—Has ofendido a los dioses —dijo.
Aquellas palabras me hundieron. Así que la joven de la que me había enamorado y a la que había considerado una auténtica diosa se había burlado despiadadamente de mí y no se había privado de contar mi fracaso a otros. Mientras todo aquello se me pasaba por la cabeza, el sumo sacerdote Walvaziti siguió hablando:
—Sentiste vergüenza cuando viniste para yacer con las prostitutas del templo, con esas mujeres sagradas. Ahora pareces más tranquilo. Por lo que se ve, el rito te ha satisfecho. Pero eso no significa que los dioses te hayan perdonado. Mañana traerás una ofrenda a la diosa Kupaba e implorarás su perdón. Sólo así podrás conseguirlo.
Me di cuenta de que había culpado en falso a Ashmunikal. No le había contado nada a nadie. Tanto el sumo sacerdote como las otras prostitutas del templo creían que en aquel cuarto todo había ido como era debido. Mientras Walvaziti me decía que lo primero que debía hacer al día siguiente era llevar una ofrenda a la diosa, yo le daba las gracias por dentro a Ashmunikal y pensaba que no me había equivocado al amarla. Por fin, yo también había encontrado a la amada de mi corazón. Pero ¿quién era Ashmunikal en realidad? Por un instante perdí la cabeza y en mi corazón se despertó el deseo de preguntárselo a Walvaziti. Estaba a punto de hacerlo cuando el sacerdote joven se acercó a nosotros y anunció a su superior que habían llegado los guardianes del templo. Yo decidí aplazar mi pregunta sobre quién era Ashmunikal y pedí permiso para irme. De todas maneras, al día siguiente llevaría valiosas ofrendas al templo. Puede que así el sumo sacerdote fuera más tolerante conmigo. Y aunque no me dijera quién era Ashmunikal, yo haría cualquier cosa para encontrarla y casarme con ella. Si no le daban sus jóvenes al hijo del hombre más próximo al rey, al futuro gran escriba de palacio, ¿a quién se las darían? Estaba pensando en todo aquello cuando, a punto de franquear las puertas del templo, una idea horrible se desplomó sobre mi corazón como las nubes oscuras que se veían en el horizonte. ¿Y si cuando me casara con Ashmunikal seguía sin poder hacerle el amor? ¿Y si había perdido mi hombría por completo? Luché contra aquel pensamiento nefasto mientras descendía por las escalinatas. Me tranquilicé pensando que, si así fuera, tampoco se me despertaría la virilidad en la cama por las noches. Debía deshacerme de aquellas ideas tan negativas, simplemente me había puesto muy nervioso y por eso se me había paralizado la hombría. Eso era todo. Mi mente me decía que así había sido, pero yo no podía desprenderme de mi inquietud. ¿Y si volvía a fracasar? No, no, no fracasaría. Cuando pudiera estar con ella a solas en una habitación que nos perteneciera, todo sería distinto y yo le demostraría que era un hombre de verdad. Mañana, sí, mañana me informaría de quién era Ashmunikal, de dónde vivía y de a qué familia pertenecía. ¿Cómo podía saber que aquello sería para mí una catástrofe?
De haber podido intuir aquel día que ese amor iba a ser la causa de una inmensa matanza, de la aniquilación de los habitantes de la ciudad, si hubiera podido comprender que el hecho de haber sido incapaz de amarla había sido una señal de los dioses, quizá no hubiese buscado a Ashmunikal… ¿No? ¿De verdad no la habría buscado? No lo sé. El deseo que sentía por ella era tan ardiente, tan poderoso, que aún a sabiendas de todos los desastres que iba a provocar quizá la hubiera buscado hasta encontrarla. No me habría importado cometer todos los pecados que ofenden a los dioses, habría arrojado al fuego con mis propias manos a todos los habitantes de la ciudad, desde los niños pequeños con cara de luna a las hermosas mujeres, desde los ancianos de cintura doblada hasta los guerreros más audaces, habría caminado del brazo con la muerte.
¿Cómo podía disfrutar la gente con sus nuevas adquisiciones mientras los días se oscurecían con noticias de muerte? ¿Cómo conseguían que no les afectara el que hubieran matado a dos hombres justo a su lado con un solo día de intervalo? Esra se había retirado a su habitación después de comer y pensaba en todo aquello echada en la cama. La ventana estaba abierta de par en par y una brisa templada llevaba hasta el interior del cuarto los fuertes olores de las flores calcinadas y la hierba seca. Pero ella no estaba con humor para deleitarse con ellos. Se volvió de lado secándose nerviosa con la mano las gotas de sudor que se le acumulaban en la frente. Qué bien le vendría dormir algo, pero no, seguía dándole vueltas en la cabeza a los asesinatos. Y eso que tanto la charla que había mantenido con Timothy antes de comer como el hecho de que los miembros del equipo no hubieran reaccionado de manera exagerada al oír la noticia de la muerte de Reşat Agá y que ninguno, excepto Murat y Kemal, pensara que aquello tenía relación con las excavaciones la habían tranquilizado. Hasta había empezado a culparse a sí misma, avergonzada por haber considerado la idea de detener los trabajos, por haberse dejado llevar por el pánico. No obstante, en cuanto se encontró sola en su cuarto volvió a tener una recaída en su malsana suspicacia y comenzó a reconcomerse pensando que el hecho de que aquellos asesinatos se hubieran cometido tan seguidos debía tener algún significado.
