—Yo me ocuparé de eso. —Marit trazó un signo mágico en el aire. La runa estalló en llamas, se elevó en el aire y prendió otro signo grabado a fuego en el exterior del casco de la nave. Las llamas aumentaron y se extendieron de runa en runa más rápido de lo que podía seguidas la vista—. Ya está. Ahora, el mensch no puede salir. Y nadie puede entrar, tampoco.
—Pobre tipo. Es como yo, ¿verdad? —intervino Jonathon.
«... ¿verdad?..»., repitió el triste eco.
—¡No! —La réplica de Alfred fue tan brusca que Marit lo contempló con asombro—. ¡No! ¡Ese mensch no es como..., como tú!
—No me refiero a que sea un lázaro. Su muerte fue noble. Murió sacrificándose por la que amaba. Y no fue devuelto a la vida por odio, sino por amor y por compasión. De todos modos —insistió Jonathon con suavidad—, es como yo.
Alfred tenía el rostro encendido, salpicado de manchitas blancas, y la mirad fija en las punteras de los zapatos.
—Yo no... nunca tuve intención de que sucediera una cosa así.
—Nada de esto fue premeditado —replicó Jonathon—. Los sartán no tenían intención de perder el control sobre su nueva creación. Los mensch no murieron premeditadamente. No era nuestra intención practicar la nigromancia. Pero sucedió y ahora debemos aceptar la responsabilidad. Tú también debes aceptarla. El mensch tiene razón. Tú puedes salvarlo. Dentro de la Séptima Puerta.
«... Séptima Puerta..».
—El único lugar al que no me atrevo a ir —murmuró Alfred.
—Cierto. Xar lo busca. Y Kleitus, también.
Alfred contempló la ciudad de Necrópolis, una impresionante construcción de roca negra al otro lado del Mar de Fuego, cuyos muros reflejaban el resplandor rojizo del río de lava.
—No volveré ahí —declaró Alfred—. Y no estoy seguro de saber encontrar el camino.
—El camino te encontrará a ti —dijo Jonathon.
«... te encontrará a ti..».
Alfred palideció. Rápidamente, movió la cabeza.
—No. Estoy aquí para encontrar a Haplo, mi amigo. ¿Te acuerdas de él? ¿Lo has visto? ¿Está a salvo? ¿Puedes conducirnos a él?
El lázaro retrocedió, apartándose de la carne cálida que avanzaba hacia él. Cuando respondió, lo hizo con tono adusto.
—No es cosa mía ayudar a los vivos. A ellos les corresponde ayudarse unos a otros.
—Pero si sólo pudieras decirnos...
Jonathon ya se había vuelto y se alejaba por el embarcadero hacia la ciudad abandonada con el porte vacilante de los no muertos.
—Déjalo que se vaya —dijo Marit—. Tenemos otros problemas.
Alfred se volvió a tiempo de ver unas runas patryn que iluminaban el aire. Un momento después, tres patryn surgían del círculo mágico llameante y se plantaban ante ellos en el embarcadero.
Marit no se sorprendió, pues esperaba algo parecido.
—Sígueme la corriente, no importa lo que haga o lo que diga —susurró al sartán.
Asiéndolo por el brazo, Marit tiró de Alfred con tal fuerza que estuvo a punto de arrancarlo de sus propios pies, y avanzó al encuentro de los patryn arrastrando consigo al trastabillante sartán.
—Debo ver al Señor Xar —exclamó Marit, al tiempo que empujaba a Alfred para ponerlo a la vista—. Traigo un prisionero.
Por fortuna, Alfred conseguía ofrecer un aspecto tan desgraciado como si acabara de caer cautivo de alguien. No era preciso que fingiera para producir la impresión de desamparo e infelicidad. Bastaba con que se quedara allí, en el embarcadero, con la cabeza gacha y la expresión culpable, arrastrando los pies con torpeza.
No sabía si confiar en Marit o si creer que la patryn lo había traicionado. Tampoco importaba mucho lo que pensara. Era la única alternativa que les quedaba. Marit ya tenía decidido aquel plan de acción antes de que abandonaran el Laberinto. Consciente de que los patryn estarían vigilando la Puerta de la Muerte, había dado por supuesto que ella y Alfred serían interceptados tan pronto como hicieran acto de presencia. Si intentaban huir o luchar, serían capturados y encarcelados; posiblemente, incluso les dieran muerte. Pero si se presentaba con un prisionero sartán, al cual debía conducir ante el Señor del Nexo...
Marit se apartó los cabellos de la frente y dejó ésta al descubierto. Ya había enjuagado la sangre. El signo mágico de unión entre ella y Xar estaba roto por una profunda cicatriz, pero la marca del Señor del Nexo aún resultaba claramente visible en su piel.
