La Tumba Negra (28 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La Tumba Negra
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Mientras tanto, tampoco se olvidó al Imperio asirio. Para dar la impresión de que todo estaba tranquilo en nuestro reino y prevenir que el despiadado Tiglatpileser sospechara y lanzara un ataque repentino, se pagaron con regularidad los impuestos y se le enviaron valiosos regalos. Pero aquello no sería suficiente y nuestra pequeña ciudad no se salvaría de la cólera del cruel Tiglatpileser debido a la ambición de nuestro joven rey.

Yo, por aquel entonces ofuscado por el amor de Ashmunikal, me enteraría de todo aquello mucho más tarde.

16

Esra, sin poder enterarse de lo que estaba pasando, era incapaz de apartar su pensamiento de los disparos que habían oído a la altura de la aldea. Podía telefonear a la comandancia, pero ¿qué podían saber los que estaban allí? Y además Elif se retorcía de dolor. Cuando, después de cruzar con el todoterreno las angostas y veteranas calles de Antep, llegaron al edificio de piedra del Hospital Americano, que tenía el nombre de Azariah Smith y que se levantaba en lo alto de una colina, las convulsiones de Elif eran muy frecuentes. Afortunadamente a Timothy se le había ocurrido llamar a David, el director médico. A pesar de que ya eran las diez de la noche, el hombre había acudido al hospital. Fue él quien se ocupó de examinarla. Al ver las caras de Esra y Kemal, blancas como la cal, se acercó a ellos con una sonrisa rebosante de esperanza.

—No hay nada que temer. Por lo general, el veneno de los escorpiones de Turquía no es mortal. Pero puede ser peligroso si la paciente es alérgica. Le he inyectado un antialérgico antes de ponerle el suero. Así que, como ven, todo va bien.

—Me siento mal —gimió Elif a pesar de las tranquilizadoras palabras de David.

Sus amigos miraron al médico buscando una respuesta.

—¿Puede ser una reacción alérgica tardía? —se preguntó a sí mismo el médico. Sonrió al ver la preocupación en los ojos de los amigos de la paciente—. No se asusten, su vida no está en peligro. Pero es mejor que la tengamos en observación. Que pase aquí esta noche y puede que también la de mañana.

—Haga lo que sea necesario, doctor —dijo Esra—. Cualquier cosa.

—No se preocupen, ya está hecho. Sólo que tendremos que esperar a que pase el efecto del veneno. Y eso puede llevar varias horas. Ustedes se quedarán aquí, ¿no?

—Sí, no podemos dejarla sola —dijo Kemal.

—Entonces le buscaremos a nuestra paciente una habitación con tres camas para que puedan hacerle compañía.

En la mirada de Esra apareció una expresión de agradecimiento.

—Sería perfecto. Muchas gracias por su ayuda.

—De nada, es nuestro deber.

Los ojos azules de David recordaban a los de Bernd, pero no tenían su frialdad. A pesar de tener la misma edad que Timothy, había perdido pelo prematuramente, lo que le dejaba al descubierto una amplia frente. Una barba corta, muy apropiada para sus huesudos rasgos, junto con unas gafas de montura de oro y una mirada luminosa le daban un aspecto de intelectual.

—Disculpe, pero con los nervios no nos hemos presentado —dijo Esra extendiendo la mano—. Yo…

El médico completó la frase.

—Usted debe ser Esra. Yo soy David. Tim me ha hablado de usted. Pero, para que voy a mentirle, no esperaba encontrarme a una mujer tan guapa.

Esra enrojeció un poco.

—Gracias, también a mí me ha hablado de usted.

—Y yo soy Kemal —dijo respetuosamente el joven arqueólogo, aunque por dentro pensaba: «Se nota que es amigo de Tim, al muy bestia enseguida ha empezado a hacérsele la boca agua con Esra».

—Encantado —contestó David con toda sinceridad—. Vengan, pasen a mi despacho. Si quieren, puedo ofrecerles algo.

Aquella sugerencia no le hizo la menor gracia a Kemal.

—Yo me quedo. Puede que Elif necesite algo.

El médico no insistió.

—Por lo que se ve, el joven no quiere separarse de nuestra paciente —se limitó a decir—. Venga usted conmigo.

El pasillo estaba muy tranquilo, dos enfermos charlaban en la puerta de acceso y una enfermera recorría las habitaciones llevando una bandeja con medicinas.

—¿Qué hace Tim? —preguntó el médico—. No hemos podido hablar tranquilamente por teléfono. Estaba muy asustado y no hacía más que pedirme que viniera al hospital… Hace mucho que no nos vemos. Está bien, ¿no?

—Bien, bien —contestó Esra. Estaba pensando que debería llamar a sus compañeros, pero aquello no le impidió responder al médico—. Ahora está muy ocupado, está descifrando las tablillas hititas que hemos encontrado.