Sí, puede que los crímenes no tuvieran que ver con la excavación, pero seguro que había alguna relación entre ellos. Aunque en realidad apenas tenían puntos en común. Los caminos de Hacı Settar y Reşat Agá nunca se habían cruzado. Además, ellos no se parecían en lo más mínimo. Mientras Hacı Settar había sido un hombre pacífico, fiable y respetable, Reşat Agá había sido cruel, indigno de confianza y grosero. Tampoco se parecía la manera en la que habían muerto. Lo único en lo que se asemejaban era que los asesinatos se habían cometido con un secretismo bastante insólito para los crímenes habituales de la zona.
Desde hacía miles de años, en aquellas tierras, la gran mayoría de los homicidios se producían a la vista de todos siguiendo la lógica de la venganza o del ojo por ojo. Teniendo en cuenta que el crimen se consideraba una forma de limpiar la honra o de dar una lección al enemigo potencial, cuanta más gente se enterara o, incluso, cuanta más gente lo viera con sus propios ojos, mejor. Cuanto más se difundiera el suceso, tanto más respeto obtenía el clan o la familia que hubiera cometido el asesinato, porque gracias a su valor recuperaban el honor pisoteado. El hecho de que el criminal sufriera graves penas de cárcel o que pudiera ser asesinado a su vez por el enemigo suponía un coste despreciable en comparación con la consideración social que ganaban. Sin embargo, tanto la muerte de Hacı Settar como la de Reşat Agá estaban envueltas por el secreto. El asesino había desaparecido en lugar de dejar claras las razones por las que los había matado. Eso era lo que confundía a Esra y lo que provocaba que se dejase llevar por la sospecha de que detrás de esas muertes había algún motivo relacionado con la excavación.
—Quizá el problema esté en mí —se dijo dándose la vuelta de nuevo en la húmeda cama, quizá los asesinatos no tuvieran la menor relación entre ella y su equipo ni con la excavación. Tal vez todas sus aprensiones estuvieran basadas en suposiciones falsas. Pero aquella inquietud suya no había surgido de la nada. Aunque en los últimos tiempos se hubieran interrumpido, habían recibido llamadas amenazadoras para que se mantuvieran alejados de Kara Kabir, habían robado en el yacimiento, el capitán Eşref no paraba de decir que la organización estaba esperando cualquier oportunidad para actuar; y, lo más importante, habían matado a dos hombres. Como directora de la excavación, ¿no era natural que estuviera nerviosa, que se preocupara por la seguridad de sus compañeros? De no ser por todo aquello, no se calentaría tanto la cabeza, probablemente le estaría entregando todo su esfuerzo a las tablillas de Patasana. ¿En serio? Se había hecho aquella pregunta como si ante ella tuviera a alguien en quien no confiara.
—¿De verdad no me preocuparía? —susurró de nuevo. Recordó el temor que había sentido en Estambul cuando recibió la noticia de que dirigiría la excavación. Y, sin embargo, llevaba años esperando algo así, porque en las excavaciones en las que había participado nunca había temido aceptar responsabilidades y no había podido evitar pensar por todos los demás. Por fin había conseguido la oportunidad que tanto había deseado. Pero tenía miedo. Sus posibilidades de fracasar no eran mayores que las de cualquiera que dirigiese los trabajos en un yacimiento. Tenía los conocimientos necesarios y además una experiencia suficiente, pero de todas formas aquella primera excavación que dirigía le daba miedo. Por eso había llamado a su padre.
Salim Bey, al oír la voz tímida de su hija al teléfono, primero se asustó pensando que había ocurrido algo malo, pero al enterarse de la buena noticia, le embargó la alegría. «¡Ésta es mi hija! —dijo—. Siempre fuerte, siempre decidida, que siempre sabe lo que quiere. Siempre dándome motivos de orgullo. Tenemos que celebrarlo. Mañana nos vamos a comer pescado al Bósforo». Pero Esra no le había llamado para oír eso. Quería decirle que tenía miedo, que necesitaba su ayuda. Le dio vergüenza contarle sus preocupaciones después de tanto elogio y se limitó a darle las gracias. Pero en cuanto colgó el teléfono se echó a llorar.
Había sentido lo mismo cuando su padre se enamoró de Nilgün. Salim Bey quería irse de casa. Su madre, que se negaba a aceptar separarse del hombre con el que había vivido tantos años, planteaba todo tipo de problemas intentando alargar el asunto sin atreverse a decirle abiertamente que no se lo permitiría. Esra, a pesar de que le apetecía tan poco como a su madre, o quizá menos, que su padre se fuera, se tragó sus propios deseos e intentó que no se notara su disgusto ante tal situación. Incluso llegó a apoyar a su padre y a criticar a su madre.
