—Eso que acaba de decir es algo vacío, totalmente impreciso. Por ejemplo, ¿y si le pidiera que renunciara a su profesión?
—Nunca me pediría algo así.
—Supongamos que sí.
—No lo haría, pero, si me lo pidiera, dejaría mi trabajo. No hay nada que no hiciera por ella.
—¿De verdad?
—Claro, en cierta ocasión participé en una manifestación en protesta por el genocidio armenio sólo por ella. Me da pánico la policía, pero cuando vi que cargaban sobre tres mujeres y que una de ellas era Vartuhi, me arrojé sobre ellos. Me llevé una buena paliza, me llevaron a comisaría y estuvieron a punto de expulsarme de la universidad. Pero nunca me he arrepentido, porque me convertí en un héroe ante sus ojos. Después de aquella manifestación empezó a quererme más.
Esra, viendo el brillo de decisión que aparecía en los ojos azules de Bernd mientras le contaba aquello, comprendió que era cierto. Pero no pudo impedir plantear una reserva.
—Que te quieran así es muy bonito, pero al mismo tiempo terrible.
—¿Por qué va a ser terrible?
—¿Y si mañana a Vartuhi le da por abandonarle?
—No. Ella me querrá mientras yo la quiera.
—¡Oh, vamos! Ni siquiera los hermanos siameses están tan sincronizados.
—Esto no tiene nada que ver con la armonía física, sino con el alma.
—Ya, seguro —dijo Esra con una mirada vacía—. Pero debo confesar que es algo que no entiendo.
Bernd la observó con curiosidad.
—Me sorprende usted. Por lo general, las mujeres no piensan así. Una de las pocas palabras mágicas de sus vidas es «amor».
—Tiene razón, el amor es muy importante para las mujeres. Y algunas creen en él de verdad. Y en vez de disfrutarlo, lo sufren, aunque hay otras que lo utilizan para manejar como quieren a su hombre… En fin, ésa es otra cuestión… En realidad, debería ser yo quien dijera que es su actitud la que me sorprende.
—¿Por qué?
Esra decidió tomarse la cosa a broma.
—Nunca habría supuesto que un alemán pudiera ser un amante tan entregado. ¿No tendrá algún antepasado francés, o latino, o algo así? ¿No tiene familia entre los alemanes que emigraron a Brasil?
Bernd también se echó a reír.
—Se ve que no ha leído
Las desventuras del joven Werther
de Goethe —le reprochó—. El mismo Goethe era un enamorado incurable. Para él el amor era un río en el que el alma se purifica.
Caminaba sin rumbo después de haber perdido a mi primer amor, a Ashmunikal, en el mismo momento de haberlo encontrado. Dejé atrás el templo y todo lo que me había dicho Walvaziti. Ashmunikal también debía quedar atrás. Debía borrar de mi mente su imagen, su olor, su sabor, su voz, debía olvidarla.
Fui al mercado y, pasando como un alma en pena por entre los vendedores, los esclavos y los compradores, llegué hasta el Muro de los Profetas y desde allí bajé hasta la Puerta del Agua. La crucé y llegué al Éufrates. El agua del anciano río estaba turbia de cieno y fluía con el color de la sangre. Avancé siguiendo su curso. Era como si mis pies se movieran por sí mismos acompañando al río y arrastrando mi cuerpo. Así seguí hasta llegar frente al islote al que mi abuelo Mitannuwa se había retirado durante tres días después de la muerte de Tunnawi, su primera esposa. Luego caí de rodillas y me eché a llorar. Me habían enseñado que no estaba bien que los hombres lloraran, pero mi dolor y mi rabia eran tan grandes que lo hacía sin que me importara. Estaba irritado con los dioses, con el rey y con Ashmunikal, aunque ella no tuviera ninguna culpa, y sobre todo estaba enfadado conmigo mismo. Lloré hasta desahogarme, hasta vaciarme de mi ira, hasta que se dispersó la negra pena de mi corazón. En cierto momento mi mirada se clavó en el islote que había frente a mí. Allí, en medio del río, me llamaba para que me alejara de mi destino como si fuera la enorme arca que salvó de ahogarse a Ur-Napishti el sumerio, a su familia y a sus animales mientras todos los demás seres vivos perecían en el Gran Diluvio. Quizá debía hacer como mi abuelo y huir al islote para refugiarme unos días en él. Pero aquello daría pie a que se conociera mi amor secreto. Y cuando el despiadado rey Pisiris se enterara de que yo estaba enamorado de su favorita Ashmunikal, sólo Teshup sabría cuál sería mi final. Por un lado, lamentaba la pérdida de mi amada y, por otro, me aterrorizaba pensar en la venganza del rey en cuanto se enterara del asunto. ¡Cómo me habría gustado que en ese momento estuviera conmigo mi abuelo Mitannuwa! Me habría dicho lo que tenía que hacer y me habría dado ánimos. Pero yo, el inexperto, cobarde y miserable enamorado Patasana, era incapaz de hacer otra cosa que no fuera llorar en silencio e intentar aplacar con mis lágrimas la tormenta de mi corazón. Aquel amor peligroso quedaría como un secreto entre el sumo sacerdote y yo. Confiaba en él y sabía que nunca se lo mencionaría al rey. En las ceremonias le demostraba respeto, pero yo dudaba de que le estimara. En cuanto a Ashmunikal, estaba seguro de que ya habría olvidado a un hombre tan torpe como yo. Me quedé sentado a la orilla del Éufrates hasta que oscureció y los lobos y los pájaros volvieron a sus madrigueras y sus nidos, y luego me sequé las lágrimas y regresé a la ciudad.
