—Aquí hay otro esqueleto. Está completamente enterrado en el fango, señor. ¿Qué hacemos con él?
March habló por primera vez.
—Ya saben lo que tienen que hacer. Métanlo en un contenedor y llévenlo a la estación.
La sonrisa de Tina desapareció y fue sustituida por una expresión ceñuda.
—Espere. Hay que subir el primer esqueleto para analizarlo y estar seguros de la dirección. Pero a los sacerdotes y a los criados… deberíamos dejarlos en paz.
Logan la miró, reparó en el tono de urgencia de la egiptóloga y se acordó de lo que había oído decir acerca de la ambivalencia de Romero en lo tocante a los tesoros hallados en las tumbas.
—Eso es una tontería —replicó March—. Si se trata realmente de los sacerdotes del primer faraón de Egipto, sus restos tienen un valor histórico incalculable.
—Estamos aquí para desvelar los secretos de la tumba —espetó Romero—, no para…
—Un momento —los interrumpió Stone. Estaba impaciente por dar las órdenes oportunas a Valentino y no tenía tiempo para discusiones ideológicas—. Subiremos los seis esqueletos. Uno se lo entregaremos a Ethan Rush para que lo analice, aunque ahora mismo está muy ocupado con otro asunto. Tú, Fenwick, examinarás los otros cinco. Cribaremos la matriz alrededor de ellos en busca de joyas o restos de ropa y calzado, aunque dudo que encontremos algo. Cuando hayas completado los exámenes, cinco de los seis esqueletos serán devueltos. Solo nos quedaremos uno. ¿Os parece bien?
Tras unos segundos, Romero asintió. March no tuvo más remedio que aceptar a regañadientes.
—Muy bien. Landau, ¿quiere dar las órdenes?
—Sí, señor Stone —contestó el joven.
—Gracias. —Tras dirigirles una mirada a cada uno, Stone salió del Centro de Operaciones.
★ ★ ★
Cuando Logan se asomó al laboratorio de arqueología, cuatro horas más tarde, reinaba allí un controlado frenesí. Varias personas vestidas de blanco, inclinadas sobre cubetas y mesas metálicas, examinaban delicados huesos parduscos con las manos enfundadas en guantes de látex. Otras tecleaban ante los ordenadores mientras el resto clasificaba objetos, los etiquetaba y los guardaba en contenedores especiales. El sonido de las voces competía con el ruido del correr del agua y el zumbido de las sierras circulares. Fenwick March caminaba entre ellas como si fuera el señor del castillo, ora se detenía para coger un objeto de manos de un ayudante, ora miraba por un microscopio o hablaba a la grabadora digital que tenía en la mano. Toda la sala olía fuertemente a la descomposición vegetal del Sudd y a algo aún más desagradable.
—¡No laves eso! —gritó March a uno de los ayudantes, quien al oírlo dio un brinco—. Enjuágalo, enjuágalo poco a poco. —Se volvió hacia otro—: Seca esa sección, rápido, tenemos que estabilizarla antes de que se desconche más. ¡Rápido, hombre, rápido!
Una de las ayudantes levantó la vista de una pila de caderas y tibias.
—Doctor March, acaban de traer esto tal cual. Así no hay manera de articular un esqueleto.
—¡Los escanearemos más tarde! —repuso March, rodeándola—. Lo importante es limpiarlos, etiquetarlos e introducirlos en la base de datos, y hacerlo ahora, ¡no mañana! Ya nos ocuparemos de articularlos más adelante.
«Tal vez —se dijo Logan al tiempo que entraba en la sala— March piense que, si limpia y clasifica los esqueletos, Stone le permitirá quedárselos». Era en momentos así cuando salían a relucir los verdaderos intereses de la gente. March era arqueólogo, no egiptólogo; para él los huesos eran lo principal.
March se volvió y reparó en Logan. Frunció el ceño, como si desaprobara que hubiese entrado en sus dominios.
—¿Qué quiere?
Logan le obsequió con su mejor sonrisa.
—Me preguntaba —dijo señalando un cráneo al que estaban quitando el barro en un fregadero cercano— si me prestaría uno de esos.
L
OGAN, sentado ante el ordenador de su pequeño despacho, tecleaba despacio. Era por la noche, tarde, y el sector Marrón estaba tan silencioso como una tumba. Por fin había podido terminar de transcribir el resto de sus notas sobre su conversación con Hirshveldt y los comentarios que este había hecho durante su breve salida al Sudd. Cerró ese documento y a continuación abrió otro para enumerar con detalle los ominosos e inesperados sucesos ocurridos en la estación, incluyendo el incendio del generador y la electrocución del especialista de transmisiones, Mark Perlmutter. Tras una exhaustiva investigación, nadie había hallado explicación para la presencia del charco de agua y el cable eléctrico. Perlmutter, que de vez en cuando recobraba la conciencia, había dicho algo sobre que había visto una luz, pero no había forma de saber si estaba delirando o no. Los rumores que corrían por la estación —y que hablaban tanto de sabotaje como de la maldición de Narmer hecha realidad— habían aumentado significativamente. Tras el descubrimiento de aquellos huesos, y ante la certeza de que la tumba se hallaba en algún lugar muy próximo, entre el personal imperaban sentimientos encontrados: una tensa expectación combinada con un miedo creciente.
