La tercera puerta (17 page)

Read La tercera puerta Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La tercera puerta
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tiene gracia que lo mencione. Cuando la vi caminando por la marisma me pareció…, no sé, triste. Pero cuando se volvió y me miró sentí algo diferente.

—¿Qué? —lo apremió Logan.

—Sentí furia, verdadera furia. —Hizo una breve pausa—. No sé por qué sentí eso. Pero entonces me pasó una cosa muy extraña. Se me secó la boca hasta que casi no podía tragar. Aparté la vista un momento, me sequé el sudor de los ojos, y cuando volví a mirar…, ella había desaparecido.

Logan pensó en la maldición de Narmer. «La lengua se le clavará en la garganta…» Echó un vistazo alrededor en la creciente oscuridad y notó que se le ponía carne de gallina. El mal que había percibido con tanta claridad durante el incendio del generador había vuelto. Era casi como una presencia física que le susurrara por encima del zumbido de los insectos.

Se volvió hacia el mecánico.

—Creo que es hora de que regresemos a la estación. Gracias por su tiempo.

—De nada.

Hirshveldt parecía tan ansioso como él por salir de la marisma. Puso en marcha el hidrodeslizador y reanudaron el camino de regreso hacia las acogedoras luces.

24

D
ESDE la atalaya de Mark Perlmutter, la cofa que se levantaba por encima del sector Rojo, las dos figuras del hidrodeslizador, brincando por la desolada marisma en dirección a la estación, le parecieron ridículas. ¿Qué demonios hacían ahí fuera? ¿Probar una vacuna contra la malaria?

A modo de respuesta a sus conjeturas, un mosquito zumbó en su oído y Perlmutter lo espantó con la mano. «Será mejor que me ocupe de mis asuntos o los mosquitos me dejarán como un colador», se dijo. En cualquier caso, lo que aquellos dos pudieran estar haciendo no le incumbía. Era su segunda excavación con Porter Stone y ya se había dado cuenta de que sucedían tantas cosas raras que no tenía sentido hacerse demasiadas preguntas.

Apartó la vista de la creciente oscuridad y centró su atención en el mástil, la estructura metálica parecida a un periscopio que albergaba las distintas antenas microondas y los equipos de emisión y recepción de los cuales dependía la estación para seguir conectada con el mundo exterior. El transmisor de baja frecuencia había estado haciendo el tonto y, como ayudante de comunicaciones, correspondía a Perlmutter subir por el maldito mástil hasta la cofa situada por encima de la gran carpa que cubría el sector Rojo y ver qué pasaba. ¿Quién iba a hacerlo si no? Fontaine, su jefe, no, desde luego. Con sus ciento veinte kilos probablemente no era capaz de subir ni cinco peldaños.

Oscurecía deprisa, de modo que encendió la linterna para examinar el transmisor. Había comprobado el cableado y los circuitos en la sala de comunicaciones de abajo y no había encontrado nada. Estaba convencido de que el problema se hallaba en el transmisor, y no se equivocaba. Tras dos minutos de inspección, descubrió un cable medio pelado que se había soltado de la placa base.

Era pan comido. Hizo una pausa para untarse los brazos y el cuello con más repelente de insectos y después sacó de la mochila el soldador portátil y el estaño. Colgó la linterna del mástil, cortó con los alicates el cable estropeado y, cuando el soldador estuvo caliente, aplicó el estaño y soldó el cable con cuidado.

Dejó a un lado el soldador y examinó el resultado a la luz de la linterna. Se sentía orgulloso de su habilidad como soldador, destreza que había pulido con los años, desde que de muy joven empezó a trabajar con equipos electrónicos; asintió con satisfacción al ver lo bien que había quedado el empalme. Sopló para ayudar a que se enfriara. Cuando bajara a la sala de comunicaciones volvería a probar el equipo, por supuesto, pero estaba cien por cien seguro de que ese había sido el problema. Durante la cena exageraría un poco la dificultad del trabajo ante Fontaine. Si la excavación tenía éxito habría gratificaciones para todos, y la cuantía de la suya dependería de Fontaine.

Volvió a poner la tapa del transmisor y se dio la vuelta para contemplar el paisaje mientras esperaba a que el soldador se enfriara. El hidrodeslizador había desaparecido; la infinita negrura del Sudd se extendía en todas direcciones. Parecía que se avecinaba un aguacero. Las luces de la estación, diseminadas a lo largo de los seis sectores, centelleaban a sus pies. Desde aquella altura veía las largas hileras de bombillas que delimitaban la cortina del puerto, el débil resplandor del Oasis y las interminables lucecitas que iluminaban las pasarelas flotantes que unían los diferentes sectores. Era una vista reconfortante, pero Perlmutter no se sintió reconfortado. Aquel islote de luz, una mera interrupción en los incontables kilómetros de oscuridad que los rodeaban, no conseguía ocultar el hecho de que miles de kilómetros cuadrados de infranqueables marismas los separaban de la civilización. Dentro, en los dormitorios, trabajando en la sala de comunicaciones o de relax en la biblioteca o en el Oasis lograban olvidar lo solos que estaban, pero allí arriba…

Perlmutter se estremeció a pesar del calor de la noche. «Si la excavación tenía éxito…» Durante los últimos días las habladurías acerca de la maldición de Narmer habían ido en aumento. Al principio, cuando el proyecto se puso en marcha y corrió la voz de lo que buscaban, todos se lo tomaron a broma, como algo de lo que reírse alrededor de unas cuantas cervezas; pero a medida que los días pasaban, los comentarios eran cada vez más serios. Incluso Perlmutter, que era la persona más descreída que uno podía conocer, había empezado a ponerse nervioso…, sobre todo después de lo que le había ocurrido a Rogers.

