La Séptima Puerta (13 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Séptima Puerta
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NECRÓPOLIS

ABARRACH

Xar cerró la mano en torno a la muñeca de Haplo. El Señor del Nexo mantuvo el contacto incluso cuando dejó de notar el pulso vital bajo las yemas de sus dedos. Permaneció sentado en silencio, con la mirada fija en la oscuridad, sin ver nada al principio. Luego, cuando hubo pasado un rato y la carne que atenazaba entre sus dedos empezó a enfriarse, Xar se vio a sí mismo:

Un viejo, a solas con su muerto.

Un viejo sentado en una mazmorra muy profunda bajo la superficie de un mundo que era su propia tumba. Un viejo de cabeza inclinada y hombros hundidos que lloraba su pérdida. Haplo. Más querido para él que cualquier hijo que hubiera engendrado.

Pero había más. Cerrando los ojos a la amarga oscuridad, Xar vio otra: las terribles tinieblas que se habían abatido sobre la Última Puerta. Vio a su gente volver el rostro hacia él con esperanza y cómo ésta se transformaba en incredulidad y luego en miedo, en algunos, y en cólera, en otros, mientras su nave lo introducía en la Puerta de la Muerte.

Recordó un tiempo en que, en incontables ocasiones, había emergido del Laberinto, agotado y herido, pero triunfante. Su pueblo, severo y taciturno, apenas hacía comentarios, pero su propio silencio resultaba elocuente. Xar veía respeto, amor y admiración en sus ojos...

Contempló los ojos de Haplo —muy abiertos, con la mirada fija—y sólo vio el vacío.

Dejó caer la muñeca de su siervo y recorrió la celda a oscuras con una mirada de embotada desesperación.

—¿Cómo he llegado a esto? —Se preguntó en voz alta—. ¿Cómo he llegado aquí, desde dónde partí?

Y creyó oír una risa sibilante, siseante, procedente de las sombras. Furioso, se puso en pie de un salto.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

No hubo respuesta, pero los ruidos cesaron.

Sin embargo, el momento de debilidad había quedado atrás. La risa siseante había provocado que el vacío se llenara de rabia.

—Ahora, mi gente está decepcionada conmigo —murmuró por lo bajo. Despacio y con determinación, volvió hasta el cadáver—. Pero, cuando me reúna con ellos, victorioso, cuando me presente a ellos a través de la Séptima Puerta y les presente un único mundo que conquistar y gobernar, los patryn me respetarán y venerarán como nunca han hecho.

»La Séptima Puerta —susurró mientras arreglaba con gesto tierno y delicado el cuerpo sin vida, cruzando los brazos sobre el pecho y extendiendo las piernas. Por último, cerró aquellos ojos, de mirada fija y vacía—. La Séptima Puerta, hijo mío. Cuando estabas vivo, querías llevarme allí. Ahora tendrás la ocasión de hacerlo. Y yo te lo agradeceré, hijo mío. Hazme este favor y yo te garantizaré el descanso.

La piel de Haplo ya estaba fría al tacto. La runa del corazón, con su espantosa herida abierta, quedaba justo bajo la mano de Xar. Bastaba con que cerrara el signo mágico, con que lo remendara, y aplicara a continuación la magia de la nigromancia al cadáver, a todas las demás runas tatuadas en su piel.

El Señor del Nexo posó los dedos en la runa del corazón, y sus labios se dispusieron a pronunciar las palabras de reparación; pero, de pronto, retiró la mano. Las yemas de sus dedos estaban manchadas de sangre. Su mano, que siempre se había mantenido firme en la batalla frente al enemigo, empezó a temblar.

De nuevo, captó un sonido en el exterior de la celda. Era uno de los lázaros, uno de los espantosos muertos vivientes de Abarrach. Xar estudió al cadáver ambulante con suspicacia, pensando que se trataría de Kleitus. El antiguo dinasta de Abarrach, asesinado por su propio pueblo y convertido en lázaro, se habría sentido muy feliz de devolver el favor dando muerte a Xar. En efecto, lo había intentado y había fracasado, pero siempre estaba al acecho de una nueva oportunidad.

Pero no se trataba de Kleitus. Xar exhaló un suspiro involuntario de alivio; Kleitus no le inspiraba temor, pero el Señor del Nexo tenía otros asuntos más importantes de que ocuparse, en aquel momento, y no tenía interés en desperdiciar sus facultades mágicas luchando con un muerto.

—¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? —inquirió con aire hosco. Creyó reconocer al lázaro, pero no estaba seguro. Al patryn, todos los sartán muertos le parecían iguales.

—Me llamo Jonathon —anunció el lázaro.

«... Jonathon..»., repitió como un eco la voz del alma atrapada, en su permanente intento de liberarse del cuerpo.

—No he venido a buscarte a ti, sino a él.

«... a él..».