Logan había examinado personalmente la subestación eléctrica y hablado con los pocos que ese día habrían podido tener algún motivo para entrar allí, pero nadie sabía nada ni había visto nada fuera de lo normal. Es más, todos le habían parecido francos y sinceros, y Logan no había percibido en ellos nada aparte de tristeza y confusión.
Cerró el documento y miró el contenedor azul que había dejado junto al ordenador. Lo cogió, lo abrió y sacó con mucho cuidado un bulto envuelto en un trapo. Apartó los pliegues de tela y dejó al descubierto un viejo cráneo de color pardusco.
Lo sostuvo en alto con el trapo y lo giró a un lado y a otro mientras lo examinaba atentamente. March no quería prestárselo, pero no se había atrevido a negarse porque sabía que Logan contaba con el favor de Stone. En cualquier caso, había elegido el más estropeado y se lo había entregado con la condición de que lo devolviera en idéntico estado esa misma noche.
Aunque estaba abollado, agrietado y le faltaban los dientes, los sedimentos y el fango que lo habían envuelto durante siglos lo habían conservado bastante bien. Olía fuertemente al Sudd, un hedor que impregnaba la estación y que empezaba a perseguirlo incluso en sueños. Cogió la lupa de joyero que llevaba en la bolsa, se la acercó a un ojo e hizo un cuidadoso examen de la superficie del cráneo. A pesar de que le faltaba el hueso occipital, no presentaba síntomas de violencia. Tenía bastantes arañazos alrededor de la corona y en la cavidad ocular izquierda, pero sin duda se debían a la erosión natural. Examinó las suturas ectocraneales una por una: la coronal, la sagital y la lamboide. A juzgar por el tamaño del proceso mastoideo y de la naturaleza redondeada del margen supraorbital, llegó a la conclusión de que se trataba de un cráneo de hombre, ninguna sorpresa en ese aspecto.
A continuación retiró del todo el trapo y sostuvo el cráneo entre sus dedos con sumo cuidado. Dos ojos habían observado el mundo desde aquellas cuencas. ¿Qué maravillas habrían visto? ¿Habrían contemplado a Narmer en persona supervisando la construcción de su tumba? ¿Habrían presenciado la batalla en la que el faraón había unificado Egipto? Como mínimo habían visto las filas de sacerdotes dirigiéndose hacia el sur y adentrándose en un territorio hostil para enterrar los restos mortales de su rey mientras su
ka
se reunía con los dioses del otro mundo. Logan se preguntó si ese tipo había sabido que se trataba de un viaje del que nunca regresaría.
Hizo girar el cráneo al tiempo que vaciaba su mente de todo pensamiento y la abría a cualquier percepción y sugestión.
—¿Qué está intentando decirme, Karen? —preguntó en voz alta a su difunta esposa mientras sostenía el cráneo.
Pero no recibió nada. El cráneo no le transmitió ninguna impresión salvo la de su antigüedad y fragilidad. Al fin dejó escapar un suspiro, lo envolvió en el trapo y lo depositó en el contenedor.
Si Tina Romero estaba en lo cierto, no tardarían en hallar un gran osario —los restos de los constructores de la tumba— y, poco después, la tumba propiamente dicha. Y Porter Stone tendría una nueva hazaña que añadir a su historial. Es más, si la tumba contenía la corona del Egipto unificado constituiría sin lugar a dudas el hallazgo más importante de su carrera.
Logan se recostó en su asiento sin dejar de mirar el contenedor. Stone era un hombre fuera de lo normal. Dotado de una disciplina sobrehumana y con apasionadas convicciones pero, aun así, dispuesto a contratar a gente que discrepaba abiertamente de él, incluso a gente que dudaba de sus posibilidades de éxito. Poseía una impecable formación científica y era un racionalista y un empirista convencido, sin embargo no le daba miedo rodearse de gente cuya especialidad constituía motivo de escarnio para la comunidad científica. Él, Logan, encarnaba el ejemplo perfecto. Meneó la cabeza, admirado. Lo cierto era que Porter Stone estaba dispuesto a hacer lo que fuera, por poco ortodoxo y marginal que resultara, para garantizar el éxito de sus iniciativas. Al fin y al cabo, no había otra razón para que hubiera incluido en la excavación a Jennifer Rush, una mujer que leía las cartas Zener con la misma facilidad que un mono hacía malabarismos con un coco y que era capaz de…
Se irguió de repente.
—Pues claro —murmuró—, pues claro.
Se levantó despacio, se puso el contenedor bajo el brazo y salió del despacho con aire pensativo.
L
AS dependencias médicas estaban en silencio cuando Logan entró. Las luces del techo iluminaban a media potencia; y tras el mostrador de recepción solo había una enfermera. De algún lugar del laberinto de habitaciones surgía el zumbido de los instrumentos clínicos.