—Eso debe ser, o no habríamos perdido el contacto. En realidad, debería enfadarme con usted por haberme arrebatado a mi amigo.

—Podrán verse después del miércoles. Para entonces tendremos menos trabajo.

Subieron al segundo piso por las escaleras de piedra. El cuarto que había junto a las escaleras, modesto pero amplio, era el despacho de David.

—Pase, siéntese aquí —dijo el americano antes de sentarse él tras su escritorio.

Mientras Esra se acomodaba en el sillón que le había indicado, su teléfono móvil empezó a sonar. Respondió de inmediato.

—¿Diga? ¿Tim, eres tú? Ya estamos en el hospital. Sí, tu amigo el doctor nos ha ayudado mucho… ¿Elif? Ahora está mejor, pero esta noche se quedará ingresada y quizá también mañana. No, no; no hay nada que temer. Esta noche nos quedaremos con ella. Te quería decir una cosa, es que al venir oímos disparos… Sí… ¿Sabéis qué ha sido? ¡No me digas! Sentía mucha curiosidad. Entonces llamaré al capitán en cuanto pase un rato. Puede que nos cuente qué ha ocurrido… Oye, ¿te importaría ir mañana a la excavación? La verdad es que todos saben lo que tienen que hacer, pero si estás tú con ellos, mejor. Muchas gracias. Ya hablaremos mañana. Adiós, saludos para todos… Muy bien, se lo diré. —Colgó y, mientras guardaba el teléfono en el bolso, le dijo a David—: Le manda muchos recuerdos.

En la cara del médico apareció una expresión de curiosidad.

—¿Qué ha pasado? ¿Ha habido algún combate?

—No lo sabemos exactamente. Oímos disparos.

—Se han cometido dos asesinatos en tres días. Lo hemos visto en las noticias. ¿Quién ha sido?

—Nosotros tampoco lo sabemos.

—Mi padre me estaba diciendo que hace setenta y ocho años se cometieron asesinatos parecidos.

Las agotadas pupilas de Esra cobraron vida.

—¿Cómo?

—Mi padre me estaba diciendo que hace años mataron a dos hombres de igual manera en esta misma región.

—Teniendo en cuenta que habla de algo que pasó hace setenta y ocho años, su padre debe ser bastante mayor.

—Nicholas, mi padre, tiene noventa y cinco años. Pero tiene la mente y la memoria muy claras. Fue director médico del hospital antes que yo.

—Bueno, ¿y quién era ese asesino de hace setenta y ocho años?

—Por desgracia, tuve que venir al hospital urgentemente y no me dio más detalles.

—Pero puede que sea muy importante.

—¿Me está diciendo que puede haber alguna relación entre los crímenes de estos días y los cometidos hace setenta y ocho años? —dijo David intentando comprender.

—Es posible. ¿Puedo hablar con su padre?

—Por supuesto. Se pondrá muy contento. Hace poco uno de su equipo, Bernd… —no estaba seguro—. Bernd, ¿no? El alemán…

—Sí, se llama Bernd —respondió Esra mirándolo con curiosidad.

—Bien, pues él fue a verle. Había oído a Tim hablar de mi padre. Le preguntó cosas relacionadas con los sucesos de los armenios a principios de siglo.

«Este Bernd está obsesionado con lo de los armenios —pensó Esra—. No para de hablar del tema con todo el mundo. Algún día, el muy cretino, se meterá en problemas».

—Y mi padre le contó todo lo que sabía —continuó explicándole David—. El viejo se pasó una semana sonriendo. Cuando uno es mayor, levanta mucho la moral sentirse útil. De todas formas, aunque en esta ocasión se negara a conversar con usted, yo podría convencerle. Pero no creo, a mi padre le gustará mucho hablar con una mujer tan guapa.

—Gracias —respondió Esra. No estaba muy segura de si el médico se lo había dicho como un cumplido o porque era algo que realmente aumentaría sus posibilidades de hablar con su padre.

—¿Se da cuenta? Nos hemos puesto a hablar y ni siquiera le he preguntado si quiere tomar algo. Eso está muy feo, aquí, en Antep. Hay que cuidar bien a los invitados.

—Muchas gracias, algo frío…

—¿Qué le parece un té helado? Por aquí no lo toman mucho, pero en mi opinión es lo que más refresca.

—Muy bien —contestó Esra. Una vez que David hubo pedido que les llevaran los tés, susurró como una niña que quiere que le disculpen su travesura—. No quiero molestarle, pero ¿puedo fumar?

—En el pasillo no se puede, pero aquí sí. No se preocupe, yo también me fumo algún puro después de comer. Uno no se puede librar tan fácilmente de la maldición india.

Esra le lanzó una mirada de incomprensión.

—¿No ha oído la leyenda? —le preguntó el médico—. Cuando les quitamos las tierras a los indígenas, ellos nos maldijeron con el tabaco. Y desde entonces continúa la maldición.

