La Séptima Puerta (14 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Séptima Puerta
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El desdichado animal emitió un ligero gañido para demostrar que se sentía desgraciado y desamparado. La voz de Haplo, severa, le ordenó silencio. Y sin ninguna palmadita conciliadora en la cabeza que mitigara el rigor de la orden. Una palmadita que indicara: «Sé que no comprendes, pero debes obedecer».

El único (y magro) consuelo del perro fue percibir, por su tono de voz, que Haplo también estaba confuso, asustado y desconsolado. Tampoco él, al parecer, sabía demasiado bien qué había sucedido. Y si su amo estaba asustado...

El perro se estremeció en la oscuridad, con el hocico sobre las patas y el cuerpo aplastado contra el húmedo suelo de piedra de la celda, y se preguntó qué hacer.

Xar se hallaba en su biblioteca, con el libro de nigromancia sartán sobre el escritorio, pero cerrado, intacto. ¿Para qué abrirlo? Lo conocía de memoria y habría sido capaz de recitarlo en sueños.

El Señor del Nexo había tomado entre sus dedos una de las tabas rúnicas rectangulares que tenía sobre la mesa. Con gesto ocioso, absorto en sus pensamientos, daba golpecitos sobre la mesa de hierba kairn con una esquina de la taba, hacía correr ésta entre sus dedos volvía a golpear con el canto siguiente, la hacía correr otra vez, etcétera. Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar. Llevaba así tanto rato que había entrado en una especie de estado de trance. Salvo la mano que sostenía el hueso rúnico, notaba el resto del cuerpo entumecido, pesado, incapaz de moverse, como si estuviera dormido. Sin embargo, Xar era muy consciente de estar despierto.

Y también estaba total y completamente confundido. Nunca se había encontrado frente a un obstáculo tan inabordable. No tenía la menor idea de qué hacer, de cómo actuar o de adonde acudir. Al principio se había sentido furioso; luego, la cólera había dado paso a la frustración. En aquel momento, se sentía... perplejo.

El perro podía estar en cualquier parte. En aquella ratonera de pasadizos interconectados podía esconderse una legión de titanes sin que nadie tropezara con ella; cuánto más un único animal insignificante. E incluso en el caso de encontrarlo, se preguntó Xar mientras seguía dando golpecitos con la taba y deslizándola entre sus dedos, ¿qué haría con él? ¿Matarlo? ¿Obligaría eso al alma de Haplo a volver a ocupar su cuerpo? ¿O el alma de su siervo moriría con el animal? De este modo, la muerte de Haplo resultaría como la de Samah: no le habría reportado ninguna utilidad.

¿Y cómo encontrar la Séptima Puerta sin él? Sí, debía darse prisa en localizarla. Su pueblo estaba luchando y muriendo en el Laberinto y él había prometido..., había prometido que volvería...

Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar. Tap, tap y deslizar.

Xar cerró los ojos. Hombre de acción que había combatido y vencido a todos los enemigos que había encontrado, en esta ocasión se veía relegado a quedarse sentado sin hacer nada. Porque no podía hacer absolutamente nada. Deslizó el problema a través de su mente como hacía deslizar el hueso rúnico de dedo en dedo. Lo examinó desde todos los ángulos.

Nada. Tap, tap y deslizar. Nada. Tap, tap y deslizar. Nada.

¿Cómo había llegado hasta allí, desde dónde había empezado?

Fracaso... Iba a fracasar...

—¡Mi Señor!

Xar volvió en sí con un sobresalto. La taba rúnica escapó de sus dedos y rodó por el escritorio.

—¿Sí? ¿Qué sucede? —masculló con aspereza, mientras se apresuraba a abrir el libro para fingir que lo estaba estudiando.

Un patryn entró en la biblioteca y se detuvo en respetuoso silencio, a la espera de que Xar terminara lo que estaba haciendo.

El Señor del Nexo se concedió un momento más para recuperar por completo sus facultades mentales, algo divagantes hacía apenas un momento; después, levantó la vista.

—¿Qué hay? ¿Habéis encontrado al perro?

—No, mi Señor. En cumplimiento de tus órdenes, he sido enviado a informarte que la Puerta de la Muerte en Abarrach ha sido abierta.

—Alguien ha entrado —murmuró Xar. El anuncio había despertado su interés y lo asaltó una premonición de lo que se disponía a escuchar. Volvía a estar alerta, preparado para actuar—. ¡Marit!

—¡En efecto, mi Señor! —El patryn lo miró con admiración.

—¿Ha venido sola? ¿Quién está con ella?

—Ha llegado en una nave como la tuya, mi Señor. Del Nexo; he reconocido las runas. Y vienen dos hombres. Uno es un mensch.

Xar no estaba interesado por el mensch.

—El otro es un sartán —continuó el mensajero.

—¡Ah! —Xar imaginó de quién se trataba—. ¿Un sartán alto, calvo y de aspecto torpe?

