesa debido al sedimento depositado en el antiguo hielo glacial. Una vez estuvieron lo bastante cerca, el equipo mantuvo la formación y emprendió la marcha hacia la mina, pendientes en todo momento de atisbar la entrada al fortín subterráneo de casi ochenta años de antigüedad. No sabían cómo era, por lo que buscaron cualquier cosa hecha por la mano del hombre.

Cabrillo, que era quien caminaba más cerca del río, fue el primero en divisar a los dos hombres. Estos se encontraban a unos cientos de metros, apostados en la ribera escudriñando los alrededores con unos binoculares.

A pesar de que se agazapó detrás de un tocón volcado, no fue lo bastante rápido. Uno de los hombres le vio y le dio un golpecito a su compañero en el hombro. Los dos iban vestidos con ropa de campo, si bien no parecían en absoluto familiarizados con el bosque. Y aunque ninguno portaba armas, eso no significaba que no estuvieran armados. Comenzaron a correr a paso ligero hacia la posición de Cabrillo. Uno sacó un objeto negro y rectangular de una bolsa colgada del cinturón. Juan estaba seguro de que era una radio y sabía que si informaban de aquel encuentro, perderían el elemento sorpresa.

También sabía que si se liaban a tiros, el sonido retumbaría a kilómetros a la redonda por todo el valle. Juan dejó el rifle en el suelo y se enderezó de manera pausada. Fingió subirse la cremallera, como si acabaran de pillarlo orinando en el bosque. Era un ardid que normalmente provocaba que el otro tipo bajara la guardia. Ahora que los tenía más cerca pudo confirmar que se trataba de una radio.

Aquellos hombres no eran inofensivos senderistas, sino una patrulla de guardias de Bahar. Cabrillo maldijo su mala suerte porque, fuera cual fuese el desenlace, el horario previsto se había echado a perder. Cuando se aproximaron observó que los tipos tenían la tez oscura y rasgos afroasiáticos, con cejas pobladas y cabello negro. Uno señaló a Cabrillo y acto seguido hizo un gesto con la mano, como si le estuviera diciendo que debía dar media vuelta.

—¿Hay algún problema? —preguntó en castellano, pensando que ninguno de ellos era un francoparlante nativo.

—Marchar —dijo uno mientras señalaba valle arriba.


Allez
—farfulló el otro. Su marcado acento confirmó que Juan estaba en lo cierto.

—Oye, cielo, ¿qué sucede? —preguntó Linda Ross, que salió de entre los árboles actuando como si fuera una turista despistada. Los guardias se volvieron a mirarla, momento que Cabrillo aprovechó para actuar. Golpeó la muñeca del hombre que llevaba la radio, haciendo que saliera disparada, y dio un puñetazo al otro con todas sus fuerzas.

El tipo cayó al suelo, con los ojos en blanco, mientras su compañero se recuperaba lo suficiente como para intentar coger el arma que llevaba debajo de la chaqueta. No tuvo tiempo, ya que Linda le asestó una patada voladora que le alcanzó en el hombro. Utilizando el potente impulso y su no tan considerable peso, logró arrojarle al suelo. Acto seguido cogió una piedra del tamaño de un puño de la orilla y se la estampó en la sien.

En solo unos instantes les suministraron sedantes para dejarlos fuera de combate durante veinticuatro horas, y a continuación los amordazaron y ataron de pies y manos. Juan se quedó con la radio, pero arrojó sus pistolas al río. Por último los colocaron detrás de un árbol caído y los cubrieron con maleza y hojarasca hasta que quedaron ocultos.

—La mina entrará en alerta cuando no llamen para confirmar su posición —dijo Max. Cabrillo no necesitaba que se lo recordasen. Flexionó los dedos para aliviar parte del dolor que sentía y le quitó la funda a su rifle de asalto. Era evidente que no había turistas deambulando por aquellos bosques.

Le pidió a Eddie que contactara con Linc y su equipo para comunicarles que el horario se había ido al garete y que estuviesen preparados para cualquier cosa. Lincoln hizo un doble clic en su micrófono. Siguieron la ribera buscando un búnker o fortín acorazado, pero alertas ante la presencia de otros guardias. Habían recorrido otros cuatrocientos metros cuando Max, que había ascendido hasta la mitad de la ladera, emitió un extraño silbido de pájaro.

Cuando Juan llegó hasta él vio lo que los franceses llamaban un
cloche
, o campana. Se trataba de una torre acorazada fija, con aspilleras para proporcionar un amplio radio de alcance a los hombres del interior que manejaban las ametralladoras. Por desgracia, el acero en que estaba encastrada era demasiado grueso para poder cortarlo, y las aspilleras eran demasiado pequeñas para ensancharlas.

Estaba situada en lo alto de unos cimientos de hormigón manchados de óxido y barro, que llevaban allí tanto tiempo que parecían fundirse con el bosque.

—Donde hay uno —declaró Hanley—, es inevitable que haya más. Y, en efecto, encontraron otros dos
cloches
más antes de dar con el búnker. La entrada eran dos puertas metálicas macizas encastradas en un marco de hormigón que sobresalía de la ladera, como un portal que se adentraba en las entrañas de la tierra.

Sobre las mismas podían verse algunos números troquelados descoloridos que habían sido la designación de la fortaleza. Apenas se discernían los restos de la carretera que en otros tiempos conducía hasta el búnker, pero con un poco de imaginación era posible verla ascender la colina y perderse por el otro lado. Las puertas habían sido soldadas de arriba abajo.

—Muy bien, desplegaos y estad alerta —ordenó Cabrillo—. Max, ponte con ello. Hanley dejó su mochila en el suelo al pie de las grandes puertas y comenzó a revolver en ella mientras el resto del equipo se posicionaba en los alrededores para vigilar la llegada de las demás patrullas ambulantes. Amoldó las cargas de Hypertherm a lo largo de la soldadura asegurándose de utilizar solo lo necesario para fundirla. Trabajó con rapidez, y en cuestión de un par de minutos terminó la tarea y tenía el detonador en su sitio.

—Listo —dijo por radio.

—Salid del perímetro y dadme un informe de situación —ordenó Juan. El humo generado por la reacción química resultaría letal, de modo que Cabrillo necesitaba estar seguro de que a su alrededor todo estaba despejado. Aquello les llevó un cuarto de hora, pero se sintió aliviado sabiendo que no tenían compañía. Una vez que todos hubieron informado, ordenó a Max que procediera.

El Hypertherm corroyó la soldadura emitiendo un chisporroteo y un destello cegador, de modo que el metal fundido empezó a chorrear poco a poco, convirtiéndose enseguida en un furioso torrente. Una blanca nube de humo acre tan denso como el algodón de azúcar se formó sobre la entrada del búnker, pero el viento que soplaba de lo alto del valle la arrastró lejos de la mina, situada a más de kilómetro y medio río abajo.

Other books

Gemini by Dylan Quinn
The Keeper of the Mist by Rachel Neumeier
Meteors in August by Melanie Rae Thon
Home by Nightfall by Alexis Harrington
There's a Hamster in my Pocket by Franzeska G. Ewart, Helen Bate
Fragile Bond by Rhi Etzweiler
The Law Under the Swastika by Michael Stolleis