Desde que era niña se había llevado muy bien con él, de hecho, cuando llegó a la juventud, se convirtieron en algo parecido a amigos. Su padre era apuesto, culto, tolerante, simpático. No compartía en absoluto las aprensiones de su madre ni tenía sus problemas. Por mucho que a veces ésta lo acusara de irresponsable, Esra se daba cuenta de que él miraba la vida desde mayor altura. Para ella era un maestro en el arte de vivir. Hablaban de filosofía durante horas y, después, o bien se iban al cine, o a un partido del Galatasaray provistos de sus bufandas rojas y amarillas. No, no es que la hubiera tratado como a un hijo varón, pero tampoco se comportaba con ella como si fuera una chica. Era su madre la que había querido educarla como correspondía a una niña. Cuando estaba con su padre, Esra se sentía más madura y más desarrollada que los demás y aquella diferencia la hacía feliz. Por esa razón, cuando supo que se había enamorado de otra mujer y que iba a abandonar el hogar, por mucho que lo sintiera, escogió apoyarle. Porque ella no era una joven normal y corriente como sus amigas. Aunque por dentro se sentía furiosa, le decía a su madre que fuera razonable y que no planteara dificultades. Sólo con la intención de demostrar su madurez, consintió en conocer a Nilgün, por la que en realidad sentía unos celos demenciales por haberle arrebatado a su padre y que, como mucho, tenía siete años más que ella, y la trató bien. A cambio de aquel maduro comportamiento su padre volvió a derramar todo tipo de elogios y repitió que su hija era única. «Esra es distinta. Es inteligente, lógica, madura, hábil, emprendedora y con una absoluta confianza en sí misma».
«¿De veras tenía entonces tanta confianza en mí misma? —pensó—. Quizá fuera una persona insegura desde el principio. A mi padre le parecía que yo era segura sólo porque eso era lo que él quería. Y yo intentaba ser así para que él me quisiera, para gustarle, para que me apreciara en lo que valía. Bien, ¿no se daba cuenta de que era todo lo contrario? ¿O es que cuando me decía que yo me ponía en el centro del mundo quería precisamente señalarme esa falta de confianza? ¿De verdad era así? Las dudas que sentía, ¿se ocultaban tras mi carácter emprendedor, tras el hecho de que siempre fuera capaz de reaccionar? O quizá fuera que desconfiaba del mundo… Por supuesto, ¿acaso no me dejó el hombre que más quería para irse con otra? Quizá, tras mis suspicacias y tras el hecho de que pretenda controlarlo todo, está el que mi padre nos abandonara. Sólo así, controlándolo todo, puedo sentirme segura… No, mujer, tampoco es para tanto, estoy siendo injusta conmigo misma. Los problemas a los que nos estamos enfrentando en la excavación son preocupantes. Cualquiera en mi lugar estaría nervioso y alarmado… Quizá Bernd no. Esa fría mirada suya de azul acero que te hiela la sangre en las venas no hay dificultad que la afecte. Vamos, mujer, si estuviera en la excavación Vartuhi, ya verías tú dónde acababa su sangre fría…»
Se incorporó en la cama inquieta. No tenía ningún sentido que se cansara con pensamientos tan absurdos. Había trabajo por hacer y debía ocuparse de él. Su mirada se deslizó hasta el teléfono móvil, en la mesilla de noche junto al paquete de tabaco. Lo cogió y marcó el número de la gendarmería. El soldado que respondió reconoció de inmediato su voz. Y se puso nervioso. ¿Es que los soldados también habían intuido que había algo entre ella y Eşref? Aunque no lo intuyeran, seguro que aquella comunidad de hombres sin mujeres rápidamente les habría emparejado, pensó avergonzada.
—¿Me puede poner con el capitán? —le pidió al soldado.
—Ahora mismo, mi capitán.
Le hizo gracia que el soldado la llamara «mi capitán» por error.
Tras una breve espera se oyó la voz de Eşref.
—¿Diga? ¿Esra?
—Hola, Eşref. ¿Cómo te va?
—Bien —contestó él. Su voz sonaba tan animada que la sorprendió—. ¿Y a ti?
—Estoy un poco preocupada. Han matado a Reşat Türkoğlu. Creo que no estamos seguros.
—No te preocupes, todo va bien.
El capitán estaba tan seguro de sí mismo que Esra se sorprendió aún más.
—¿Cómo? ¡Éste es el segundo asesinato con un día de intervalo!
—Créeme, tenemos la situación bajo control.
La sorpresa de Esra se convirtió en curiosidad.
—Por lo que se ve, hay novedades —dijo con la esperanza de que Eşref le diera alguna explicación.
—Sí, ten un poco de paciencia.
—Tener paciencia es fácil, siempre y cuando no nos pase nada.
—Confía en mí. Ya no hará daño a nadie.
—¿Habéis atrapado al asesino?
—Por favor, no me preguntes más —contestó él nervioso—. Pero te prometo que mañana se habrán acabado todas tus preocupaciones.
Esra comprendió que no le diría nada más.