—Sí, mi Señor.

Xar se frotó las manos. Por fin podía vislumbrar el plan. Lo veía surgir de la oscuridad con claridad, como un objeto iluminado súbita y brillantemente por los relámpagos en plena tormenta.

—¿Qué habéis hecho? —Xar estudió al patryn con aire ceñudo—. ¿Os habéis acercado a ellos?

—No, mi Señor. Yo he partido de inmediato para informarte. Los demás se han quedado a vigilar los movimientos del trío. Cuando he emprendido la marcha, seguían en la nave, conferenciando. ¿Cuáles son tus órdenes, Señor? ¿Los traemos a tu presencia?

Xar repasó el plan unos instantes más. Cogió de nuevo el hueso rúnico y lo deslizó entre los dedos con rapidez.

Tap. Tap. Tap. Tap. Todos los aspectos cubiertos. Perfecto.

—Lo que haréis es lo siguiente...

CAPÍTULO 11

PUERTO SEGURO

ABARRACH

La nave patryn, diseñada y construida por Xar para sus viajes a través de la Puerta de la Muerte, flotaba sobre el Mar de Fuego, un río de lava fundida que recorría Abarrach. Las runas del casco protegían la nave del calor lacerante, que habría hecho arder espontáneamente cualquier embarcación normal de madera. Alfred había posado la nave cerca de un embarcadero que sobresalía en el Mar de Fuego, un muelle perteneciente a una ciudad abandonada conocida como Puerto Seguro.

Se detuvo cerca de la portilla, contempló el agitado río de roca fundida y recordó con vivida y aterradora claridad la última vez que había estado en aquel mundo espantoso.

Sí, lo veía todo con absoluta nitidez. Haplo y él habían alcanzado la nave con vida por los pelos, huyendo de los lázaros asesinos conducidos por el antiguo dinasta, Kleitus. Los lázaros sólo tenían un objetivo: destruir a todo ser viviente y a continuación, una vez muerto, proporcionarle una forma de vida eterna atroz, atormentada. Ya a salvo a bordo, Alfred fue perplejo testigo de cómo Jonathon, el joven noble sartán, se entregaba como víctima voluntaria en las manos ensangrentadas de su propia esposa asesinada.

¿Qué había visto Jonathon en la llamada Cámara de los Condenados, para que lo empujara a cometer aquel acto trágico?

¿Realmente había visto algo?, se corrigió Alfred con tristeza. Tal vez el joven había perdido el juicio, simplemente; quizá se había vuelto loco a causa de la pena y del espanto.

Alfred comprendió...

... La nave se mueve bajo mis pies y estoy a punto de perder el equilibrio. Vuelvo la vista hacia Haplo. El patryn tiene las manos sobre la piedra de gobierno. Los signos mágicos de la nave despiden un fulgor azul intenso y luminoso. Las velas flamean y los cabos se tensan. La nave dragón extiende sus alas, dispuesta a volar. En el muelle, los muertos se ponen a gritar y a batir sus armas con estrépito. Los lázaros levantan sus horripilantes rostros y avanzan como un solo hombre hacia la nave.

—¡Espera! ¡Detente! —le grito a Haplo, y aprieto la mejilla contra el cristal de la portilla para ver mejor—. ¿No podemos aguardar un momento más?

—Si quieres, puedes volverte atrás, sartán —responde Haplo con un gesto de indiferencia—. Has cumplido con tu papel y ya no te necesito. ¡Vamos, lárgate!

La nave empieza a moverse. Las energías mágicas de Haplo fluyen a través de ella...

Debo ir. Jonathon ha tenido suficiente fe, me digo. Estaba dispuesto a morir por lo que creía. Yo debo ser capaz de hacer lo mismo.

Me encamino hacia la escalerilla que conduce desde el puente a la cubierta superior. En el exterior de la nave se oyen las gélidas voces de los muertos, sus gritos de rabia, encolerizados de ver que su presa se escapa. Escucho a Kleitus y a los lázaros elevar sus voces en un cántico. Tratan de desmoronar la frágil estructura rúnica de protección de nuestra nave.

La embarcación da un bandazo y se hunde unos palmos.

De improviso, me viene a la cabeza una inspiración. Yo puedo potenciar las debilitadas energías de Haplo.

El lázaro de quien había sido Jonathon se mantiene aparte de los demás lázaros, y la mirada de este espíritu no del todo separado del cuerpo se vuelve hacia la nave y atraviesa las runas, la madera, el cristal... y mi carne y mis huesos hasta alcanzar mi corazón...

—¡Sartán! ¡Alfred!

El interpelado se volvió con cautela y retrocedió hasta los mamparos.

—¡Yo, no! ¡No puedo...! ¡Ah, eres tú! —pestañeó.

—Pues claro que soy yo. ¿Por qué nos has traído a este lugar abandonado? —Quiso saber la patryn—. Necrópolis queda por ahí, al otro lado. ¿Cómo vamos a cruzar el Mar de Fuego?

