El portero abrió la portezuela y Vincent saltó a tierra. En lugar de entrar en el hotel abrió la portezuela delantera y se acercó al chófer, un negro de brillante cutis y blanquísimos dientes.
—¿Es aquí donde te ordenaron traerme? —le preguntó.
—Zi, cabayero —contestó el chófer con su dulzón acento—. ¿Onde etá e oto cabayero?
—Bajó cuando nos detuvimos a causa de aquel auto que nos cerró el camino.
El chófer abrió unos ojos como dos manzanas.
—¡Pero si casi no me detuve, Señó!
Vincent miró fijamente al negro. Era indudable que el hombre estaba profundamente desconcertado.
—Yo suplico al señó, que no diga nada, cabayero —rogó el chófer—. Este es e coche de señó Van Dyke. Yo no tenia permiso pa yevá a los señoes.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Yo esplico a señó. Yo estaba guardando coche, cuando señó de sombeo nego dijo que no pusiese e coche e garaje. Yegó como un mimo fantasma. Me ijo: «Mogeno, quisiega paseá en auto; yo conoce a ti y a señó Van Dyke, y aquí tiene diez dólares pa ti; quieo a vé a un amigo.» Yo yevé a señó estaño a paseo por la ciudá y cuando yegamo a puente, é dise: «Paate…» Uuego volvió con usté, peo ante me ijo a mí que cuando usté yegue a auto, yevase yo a os do po caye poco concuída ata que golpeaze quistal con su batón, entónse yo debo trae usted aquí. Esto é tó que yo sé, se lo igo e veas.
Vincent comprendió que el chófer le había contado la verdad, le indicó que podía marcharse. Él permaneció unos instantes todavía en la acera viendo cómo la niebla se tragaba al negro y brillante Hispano. Luego entró en el hotel y se dirigió al despacho de recepción.
¿Cómo haría para identificarse a sí mismo? Esta era en aquel momento su preocupación.
—¿Tiene reservada una habitación para Harry Vincent? —preguntó.
Permaneció otros instantes con el alma en un hilo mientras el empleado consultaba la lista de clientes; por fin llegó la tranquilizadora respuesta:
—La mil cuatrocientos diecinueve —anunció el empleado—. ¿Es la misma habitación que usted pidió? Es curioso; cuando esta mañana llamó usted desde Filadelfia no entendimos bien el nombre que nos dio, pero cuando nos telefoneó por segunda vez, hace diez minutos, lo arreglamos todo. ¿Tiene usted la bondad de firmar aquí?
Vincent escribió su nombre en el libro que le ofrecían, consignando en él que Filadelfia era la ciudad en donde vivía. Sin duda, el desconocido telefoneó al hotel después de dejarle en el auto.
Reflexionando acerca de ello, Vincent siguió al botones hasta el ascensor.
La habitación que le destinaron estaba equipada con todas las comodidades que puede ofrecer un hotel moderno. El botones señaló una maleta que se hallaba en un rincón.
—Es suya, ¿verdad, señor?
Vincent contempló la maleta y asintió. Estaba deseando ver lo que contenía.
Buscó en los bolsillos. Toda su fortuna consistía en dos medios dólares, una pieza de níquel de cinco centavos y ocho centavos sueltos. Entregó al botones uno de los medios dólares y esperó que cerrase la puerta.
Inmediatamente abrió la maleta. Contenía dos pijamas, peine y cepillos, corbatas y algunos otros artículos. También descubrió una negra cartera de piel. Vincent la tomó y, abriéndola, encontró en su interior doscientos dólares en billetes.
Se contempló atentamente en el espejo. Allí, en un elegante hotel, rodeado de buenos muebles y con dinero en el bolsillo, la vida le parecía mejor.
Observó con detenimiento su figura en la brillante luna: Era alto, bien parecido, acababa de cumplir treinta años y, sin embargo, ya había estado a punto de suicidarse. Pero las cosas habían cambiado mucho en pocas horas.
Bebió un poco de agua fría y decidió irse a la cama. A pesar de las muchas cosas que le preocupaban, tenía sueño. Llevaba casi dos noches sin dormir y necesitaba descanso. Dejó, pues, el traje sobre una silla, se vistió un pijama y se acostó. Diez minutos más tarde dormía profundamente.
Un golpe en la puerta le despertó a la mañana siguiente. Un botones aguardaba fuera con un gran envoltorio en las manos.
—¿Desea el señor que le sirvan el desayuno en la habitación? —preguntó el muchacho—. Son las diez tocadas.
Vincent acogió la sugerencia del botones y le encargó que le subiese el desayuno. Luego abrió el paquete.
Contenía camisas, calcetines, pañuelos y otras varias prendas de ropa interior, además de un traje nuevo. Examinó atentamente aquellos artículos asombrándole que todos fueran de su medida. El desconocido salvador había calculado exactamente en la oscuridad las proporciones corporales de Vincent.