—Debo hablar con Xar cuanto antes. Como veis —añadió con orgullo—, ostento la autoridad de nuestro Señor.
—Estás herida —respondió uno de los patryn, estudiando la marca.
—En el Laberinto se libra una batalla terrible —replicó Marit—. Una fuerza malévola intenta sellar la Última Puerta.
—¿Los sartán? —preguntó el patryn con una mirada ominosa a Alfred.
—No —respondió Marit—. Los sartán no. Por eso debo ver a Xar. La situación es muy apurada. A menos que consigamos ayuda... —Exhaló un profundo suspiro—: Me temo que estamos perdidos.
Los patryn dieron muestras de inquietud. Los vínculos entre los miembros de su pueblo eran muy fuertes y sabían que la recién llegada no mentía. El interlocutor de Marit estaba alarmado y estupefacto ante la noticia.
Tal vez, pensó ella, aquel hombre tenía una esposa y unos hijos a los que había dejado en el Nexo. Tal vez la patryn componente del trío que había salido a su encuentro tenía un marido, unos padres, atrapados todavía en el Laberinto.
—Si la Última Puerta se cierra —continuó Marit—, nuestra gente quedará atrapada para siempre en ese terrible lugar. ¿Xar no os ha contado nada de esto? —preguntó, casi esperanzada.
—No, no nos ha dicho nada —declaró la patryn.
—Pero estoy seguro de que tiene buenas razones para no haberlo hecho —añadió su compañero con frialdad. Hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Os conduciré a presencia de nuestro Señor.
El otro guardia inició una protestas.
—¡Pero nuestras órdenes...!
—¡Conozco mis órdenes! —replicó el primero.
—Entonces, sabes que debemos...
El trío de centinelas se retiró a un rincón del muelle y empezó a deliberar en voz baja. Era perceptible un tonillo de tensión en la conversación.
Marit suspiró. Todo estaba saliendo como esperaba. Permaneció donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho con aparente despreocupación. Sin embargo, tenía el corazón en un puño. Xar no había hablado a los suyos sobre la lucha que se desarrollaba en el Laberinto. Tal vez intentaba ahorrarles sufrimientos, se dijo, pero una vocecilla interior le replicó que su Señor tal vez temía que sus patryn fueran a rebelarse contra él.
Como se había rebelado Haplo...
Marit se llevó la mano a la frente y se frotó el signo mágico, que le escocía y le hormigueaba. Estaba perdiendo el tiempo, se dijo. Tenía que hablar con Alfred. Los guardias seguían discutiendo y sólo volvían la mirada de vez en cuando para vigilar a sus prisioneros.
«Saben que no iremos a ninguna parte», dijo Marit para sí, amargamente. Moviéndose despacio para no atraer la atención, se deslizó más cerca del sartán.
—¡Alfred! —susurró por la comisura de los labios.
—¡Oh! ¿Qué...? —dijo el sartán, sobresaltado.
—¡Calla y atiende! —siseó ella—. Cuando lleguemos a Necrópolis, quiero que lances un hechizo sobre esos tres.
Alfred abrió los ojos como platos. Palideció casi como un lázaro y empezó a sacudir la cabeza enérgicamente.
—¡No! ¡No podría! ¡No sabría...!
Marit estaba pendiente de sus congéneres; al parecer, los tres patryn ya estaban cerca de alcanzar un consenso.
—¡En otro tiempo, tu pueblo luchó contra el mío! —Masculló con frialdad—. Seguro que conoces algún hechizo para incapacitar a esos guardias el tiempo suficiente como para que podamos...
Marit se vio obligada a callar y a apartarse. Los patryn habían terminado de conferencias y se acercaban de nuevo.
—Te conduciremos ante Xar —anunció el guardia.
—¡Ya era hora! —replicó Marit con irritación.
Por fortuna, tal irritación podía tomarse por impaciencia, por anhelo de ver a su Señor, y no por ganas de sacudir a Alfred.
El sartán, en una súplica silenciosa, seguía rogándole que no lo obligara a aquello. Su aspecto era realmente patético, lastimoso.
Y, de pronto, Marit comprendió por qué. Alfred no había formulado nunca un hechizo contra nadie, patryn o mensch, movido por la cólera. Había llegado a extremos insospechados para evitarlo: desmayarse, quedar indefenso, aceptar la posibilidad de perder la vida antes que utilizar su poder para matar a otros.
Los tres guardias empezaron a trazar de nuevo sus runas en el aire. Concentrados en su magia, dejaron de prestar atención a sus prisioneros durante unos momentos. Marit agarró con fuerza a Alfred por el brazo, como si de verdad fuera su prisionero.
Al tiempo que le clavaba las uñas en el terciopelo de su levita, la mujer le susurró con tono apremiante:
—Hazlo por Haplo. Es nuestra única oportunidad.