Alfred parecía impotente.

—Dijiste que Xar haría vigilar la Puerta de la Muerte...

—Sí; pero, si hubieras hecho lo que te indiqué y hubieras llevado la nave directamente a Necrópolis, en estos momentos ya estaríamos a salvo, ocultos en los túneles.

—Es sólo que..., bueno, yo... —Alfred levantó la cabeza y miró a su alrededor—. Os parecerá estúpido, lo sé, pero..., pero... esperaba encontrar aquí a cierto conocido...

—¡Encontrar a alguien! —exclamó Marit con aire sombrío—. ¡Si alguien se presenta por aquí, seguro que es la guardia de mi Señor!

—Sí, supongo que tienes razón. —Alfred dirigió una nueva mirada al embarcadero vacío y suspiró—. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó, sumiso—. ¿Remontamos el vuelo hasta Necrópolis?

—No, es tarde para eso. Ya nos habrán visto. Probablemente, vienen a buscarnos. Tendremos que salir de ésta con alguna historia convincente.

—Si tan segura estás de tu señor, Marit —preguntó Alfred con cierta vacilación—, ¿por qué tienes miedo de encontrarte con él?

—No lo tendría, si estuviera sola. Pero no lo estoy. Viajo con un mensch y con un sartán. Vamos —añadió, al tiempo que se volvía bruscamente—. Será mejor desembarcar. Tengo que reforzar las runas que protegen la nave.

Ésta, semejante en construcción y diseño a las naves dragón de Ariano, flotaba apenas unos palmos por encima del embarcadero. Marit saltó con facilidad desde la cubierta de proa y aterrizó de pie, con ligereza. Alfred, después de algunos intentos nulos, se lanzó por la borda, se enredó el pie en uno de los cabos y terminó colgado boca abajo sobre la lava fundida. Marit, con gesto ceñudo, consiguió liberarlo y depositarlo en el muelle, en precario equilibrio sobre sus pies.

Hugh
la Mano
apareció en cubierta. Hasta aquel instante había permanecido dentro, contemplando con incredulidad y asombro el aterrador nuevo mundo en el que habían entrado. Tras sacudir la cabeza, saltó de la nave al muelle. Pero, casi de inmediato, se dejó caer de rodillas y se llevó las manos al cuello. Dio muestras de sofoco, de falta de aire.

—Así murieron los mensch en este mundo, hace tantos años —dijo una voz.

Alfred se volvió, alarmado.

Una figura emergió de la bruma azufrosa que se extendía sobre el Mar de Fuego.

—Uno de los lázaros —dijo Marit con disgusto. Su mano se cerró en torno a la empuñadura de la espada—. ¡Lárgate! —exclamó.

—¡No, espera! —intervino Alfred con la mirada fija en el cadáver, que se movía arrastrando los pies pesadamente—. Lo..., lo conozco. ¡Jonathon!

—Aquí estoy, Alfred. Aquí he estado todo este tiempo.

«... todo este tiempo..».

Hugh levantó la cabeza y contempló con incredulidad aquella aterradora aparición, sus cerúleas facciones, las marcas mortales de su garganta, los ojos que en un momento estaban vacíos y muertos y, al siguiente, radiantes de vida.
La Mano
intentó hablar, pero cada vez que tomaba aire llevaba a sus pulmones los vapores venenosos, y tosió hasta congestionarse.

—¡Aquí no puede sobrevivir! —Dijo Alfred, revoloteando en torno a Hugh con gesto inquieto—. ¡Imposible, sin magia que lo proteja!

—Será mejor que lo devolvamos a bordo —respondió Marit con una mirada de desconfianza al lázaro, que los contemplaba en silencio—. Las runas mantendrán una atmósfera que pueda respirar.

Hugh movió la cabeza en gesto de negativa. Alargó la mano y asió la de Alfred.

—¡Prometiste... que me ayudarías! —consiguió articular—. ¡Voy... contigo!

—¡No prometí nada! —protestó Alfred, inclinado sobre el mensch jadeante—. ¡Nada de promesas!

—Lo hiciera o no, Hugh, estarás mejor a bordo. Tú... —Marit dejó ahí la frase.

Hugh movió la cabeza otra vez pero, en aquel momento, rodó de cabeza por el embarcadero y se revolcó de agonía, con las manos otra vez en el cuello.

—Yo me encargo —se ofreció Alfred.

—Será mejor que te des prisa—murmuró la patryn—. El mensch está en las últimas.

Alfred empezó a entonar las runas y efectuó una danza solemne y ágil en torno a Hugh. Unos signos mágicos se encendieron como centellas en el aire sulfuroso y parpadearon en torno al mensch al igual que un millar de luciérnagas. Hugh desapareció.

—Está a bordo otra vez —anunció Alfred, al tiempo que cesaba la danza y volvía una mirada nerviosa hacia la nave—. Pero... ¿y si intenta saltar de nuevo?

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