La luz insuficiente de los candiles disimulaba mis ojos hinchados de tanto llorar y mi madre no se dio cuenta de nada. En cuanto a mi padre, sobre su cabeza se cernía una nube tan negra que no estaba para ver, no ya la tristeza de su hijo, sino ni siquiera lo que tenía delante de sus ojos.
Ya hacía rato que había oscurecido, y el equipo de la excavación estaba cenando acompañado por la música monótona de los grillos.
—Ésta es la comida que llevaba días esperando —dijo Teoman hablando mientras engullía con apetito las berenjenas con carne picada—. Me encantan las berenjenas así.
La primera pulla le vino a Teoman de Murat, que empezaba a superar los efectos de la bronca que aquella mañana le había echado Esra.
—Vamos, Teoman, el otro día decías que tu comida preferida eran los huevos escalfados con ajo como los hacen en Esmirna.
—No te metas conmigo —le respondió con brusquedad Teoman, que era de allí. A veces Murat, que no sabía cuándo parar, acababa por molestarle de veras—. También me gustan los huevos escalfados, pero esto es otra cosa. ¿Sabes lo que más miedo me da en esta vida? Que cuando sea viejo los médicos me prohíban las berenjenas.
—En Estados Unidos las berenjenas se las dan a los caballos —ahora era Timothy quien se metía con el arqueólogo glotón.
En lugar de Teoman, fue Halaf, que se acercaba a la mesa con una cacerola de arroz, quien respondió al norteamericano:
—Vamos, Tim. La berenjena es la reina de las verduras. No es propio de ti que la desprecies. Por aquí se preparan de quince formas distintas.
Murat no daba crédito a lo que decía el cocinero.
—¡Qué exagerado eres, Halaf! ¿Cómo vais a hacerla de quince formas distintas?
—¿Por qué iba a exagerar? —dijo el cocinero dejando la cacerola de arroz en la mesa. Miró a Murat con los brazos en jarras—. Para que dejes de dudar de mi palabra, te las voy a ir diciendo y tú las cuentas: fritas, con carne picada, asadas, en caldereta, rellenas, picadas, en puré, a la
baba hannuç
, a la
mıcırık aşı
, estofadas, frías con verduras, con almáciga, encurtidas, en mermelada y «el huésped judío». ¿Son quince?
—Sí, pero no entiendo eso del «huésped judío».
—¿Y qué hay que entender? Es el nombre de un plato.
Teoman también miró al cocinero con ojos incrédulos.
—No te lo tomes a mal, Halaf. Pero a mí tampoco me parece un nombre muy convincente.
—Pues para que me creáis, os voy a dar la receta —y empezó a explicársela—. Cortas las berenjenas en cuatro y las apartas. En una sartén salteas la carne picada con la cebolla, le añades salsa de tomate y agregas las berenjenas. Después de que se hagan un poco, echas trigo cocido y lo cueces todo como si fuera arroz. Y ya tenéis el huésped judío.
Murat no supo qué responder. Pero Teoman, mientras se tragaba encantado un bocado, comentó:
—No sé yo las del huésped judío, pero las berenjenas con carne picada es una de esas comidas a las que no puedo renunciar desde la primera vez que las probé. Y mi madre las cocina como para chuparte los dedos.
—¿Qué? —atacó Halaf—. ¿Que están malas las mías?
—No, hombre —contestó Teoman antes de llevarse a la boca un enorme trozo que había ensartado en el tenedor—. ¿Quién dice eso? Las tuyas también están deliciosas.
—De verdad que sí —añadió Kemal, que nunca había conseguido llevarse bien con el cocinero—. Enhorabuena, Halaf.
Era la primera vez que le oía un elogio desde que habían comenzado las excavaciones, y el cocinero miró al joven arqueólogo como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Pero no olvidó contestarle:
—Que aproveche.
Tampoco a Esra se le escapó el comentario de Kemal. ¿Habría servido para algo su conversación o qué? No era la única que pensaba de aquella forma, también Elif se había dado cuenta de que esa tarde Kemal se había comportado con corrección. No obstante, estaba tensa cuando fueron a nadar al Éufrates. Pensaba que de nuevo la miraría con desaprobación, echándole en cara que se hubiera puesto aquel bañador. Pero él no pareció notarlo, no le prestó demasiada atención a Elif y, en su lugar, se dedicó a bromear con Murat y Teoman. «Espero que por fin me deje tranquila», pensó la joven mientras miraba de reojo a Timothy. Kemal se dio cuenta de que observaba al americano, pero también prefirió ignorarlo.