Ethan Rush apareció por una esquina, con pasos largos, conversando con la enfermera que lo acompañaba. Al ver a Logan, se detuvo.
—Hola, Jeremy. Si has venido a hablar con Perlmutter, no va a poder ser. Sufre fuertes dolores y hemos tenido que sedarlo.
—No se trata de Perlmutter —dijo Logan.
Rush se volvió hacia la enfermera.
—Seguiremos después —le dijo, luego hizo un gesto a Logan para que lo siguiera—. Vamos a mi despacho.
El despacho de Rush era un cubículo de aspecto esterilizado situado detrás de la sala de las enfermeras. Señaló una silla a Logan, se sirvió una taza de café y tomó asiento. Parecía agotado.
—¿Qué te ronda por la cabeza, Jeremy? —preguntó.
—Sé por qué tu mujer está aquí. —Rush no dijo nada, de modo que Logan prosiguió—: Está intentando contactar con los muertos, ¿verdad? Intenta canalizar a Narmer, ¿no?
Rush permaneció en silencio.
—Es lo único que encaja —continuó Logan—. Tú mismo me dijiste que muchos de los que regresan de una experiencia cercana a la muerte desarrollan nuevas habilidades psíquicas y que algunos aseguran que pueden hablar con los muertos. También me contaste que el don específico de tu mujer es la retrocognición; es decir, la capacidad de tener conocimiento de los sucesos y las personas del pasado más allá de cualquier sabiduría e inferencia convencional. —Se levantó y se sirvió una taza de café—. Se trata de una especialidad muy poco frecuente en la parapsicología, pero hay antecedentes bien documentados. En 1901, dos eruditas inglesas, Anne Moberly y Eleanor Jourdain, estaban de visita en Versalles, buscando el Petit Trianon, la residencia de María Antonieta, cuando se encontraron con unos personajes singularmente vestidos, entre ellos lacayos que hablaban al estilo antiguo y una joven sentada en un taburete que hacía un boceto. Tanto Moberly como Jourdain experimentaron una melancolía extrañamente opresiva que duró hasta que abandonaron su búsqueda y se marcharon. Más tarde, ambas mujeres llegaron a la conclusión de que habían entrado telepáticamente en los recuerdos de la mismísima María Antonieta y que la joven a la que habían visto dibujando era ella en persona. En los años que siguieron, Moberly y Jourdain realizaron una exhaustiva investigación de su experiencia que recogieron en un libro publicado en 1911 llamado
An Adventure
, «Una aventura». Te lo recomiendo.
Logan se sentó y tomó un sorbo de café.
Rush se revolvió en su silla, incómodo.
—Ya conoces la exhaustividad con la que Stone prepara sus proyectos. Es de los que prefiere tener diez especialistas diferentes, cada uno en su propia disciplina, y pagar por ello diez veces más, que un generalista con los mismos conocimientos. Para él es algo que casi representa la diferencia entre el fracaso y el triunfo. —Hizo una pausa y apartó la mirada—. Al comienzo de esta expedición, su gran preocupación era hallar la ubicación de la tumba. Stone estaba convencido de que se encontraba aquí, pero desconocía el lugar exacto y tenía el tiempo contado. Así pues, estaba abierto a cualquiera que pudiera ayudarlo a encontrarla.
Rush meneó la cabeza y siguió hablando.
—De alguna manera se enteró de la existencia de nuestro centro y del don de mi mujer. No me preguntes cómo, estamos hablando de Stone. El caso es que se puso en contacto con nosotros. Al principio me negué rotundamente. Yo tenía que acompañar a Jen, nadie más puede controlar sus… «viajes al otro lado», y el Sudd me parecía un lugar hostil y dejado de la mano de Dios. Además, tenía mucho trabajo. Stone nos ofreció más dinero, pero yo no me dejé convencer. Como sabes, el Centro cuenta con muchos mecenas ricos que han tenido una experiencia cercana a la muerte. Fue entonces cuando Stone me propuso el cargo de médico jefe y una cantidad que habría sido una locura rechazar. Además, tras pensarlo mucho llegué a la conclusión de que también podía ser beneficioso para Jen.
—¿En qué sentido? —preguntó Logan.
—Para darle la ocasión de utilizar su don de manera positiva. No sé si me entiendes, Jeremy, pero Jen no cree que su don sea ninguna bendición.
Logan recordó su encuentro con Jennifer Rush, la tristeza que había percibido en ella y el todavía inexplicable torrente de emociones empáticas que había sentido al darle la mano. «Desde luego, no es ningún regalo», se dijo. Años atrás había conocido a un telépata prodigioso. No obstante, el hombre había entrado en un estado de abatimiento tal que había acabado suicidándose. Los médicos lo habían clasificado como deficiente mental y habían dicho que las voces que oía en su cabeza eran simple esquizofrenia, pero Logan sabía que se equivocaban. Conocía el inconveniente que suponía poseer un don al que uno no podía renunciar, y en ese momento se sintió como un tonto por lo que le había dicho a Jennifer Rush.