Los extraños ojos del lázaro, que a veces tenía la mirada vacía de un cadáver y a veces la expresión dolorida de quien vive atormentado, se volvieron a Haplo.

—Los muertos nos llaman —continuó el lázaro—. Oímos sus voces...

«... voces..»., susurró el eco tristemente.

—Pues es una llamada que no debes molestarte en atender —replicó Xar con voz severa—. Puedes marcharte. Necesito este cuerpo para mí.

—Podría echarte una mano —se ofreció el lázaro Jonathon.

«... una mano..».

Xar se dispuso a rechazar al lázaro, a insistirle para que se marchara. Entonces recordó que, la última vez que había intentado emplear la nigromancia con el cadáver de Samah, el hechizo había salido mal. Devolver la vida a Haplo era demasiado importante como para correr el menor riesgo, y el Señor del Nexo observó con desconfianza al lázaro, dudando de sus motivos.

Pero lo único que vio en él fue a un ser atormentado, como cualquier otro lázaro de Abarrach. Hasta donde Xar sabía, los muertos vivientes sólo tenían una ambición y era convertir a otros seres en horribles copias de ellos mismos.

—Muy bien —dijo Xar, dando la espalda al lázaro—. Puedes quedarte. Pero no te entrometas a no ser que me veas hacer algo mal.

Y tal cosa no sucedería. El Señor del Nexo tenía confianza en ello. En esta ocasión, el hechizo surtiría efecto.

Xar se concentró resueltamente en su tarea. Esta vez obró con rapidez: sin hacer caso de la sangre que le manchaba las manos, cerró la runa del corazón que ocupaba el centro del pecho de Haplo. Después, siguiendo con detalle el hechizo, empezó a trazar los demás signos mágicos al tiempo que pronunciaba las runas en un murmullo.

El lázaro permaneció en silencio, inmóvil, junto a la puerta de la celda. Muy pronto, concentrado únicamente en el encantamiento, Xar se olvidó por completo del muerto viviente. Procedió despacio, con paciencia, tomándose su tiempo. Transcurrieron horas.

Y, de pronto, un fantasmagórico resplandor azul empezó a extenderse sobre el cuerpo muerto. El fulgor arrancó de la runa del corazón y se extendió lentamente: cada signo mágico fue prendiendo del anterior. El hechizo de Xar hacía que cada runa tatuada en la piel de Haplo se iluminara con una falsa apariencia de vida.

El Señor del Nexo efectuó una profunda inspiración. Estaba tembloroso de impaciencia y de regocijo. ¡El hechizo funcionaba! ¡Daba resultado! Pronto, el cadáver se pondría en pie; pronto, lo conduciría a la Séptima Puerta.

Todo sentimiento de lástima, de dolor, se borró del corazón de Xar. El hombre al que había querido como un hijo estaba muerto y el cadáver le resultaba completamente ajeno. El cuerpo muerto era un objeto, un medio para conseguir un fin. Un instrumento. Una llave para abrir la puerta de la ambición de Xar. Cuando el último signo mágico hubo cobrado vida, el Señor del Nexo estaba tan excitado que, durante unos momentos, ni siquiera consiguió recordar el nombre del muerto (un dato fundamental en los pasos finales del encantamiento).

—Haplo —apuntó el lázaro en un susurro.

«... Haplo..»., suspiró el eco.

Dio la impresión de que era la oscuridad la que cuchicheaba el nombre. Xar no se percató de quién lo hacía, ni notó el sonido de rascaduras y forcejeos procedente de detrás del lecho de piedra en el que yacía el cadáver.

—¡Haplo! —Dijo Xar—. Eso es. Debo de estar más cansado de lo que creía. Cuando acabe esto, descansaré. Necesitaré todas mis fuerzas para obrar la magia de la Séptima Puerta.

El Señor del Nexo hizo una pausa y, por última vez, lo repasó todo mentalmente. Estaba todo perfecto. No había cometido un solo error, como lo demostraba el leve resplandor azulado de las runas del cuerpo yaciente.

Xar levantó las manos.

—Me servirás en tu muerte, Haplo, como me has servido en vida. Levántate y anda. Regresa a la tierra de los vivos.

El cadáver no se movió.

Xar frunció el entrecejo y estudió las runas con atención. No hubo el menor cambio. Los signos mágicos mantuvieron su resplandor mortecino pero el cadáver permaneció inmóvil en el lecho de piedra.

El Señor del Nexo repitió la orden con un asomo de severidad en la voz. Parecía imposible que Haplo continuara desafiándolo todavía, incluso en tales circunstancias.

—¡Serás mi siervo! —repitió Xar.

No hubo respuesta, ni cambio alguno. Salvo que quizás el resplandor azulado empezaba a desvanecerse. Xar se apresuró a repetir las estructuras rúnicas más importantes y el fulgor se intensificó.

Pero el cadáver continuó sin moverse.