Poco después llegó el desayuno. Vincent habíase afeitado ya con una «Gillete» que encontró en la maleta. Luego se sentó junto a la ventana y contempló pensativo los rascacielos de Manhattan. ¿Qué iba a ocurrir?
Esperaría.
Pasó media hora. De pronto, empezó a sonar el timbre del teléfono.
Contestó ansiosamente, pero sufrió una gran decepción al no reconocer la voz del desconocido de la noche anterior. Sin embargo, era la voz de un hombre.
—¿Es usted el señor Vincent? —preguntó—. Aquí es la relojería. Le agradeceré observe el reloj que le rompió aquel hombre de quien nos habló. Si no funciona bien, lo pasaremos a recoger por su habitación la semana próxima.
El extraño mensaje quedó grabado en la mente de Vincent, quien permaneció callado unos instantes.
—¿Me ha entendido bien? —insistió el otro.
—Sí —contestó Vincent.
Colgó el receptor y repitió lentamente las palabras que había recalcado su interlocutor.
—Observe… hombre de… habitación… próxima.
Era una orden y debía obedecerla.
Como con el desayuno habíanle traído cigarros, encendió un «Partagás» que fumó pensativo durante un rato.
¿Quién sería el ocupante de la habitación contigua, a quien debía vigilar?
Seguramente habría dos habitaciones contiguas a la suya, una a cada lado.
Vincent salió al pasillo para comprobarlo. No, el mensaje no dejaba ninguna duda. La habitación ocupada por él estaba en un ángulo del edificio. La única puerta que había junto a la 1419 estaba a la derecha y era la número 1417.
En el pasillo no vio a nadie. Vincent acercó el oído a la cerradura de la puerta del cuarto vecino, pero no oyó nada. Sin embargo, aquello no cambiaba las instrucciones recibidas. Debía identificar al ocupante de la habitación 1417 y vigilar sus actividades. Lo mejor que podía hacer era esperar y escuchar.
Regresó a su aposento y dejó la puerta entreabierta; luego se tendió en el lecho y se puso a leer un periódico de la mañana.
El tiempo pasó muy lentamente para Harry Vincent. Eran las tres de la tarde.
A mediodía había llegado el empleado de una famosa relojería con un paquetito, dentro del cual iba un precioso reloj de oro.
Vincent sonrió al abrir el paquete, porque el regalo de su extraño bienhechor era, al mismo tiempo, confirmación y recuerdo del mensaje telefónico.
A medida que pasaban los minutos empezó a pensar que su proyecto de espionaje no era quizá todo lo eficaz que su salvador deseaba.
De pronto oyó pisadas en el corredor.
La puerta de su habitación seguía entreabierta y ya había oído varias veces pasar gente por allí. Pero aquellos pasos que se aproximaban ahora tenían algo distinto. Eran rápidos, nerviosos.
Varias veces parecieron vacilar.
Vincent se dirigió a la puerta. Por la estrecha rendija podía ver parte del pasillo. Al llegar a su puesto de espionaje oyó que las pisadas vacilaban de nuevo; un segundo más tarde vio la silueta de un hombre de mediana estatura ante la puerta del 1417.
Al meter la llave en la cerradura el hombre dirigió una furtiva mirada a su espalda. Aparentemente convencido de que nadie le veía, abrió con rapidez la puerta y entró en la habitación.
Mientras el desconocido abría la puerta, Vincent observó atentamente su perfil. El rostro, regordete y algo ajado, representaba unos cincuenta años.
Cuando la puerta del cuarto contiguo se hubo cerrado, Vincent quedóse pensativo. En el aspecto exterior de su vecino no había nada anormal. Parecía un viajante de comercio envejecido en su labor de muchos años.
Lo indudable era que el hombre deseaba no ser visto. Acaso se tratase de un intruso que penetraba en la habitación mientras su legítimo ocupante se hallaba ausente; sin embargo, lo más probable era que fuese el hombre a quien Vincent debía vigilar.
Después de otra eterna hora de espera se abrió la puerta vecina y en el pasillo volvieron a sonar las mismas pisadas de antes. Rápidamente, Vincent se puso el sombrero y el abrigo y, dejando transcurrir un tiempo prudencial para que su vecino llegara al ascensor, salió tras él y con él penetró en el mismo.
El hombre atravesó con gran rapidez el vestíbulo seguido a pocos pasos por Vincent. Al llegar a la calle se dirigió hacia el único taxi que se veía frente al hotel.
Vincent logró oír la dirección que su hombre daba al chófer: «Estación de Pennsylvania». Pero pasaron casi dos minutos antes de que pudiese tomar él otro taxi y partiera en la misma dirección indicando al chófer que corriese a toda velocidad.
El conductor se dio tan buena maña que al llegar a la estación, Vincent supuso que el desconocido a quien perseguía apenas debía haber llegado.
Media hora pasó buscándole entre el gentío que llenaba el amplio vestíbulo hasta que, por fin, desalentado, regresó al hotel. Allí hizo el desagradable descubrimiento de que su hombre estaba sentado cómodamente en una de las butacas del fumadero, leyendo un periódico de la noche. Parecía no haberse movido de aquel lugar en muchas horas.