Miró nuevamente a su alrededor. La oscuridad parecía acosarlo por todos lados, estrujarlo casi, apretarle el pecho y dificultarle la respiración.

Aquello fue suficiente. Cogió el soldador, todavía caliente, y el resto de los materiales, los guardó en la mochila y la cerró. Se arrodilló en la cofa y abrió la cremallera del semicírculo de lona protectora que daba acceso al interior del sector Rojo. Debajo estaba el tubo de metal que rodeaba al mástil igual que una chimenea, iluminado de vez en cuando por luces led. Se echó la mochila al hombro, se cogió a la escalerilla metálica, bajó unos cuantos peldaños, cerró la lona y siguió descendiendo con cuidado. Había una caída de diez metros hasta el fondo, y no quería resbalar.

Cuando llegó a la base del mástil dejó escapar un suspiro y se secó el sudor de las manos en la camisa. Iría a comprobar el funcionamiento del transmisor de baja frecuencia para asegurarse de que había exorcizado sus gremlins y después buscaría a Fontaine, que seguramente estaría atracándose con una cena temprana.

Se disponía a salir del tubo del mástil pero de pronto se detuvo. Había dos compuertas que llevaban al exterior, una conducía al pasillo donde estaban los laboratorios científicos y la sala de comunicaciones; la otra, a la subestación eléctrica del sector Rojo. Quince minutos antes, cuando había entrado para subir por el mástil, la compuerta de la subestación estaba cerrada.

Pero en ese momento estaba abierta.

Dio un paso adelante con expresión ceñuda. Normalmente, la subestación se encontraba a oscuras porque funcionaba de forma autónoma. Solo entraba gente cuando había que hacer alguna reparación. Sin embargo, de haber alguna avería eléctrica, él habría sido el primero en saberlo. Dio otro paso.

—¿Hola? —dijo a la oscuridad—. ¿Hay alguien ahí?

¿Se estaba volviendo loco o había visto una luz tenue que se apagaba al otro extremo de la subestación?

Se humedeció los labios, cruzó la compuerta y entró. ¡Qué demonios…! Había un charco de agua en el suelo. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso se trataba de una filtración exterior?

Avanzó otro paso al tiempo que buscaba el interruptor de la luz.

—¿Hola? ¿Ho…?

Y entonces el mundo estalló en una explosión de dolor y de furiosa e impenetrable blancura.

25

A
las nueve y media de la mañana siguiente sonó el teléfono del despacho de Logan.

Descolgó al tercer timbrazo.

—Jeremy Logan. Dígame.

—¿Jeremy?, soy Porter. ¿Interrumpo algo?

Logan se irguió.

—Nada que no pueda esperar.

—Entonces me gustaría que vinieras al Centro de Operaciones. Hay algo que creo que deberías ver.

Logan guardó el archivo en el que había estado trabajando —un resumen de su conversación con Hirshveldt la noche anterior—, se levantó y salió del despacho. Tuvo que detenerse en un par de ocasiones y preguntar el camino. La gente parecía nerviosa esa mañana, y no era para menos. La noche anterior, un operario de comunicaciones llamado Perlmutter había estado a punto de morir electrocutado. Logan se había enterado de lo ocurrido por los comentarios en el desayuno: el operario había pisado un charco de agua donde había un cable de la corriente. «Lo encontró Fontaine, su jefe», había oído decir a alguien. «Horrible. Parecía cubierto de hollín de lo negro que lo habían dejado las quemaduras eléctricas».

Al escuchar aquello no pudo menos que recordar la maldición de Narmer —«Sus miembros se convertirán en cenizas»—, pero se guardó muy mucho de comentarlo con nadie y archivó el recuerdo para estudiarlo más adelante.

A diferencia de cuando la tragedia del generador, no se había convocado ninguna reunión para analizar el accidente ni para determinar sus causas. Logan dio por sentado que se programaría para más adelante o que quizá se reunirían únicamente los cargos más altos. Lo que sí sabía era que Perlmutter se hallaba en estado grave y bajo la atención constante de Ethan Rush.

El Centro de Operaciones, ubicado en el corazón del sector Blanco, resultó ser la sala repleta de monitores que había visitado anteriormente, y Cory Landau, el joven con bigote a lo Zapata, se encontraba una vez más al mando de la futurista cabina central. Logan se fijó en la pantalla donde aparecía una imagen de tres dimensiones que representaba el mapa de las excavaciones. Su extensión había aumentado notablemente desde la primera vez que la había visto.