Alfred emitió un gemido lastimero. Marit notó cómo temblaba, pero se limitó a clavarle las uñas un poco más.
El líder de los patryn los señaló con un gesto, y los otros dos guardias se acercaron para escoltarlos. El signo mágico se encendió en el aire como un círculo de llamas deslumbrante.
Alfred dio un paso atrás.
—¡No, no me obligues! —dijo a Marit.
—Ése sabe lo que le espera —comentó uno de los patryn.
—Sí que lo sabe —respondió Marit y su mirada se clavó en la de Alfred sin ofrecerle el menor descanso, la menor esperanza de posponer la resolución de las cosas.
Asiéndolo con firmeza por el brazo, lo arrastró al interior del círculo mágico flameante.
NECRÓPOLIS
ABARRACH
¡No tenía que matarlos! El pensamiento tomó a Alfred por sorpresa. Incapacitarlos. Por supuesto. Eso era lo que había dicho Marit: incapacitarlos.
¿Qué idea le había rondado por la cabeza? Un escalofrío que surgía del tuétano de sus huesos estremeció al sartán. En lo único que se le había ocurrido pensar era en matar.
¡Incluso había considerado en serio tal posibilidad!
Era aquel mundo, se dijo, horrorizado consigo mismo. Aquel mundo de muerte donde nada tenía permitido morir. Eso y la batalla del Laberinto. Y su inquietud, su angustia torturadora por la suerte de Haplo. Estaba tan cerca de encontrar a su amigo y aquellos patryn —sus enemigos— le obstaculizaban el paso. El miedo, la cólera...
«Busca todas las excusas que quieras —se dijo con severidad—, pero la auténtica verdad es que, aunque sólo fuera por un solo instante, era eso lo que deseabas. Cuando Marit dijo que formulara un hechizo, vi los cuerpos de esos patryn caídos a mis pies y me alegré de verlos muertos».
Exhaló un suspiro y prosiguió para sí:
«"Vosotros nos creasteis", dijeron las serpientes dragón. Y ahora entiendo cómo..».
Marit le clavó el codo en las costillas. Alfred volvió en sí con un sobresalto que debió de resultar muy acusado, pues los patryn se volvieron a mirarlo con extrañeza.
—Yo... reconozco este lugar —murmuró para romper el silencio.
Y era cierto, para gran pesar del sartán. Habían atravesado el túnel mágico de los patryn, creado por la posibilidad de que estuvieran y no estuvieran allí. Y en aquel momento se hallaban en Necrópolis.
Necrópolis, una ciudad de túneles y pasadizos que penetraban a gran profundidad bajo la superficie del mundo de piedra, era un lugar desolado y deprimente la última vez que Alfred había recorrido sus sinuosas calles. Pero entonces, al menos, había estado llena de gente, de su gente, restos de una raza de semidioses que había descubierto, demasiado tarde, que no eran tales.
En esta ocasión, las calles estaban vacías; vacías y embadurnadas de sangre. Pues era allí, en aquellas calles, en aquellas casas, en el propio palacio, donde los sartán muertos habían descargado su furia sobre los vivos. Desde entonces, los aterradores lázaros vagaban por los pasadizos. Y lo observaban desde las sombras con sus miradas siempre cambiantes: miradas de odio, desesperadas y vengativas. Los patryn condujeron a los prisioneros por las calles desiertas, en las que el más mínimo ruido despertaba ecos, en dirección al palacio. Uno de los lázaros se unió a ellos y los siguió arrastrando los pies pesadamente, mientras su voz fría, seguida de su inseparable eco fantasmal, murmuraba lo que le gustaría hacer con aquel grupo.
Alfred se estremeció de pies a cabeza e incluso los patryn, con sus nervios de acero, se mostraron perturbados. Sus facciones se tensaron, y los tatuajes de sus brazos se encendieron en una respuesta defensiva. Marit mostraba una intensa palidez y tenía las mandíbulas encajadas. No dirigió la mirada hacia el muerto ambulante, sino que continuó adelante con ceñuda determinación.
Marit estaba pensando en Haplo, comprendió Alfred y él también notó un nudo de espanto en el estómago. ¿Y si Haplo..., y si el patryn era ahora uno de aquellos lázaros?
Se encontró bañado en un sudor helado y le entraron náuseas. Se sentía mareado y al borde del desmayo. Sí, a punto de desmayarse de verdad.
Los patryn se detuvieron y se volvieron.
—¿Qué le sucede?
—Es un sartán —respondió Marit con tono despectivo—. Es débil. ¿Qué esperabais? Yo me encargo de él.
Se volvió hacia Alfred, y éste vio impaciencia y expectación en su mirada.