Disgustado, Vincent se dirigió al restaurante y encargó la cena.
Esta fue excelente, la mejor que Vincent había probado en muchos meses, pero no disfrutó de ella. Se daba cuenta de que había sido burlado; que el hombre, a quien había seguido, o cambió de destino, o se le escabulló entre la gente que llenaba la estación. Lo peor de todo era que el individuo podía haberle visto vigilando a los ocupantes del vestíbulo de la Estación de Pennsylvania.
Vincent llegó a tener el convencimiento de que debía de haber algún motivo muy importante para que se vigilase a su vecino, pero decidió que sería una locura seguirle inmediatamente después de su fracaso. Así, empezó a olvidarse de su deber y su pensamiento voló hacia el desconocido que la noche anterior le salvara la vida.
—Es curiosa la manera que tuvo de desaparecer aquel hombre —murmuró—. Se desvaneció como una sombra; eso es, como una sombra. Le va bien este nombre… ¡La Sombra! Lo recordaré.
Vincent terminó los postres siempre con el pensamiento fijo en el extraño personaje que le había salvado la vida. Cuando salió al vestíbulo, comprendió que había pasado demasiado tiempo en el comedor. Su hombre ya no estaba allí. Mentalmente se reconvino. Debía hacer de detective.
Hasta aquel momento había demostrado una carencia absoluta de habilidad detectivesca. Por fin se le ocurrió que, por lo menos, podría enterarse de la identidad de su vecino. Se dirigió a la oficina del hotel y empezó a hablar con el empleado.
Empezó con una pregunta muy natural.
—¿Alguna carta para el 1419?
En contestación, el empleado sacó una carta de una de las casillas numeradas y se la entregó.
Era un hecho completamente inesperado. Vincent no esperaba ninguna carta. Pero el nombre que aparecía en el sobre lo explicó todo. Iba dirigido a R. J. Scanlon y había sido devuelta desde San Francisco. Vincent llamó al empleado.
—No es para mí —dijo.
El joven guardó la carta en otra casilla y explicó, volviéndose hacia Vincent:
—Perdone, ha sido un error, le di el correo del 1417. Para usted no hay nada.
Vincent se alejó sonriendo. Aquel error habíale procurado los informes que necesitaba. Además, aquello le ahorró hacer averiguaciones respecto al hombre del 1417 y, por lo tanto, evitó atraer sobre sí la curiosidad del empleado del hotel.
Compró unas cuantas revistas y dirigióse a su cuarto. Por debajo de la puerta de comunicación entre ambas habitaciones no se veía ningún rayo de luz.
—¡Muy bien, señor Scanlon! —murmuró Vincent mientras se sentaba a leer—. Permaneceré despierto hasta que vuelva usted. Que se divierta mientras tanto.
El vecino llegó poco antes de medianoche. Vincent le oyó correr el pestillo de la puerta de comunicación.
«Me acordaré de esto —pensó—. Ese sujeto se preocupa de que la puerta esté cerrada.»
A la mañana siguiente empezó otra larga y vigilante espera. Por la puerta de comunicación, Vincent percibió unos ligeros ruidos que le indicaron que Scalon seguía en su cuarto.
A las diez y media el vecino salió al pasillo. Vincent aguardó a que hubiera bajado y entonces tomó otro ascensor. Al llegar al vestíbulo se dirigió hacia el despacho de periódicos y desde allí observó por el rabillo del ojo a su hombre. Cuando le vio meterse en la puerta giratoria, salió tras él.
Scanlon entró en un rascacielos de Broadway. Viendo que el edificio solo tenía una entrada, Vincent esperó pacientemente en la calle.
Era cerca de mediodía cuando reapareció el señor Scanlon. Dirigióse a un restaurante y Vincent, tras él, se sentó en una mesa un poco distante.
Toda la tarde la pasó el joven siguiendo los pasos de su vecino. Él mismo se asombraba de la facilidad con que desempeñaba el cargo de espía. A veces se retrasaba una manzana entera, pero siempre lograba alcanzar a Scanlon.
Esto no era difícil debido a las peculiares características del hombre.
Caminaba rápida y nerviosamente y, de cuando en cuando, se volvía para dirigir una furtiva mirada hacia atrás.
«Ese individuo está inquieto —pensó Vincent—. El misterioso bienhechor no es el único que interviene en este asunto. Alguien más sigue las huellas del amigo: será cosa de ver quién gana.»
A última hora de la tarde, Scanlon se metió en un cine. Vincent, rendido por la fatigosa e inútil persecución, pensó hacer lo mismo, pero al fin reflexionó que el hombre podía estar preparando una añagaza. No fue así y transcurrieron más de dos horas antes de que Scanlon reapareciera.
Siguió a éste hacia el hotel. De pronto, al llegar junto a un bar vio salir a un hombre que se detuvo en una esquina, desde la cual se dominaba la entrada del Metrolite.