Porter Stone, Tina Romero y Fenwick March se hallaban reunidos alrededor de Landau; los tres miraban fijamente uno de los monitores más grandes, que mostraba lo que a Logan se le antojó una especie de sopa verdosa salpicada por puntos de estática.

Stone levantó la vista cuando lo vio entrar.

—Ah, Jeremy, ven a echar un vistazo a esto.

Logan se reunió con ellos en la cabina central.

—¿Qué es?

—Esqueletos —dijo Stone en tono de callada reverencia.

Logan contempló la pantalla con creciente interés.

—¿Dónde es, exactamente?

—Cuadro H Cinco —murmuró Stone—. A trece metros y medio de la superficie.

Logan miró a Tina Romero, que observaba la pantalla sin dejar de juguetear con su estilográfica amarilla.

—¿Y a qué distancia se halla del primer esqueleto?

—A unos dieciocho metros más o menos, exactamente en la dirección en la que ordené que se concentrasen los buzos.

Lanzó una mirada a March con una sonrisa llena de orgullo que decía «ya te lo dije».

—Aquí hay otro —dijo una voz por el intercomunicador.

Logan comprendió que era uno de los buzos que hablaba desde las fangosas profundidades del Sudd. En el monitor la negra figura de un buzo enfundado en un traje de neopreno emergió de la sopa verdosa. Sostenía un hueso. Stone se acercó al micrófono.

—¿Cuántos van por el momento?

—Nueve —respondió la distante voz.

Stone se volvió hacia Tina.

—Ethan me contó lo que usted dijo durante el análisis del primer esqueleto, que sabía que la muerte se debía a un suicidio y también el lugar donde encontraríamos el siguiente grupo de esqueletos. ¿Sería tan amable de explicárnoslo?

Si Romero había tenido intención de mostrarse reticente, la petición de su jefe la convenció de lo contrario.

—Desde luego —respondió apartándose un mechón del rostro con un dedo—. Primero encontramos un cuerpo. Ahora hemos descubierto varios; calculo que serán alrededor de doce en total. Dentro de poco daremos con un gran osario. Todo ello obedece a la manera en que Narmer fue enterrado y cómo se ocultó la tumba. Deben tener en cuenta que todo eso sucedió antes de la era de las pirámides, cuando los primeros faraones eran enterrados en túneles o en mastabas. Tenemos que partir de la base de que la tumba de Narmer, tenga el aspecto que tenga, prefiguraba de un modo único las que vendrían a continuación. Sin embargo, a diferencia de los faraones que le sucedieron, Narmer no deseaba que nadie recordara la ubicación de su tumba. No hay duda de que en el lugar de su construcción tuvo que haber cientos de trabajadores así como miembros de su guardia personal. Cuando la obra concluyó, todos esos trabajadores, del primero al último, fueron sacrificados y sus cuerpos quedaron esparcidos alrededor de la tumba. Más tarde, cuando Narmer fue enterrado, tanto los sacerdotes como los guardias de rango inferior que asistieron a la ceremonia también fueron sacrificados a una distancia ritual por los soldados del faraón. A continuación, estos se retiraron a una distancia prudencial y se dieron muerte, todo esto para mantener el secreto del lugar de reposo de los restos mortales de su faraón. Así pues, un ejército de muertos debía mantener la guardia alrededor de la tumba de Narmer durante toda la eternidad. Solo una persona, el escriba personal del faraón, salió de este desierto llevando consigo ese secreto, y cuando lo hubo grabado en ese ostracón ordenó a sus guardias personales que lo mataran también a él.

Stone asintió sin dejar de mirar la pantalla.

—De ahí el número decreciente de cuerpos que hemos hallado a medida que nos alejamos de la tumba. —Se volvió hacia Romero—. Y la dirección en la que ordenó buscar a nuestros buzos fue hacia el norte, ¿no?

—En efecto.

—Y lo ordenó así —terció Logan— porque las entradas de las cámaras reales de las pirámides y de otras tumbas están siempre orientadas al norte, ¿verdad?

Stone Sonrió.

—Muy bien, Jeremy. Yo he deducido lo mismo. —Miró a Romero—. Y ese osario estará al norte de este punto, ¿no?

—Eso creo —contestó la egiptóloga—. A unos veinte metros aproximadamente.

—¿Y la entrada de la tumba se hallará a otros veinte metros más al norte?

Romero no contestó. No hacía falta. Stone se volvió hacia la puerta.

—Tengo que ir a ver a Valentino. Tenemos que poner los buzos a trabajar en tres turnos ya mismo.

La radio chisporroteó.

Other books

Lady Lavender by Lynna Banning
Too Charming by Kathryn Freeman
Last Winter We Parted by Fuminori Nakamura
And Then I Found Out the Truth by Jennifer Sturman
Arranged by Spears, Jessica
A House for Mr. Biswas by V.S. Naipaul
Daybreak by Shae Ford
Crampton by Thomas Ligotti, Brandon Trenz
The House I Loved by Tatiana de Rosnay