Frustrado, el Señor del Nexo se volvió hacia el lázaro, que aguardaba con paciencia a la puerta de la celda.

—¿Bien, qué he hecho mal? —Quiso saber Xar—. No, no te extiendas en explicaciones —añadió con irritación cuando el lázaro se disponía a responder—. Bien, sea lo que sea... ¡arréglalo! —y señaló al cadáver con un gesto.

—No puedo —respondió el lázaro.

«... no puedo..»., repitió el eco.

—¿Qué? ¿Por qué? —Xar dio muestras de perplejidad; luego, furioso, añadió—: ¿Qué truco es éste?

—No es ningún truco, Señor Xar —dijo Jonathon—. Este cadáver no puede ser resucitado. No tiene alma.

Xar dirigió una mirada furibunda al lázaro y quiso dudar de él pero, en el fondo de su mente, algo lo empujaba dolorosamente a aceptar su palabra.

No tenía alma.

—¡El perro! —exclamó; la mezcla de cólera y frustración casi lo sofocó.

El sonido que había oído, procedente de detrás del lecho. Al instante, Xar se inclinó hacia el lugar, justo a tiempo de ver desaparecer por el otro lado la punta de una cola plumosa. El perro, raudo, ganó la puerta de la celda, que permanecía abierta de par en par. Al doblar la esquina, el animal resbaló sobre el suelo de losas húmedas y cayó sobre las patas traseras. Xar invocó su magia para detenerlo, pero la sesión de nigromancia había debilitado sus fuerzas. El perro, con un esfuerzo supremo, consiguió incorporarse y salió a escape por los pasadizos de las mazmorras.

Xar llegó a la puerta de la celda con la intención de descargar su cólera sobre el lázaro. Por fin recordaba dónde lo había visto. Aquel tal «Jonathon» había estado presente en la muerte de Samah. En esa ocasión, la magia de Xar tampoco había sido capaz de resucitar al viejo sartán. ¿Acaso el lázaro Jonathon, de algún modo, estaba frustrando deliberadamente sus intentos? ¿Por qué? ¿Y cómo?

Pero las preguntas de Xar quedaron sin respuesta. El lázaro había desaparecido.

Las mazmorras de Necrópolis eran un laberinto de pasadizos que se cruzaban y se dividían, penetrando a mucha profundidad bajo la superficie del mundo de piedra. Xar se detuvo a la puerta de la celda de Haplo y miró hacia un corredor, primero, y luego hacia otro, hasta donde alcanzaba su vista bajo la mortecina y chisporroteante luz de la antorcha.

No había rastro ni sonido de ningún ser vivo... o muerto.

El Señor del Nexo volvió atrás y contempló con odio el cuerpo que reposaba en el lecho de piedra. Las runas aún despedían su leve resplandor. El hechizo conservaría la carne en buen estado; sólo le quedaba atrapar a aquel perro estúpido...

—Ese animal no irá muy lejos —reflexionó en voz baja cuando, por fin, recobró la calma necesaria para hacerlo—. Se quedará en las mazmorras, cerca del cuerpo de su amo. Enviaré un ejército de mis patryn con la tarea de encontrarlo.

»En cuanto al lázaro, dispondré también algunas patrullas para que lo busquen. Kleitus dijo algo acerca de ese Jonathon. Algo respecto a una profecía: "Vida a los muertos... La puerta se abrirá para él...". ¡Bobadas! Una profecía implica la existencia de un poder superior..., de un poder superior que gobierna, y yo soy quien manda en este mundo y en cualquier otro del cual decida apoderarme.

Xar se dispuso a marcharse para ordenar a sus patryn las diversas tareas que se proponía encomendarles. Antes de salir, dirigió una última mirada al cadáver de Haplo.

Un poder que gobierna...

—Pues claro que sí: ¡el mío! —repitió y abandonó la celda.

CAPÍTULO 10

NECRÓPOLIS

ABARRACH

El perro estaba confuso. Oía claramente la voz de su amo, pero éste no estaba a su lado. Haplo yacía en una celda, lejos del lugar donde el animal se escondía en aquel momento. El perro sabía que a su amo le sucedía algo terrible pero, cada vez que intentaba volver junto a él para ayudarlo, una voz severa y perentoria —la voz de Haplo, que sonaba muy próxima, como si estuviera allí mismo— le ordenaba quedarse quieto, sin levantarse.

Pero Haplo no estaba allí, ¿verdad?

Grupitos de gente —de gente como su amo— pasaban arriba y abajo ante la celda a oscuras en un rincón de la cual se ocultaba el animal. Aquella gente lo buscaba, lo instaba a salir con silbidos, siseos y lisonjas. El perro no tenía muchas ganas de compañía, pero se le ocurrió que los desconocidos tal vez pudieran ayudar a su amo. Al fin y al cabo, eran de la misma especie. Y, antes, algunos de ellos habían sido amigos... Pero ahora, al parecer, no era así.

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