—¿Qué tal estaba el agua? —preguntó Timothy.
—Estupenda —contestó Murat—. Aunque la verdad es que Teoman todavía no ha conseguido nadar a «la doble pala».
Halaf les había enseñado ese sistema al que llamaban «la doble pala», que era como nadaban los niños de la región; se llevaban los brazos bajo el vientre y pataleaban a toda velocidad en la superficie del agua. Así levantaban una espuma parecida a la que producían las palas de los vapores de rueda. Pero, a pesar de los esfuerzos de Halaf en explicárselo, ninguno de los miembros del equipo había logrado dominar el estilo.
—Deberíais hablar por vosotros mismos —dijo Teoman alargándose hacia la cazuela de arroz—. Yo por lo menos avanzo unos metros. Kemal y tú ni siquiera sois capaces de manteneros a flote.
—¿Tú no lo has probado? —preguntó Bernd volviéndose a Elif.
—No —contestó la joven—. La verdad es que no nado bien; si intentara hacer «la doble pala» o algo así, seguro que me ahogaría.
—Yo también creo que es mejor que no pruebe —Halaf, que permanecía de pie, apoyó a la joven—. Las mujeres no pueden nadar a «la doble pala».
A Esra le alegraba que el equipo hubiera reencontrado su antigua alegría.
—Pues yo sí puedo nadar así —intervino.
—Con el debido respeto, usted lo hace como Teoman Bey. Con suerte, avanza un metro y luego sigue nadando como mejor sabe.
—Seguid de broma, si queréis, pero la abuela Hattuç ha visto a Esra y a Elif bañándose, y ayer se me estuvo quejando: «Teoman, hijo, ¿no es un pecado que estas chicas se metan medio desnudas en el agua?», y ese tipo de cosas.
—Vaya por Dios —dijo Esra. Se le había aguado la fiesta—. Deberemos tener más cuidado.
Como siempre, Halaf intentó tranquilizarles.
—Tampoco es para tanto. Yo creo que la abuela Hattuç lo hizo para tirar de la lengua a Teoman. Tiene televisión en casa y se pasa el día viendo series brasileñas.
—De todas maneras, será mejor que no nos vean bañándonos —insistió Esra. Todos en la mesa se callaron en cuanto se puso seria.
Durante un rato no se oyó otro sonido que el de los tenedores contra los platos. Mientras Halaf se llevaba la fuente vacía a la cocina, la jefa de la expedición volvió a tomar la palabra.
—Hay dos cuestiones de las que tenemos que hablar esta noche —su voz seguía sonando seria. Era la señal de que había comenzado la reunión. Exceptuando los días de fiesta, todas las noches, durante la cena o inmediatamente después, se hacía una evaluación del día y se hablaba un poco del trabajo del día siguiente—. La primera es muy importante —continuó mirando a cada uno de sus compañeros, que ya estaban acabando de cenar—. Como sabéis, el Instituto Arqueológico Alemán solicitó anunciar la existencia de las tablillas de Patasana mediante una conferencia de prensa internacional. Dicha solicitud fue aceptada tanto por la universidad como por nosotros, los responsables de esta excavación. La conferencia de prensa se hará el miércoles.
—¿No es demasiado pronto?
Era Kemal quien había expresado la objeción.
—Yo creo que no —respondió Bernd—. Al fin y al cabo, tampoco vamos a describir en detalle todas las tablillas que hemos encontrado. Les enseñaremos algunas a los periodistas y les explicaremos por qué son importantes.
Esra apoyó aquel punto de vista.
—No es posible retrasar la fecha. No nos queda otro remedio que estar preparados para el miércoles.
Interpretó el silencio de los de la mesa como una confirmación de que todos estaban de acuerdo.
—En la rueda de prensa hablaremos Tim, Bernd y yo —continuó—. Quiero especialmente que Tim y Bernd estén presentes porque va a venir la prensa internacional. Así subrayaremos el carácter supranacional de la excavación y podremos responder en su propia lengua a los periodistas que hablen inglés o alemán.
—Me parece una decisión muy adecuada —dijo Teoman—. ¿Dónde vamos a hacerla?
Murat se lanzó con su precipitación habitual.
—Hagámosla en la ciudad antigua, en medio del templo.
Timothy miró a Murat con una sonrisa indulgente.
—Ya sé que quieres impresionarles, pero me temo que no va a ser posible. La experiencia que tengo me ha enseñado que en las conferencias de prensa al aire libre los periodistas se distraen enseguida y empiezan a prestar más atención a los restos que a lo que se está diciendo. Por eso debemos hacerla en algún sitio cerrado.
—Entonces, el lugar más obvio es el salón del hotel de cinco estrellas de Antep —dijo Bernd—. Tiene aire acondicionado, además de todo tipo de comodidades. Con este calor sería imposible mantener a los periodistas encerrados de otro modo.
—Tienes razón, pero ¿no querrán ver la ciudad antigua?
—Eso ya está pensado. Les traeremos aquí en unos autobuses de alquiler después de la conferencia de prensa, así podrán darse una vuelta por la ciudad antigua y tomar fotos de los restos.