Esra encendió el cigarrillo riendo.

—¿No se aburre aquí? —preguntó después de dar una calada.

—¿Cómo iba a aburrirme? He nacido aquí. Esta ciudad me preparó para la vida. Como los niños de aquí, he jugado al trompo y al burro en la calle y me he bañado en el arroyo Alleben a escondidas de mi padre, he ido a cazar pájaros en el bosque con el tirachinas en la cintura, he andurreado por los corredores de la fortaleza antigua y por las cuevas que hay en los alrededores de la ciudad, he puesto a prueba mi valor y he corrido en pos de aventuras. Luego crecí y me fui a América, a Houston, para estudiar medicina. He visto las grandes metrópolis de Europa y Asia, he visitado ciudades pequeñas, he conocido distintas culturas. Pero nada me provocaba la misma emoción que Antep, tan parecida a la inocente y tímida sensación del primer amor. Así que, como ve, al final volví aquí.

Esra encontró cómico el poético discurso de David, pero no se lo hizo notar.

—Y su padre, ¿no echa de menos Estados Unidos?

—Él también nació aquí. El anterior director del hospital era mi padre, y el anterior a él, mi abuelo Christian. Nuestra familia lleva tres generaciones viviendo en esta ciudad. Aquí están las tumbas de mi abuela, de mi madre y de mi hermano.

Esra sacudió la ceniza del cigarrillo en el cenicero de mármol que había sobre la mesita y dijo sorprendida:

—No sabía que el hospital fuera tan antiguo.

—Sí que lo es, aunque no tanto como para entrar en su especialidad —le explicó David—. Fue fundado por los misioneros americanos que llegaron a la ciudad en 1878.

—El nombre que hay en la puerta…

—¿Azariah Smith? Estudió en Yale y fue uno de los primeros médicos que vino a Antep, entonces Ayıntap.

—¿En Yale? En la misma universidad que nuestro Tim.

—Sí, pero creo que Azariah Smith vino en 1874. Por desgracia, poco después murió de una enfermedad grave, el tifus, pulmonía o algo así. Le pusieron su nombre al hospital en su memoria.

Esra estaba a punto de hacerle otra pregunta cuando llamaron a la puerta. Entró un celador con los tés y después de servírselos preguntó con una educación exquisita:

—¿Desea algo más, señor?

—Tenemos un invitado que acompaña a la paciente de la habitación siete. Mira a ver si él quiere algo.

Esra volvió a retomar el hilo de la conversación en cuanto se fue el celador.

—Disculpe mi ignorancia, pero ¿por qué creyeron los americanos que era necesario abrir aquí un hospital?

David dio un trago a su té helado.

—Para propagar la fe protestante —le explicó—. A principios del siglo pasado ciertos religiosos americanos pusieron en marcha un movimiento llamado el Gran Despertar para extender por todo el mundo el protestantismo. Su objetivo era entrar en contacto con la gente abriendo instituciones de caridad y centros sanitarios y educativos en los países a los que iban para así difundir la religión. Ese mismo objetivo tenía nuestro hospital cuando se fundó.

—Pero ya no son misioneros, ¿verdad?

—No, no —el médico sacudió la cabeza—. Ahora sólo somos una institución que presta servicios sanitarios. Aquí, entre nosotros, la verdad es que la religión y yo no somos muy compatibles. Aunque no sea ateo como Tim, tengo serias dudas sobre la existencia de un dios como el del que habla la Biblia.

—¿No tiene Tim creencias religiosas?

—No, por supuesto que no. ¿Nunca se lo ha contado? Por lo que se ve, no han tenido tiempo de hablar de ustedes mismos entre tanta discusión sobre los dioses hititas.

Esra apagó el cigarrillo en el cenicero de mármol.

—En efecto —y luego añadió sacudiendo la cabeza—: Pero la verdad es que me sorprende que Tim sea ateo.

—¿Por qué? ¿Le ha dado la impresión de ser un hombre religioso?

—No, claro que no, pero, qué sé yo, me sigue resultando extraño.

—Tiene razón, es extraño, pero es el ateo más honesto que hay en el mundo. Puede que también entre los creyentes haya algunos tan honestos y que sean tan buenas personas como él. Mi abuelo Christian era así. De hecho, en parte Tim me recuerda a él. Pero mi abuelo tenía en su honestidad y en el hecho de ser bueno una faceta oportunista que calculaba el premio en el otro mundo. Aunque no fuera muy a menudo, a veces no podía evitar referirse a los castigos divinos. Y, aunque no se lo confesara a nadie, sentía una cierta suspicacia hacia los que no eran protestantes. En Tim no he visto prejuicios parecidos. El que haya elegido ser honesto, aunque no crea en Dios ni en el otro mundo, hace más valioso su comportamiento.

—Mi padre piensa como usted —dijo Esra después de darle un pequeño trago a su té helado—. Dice que el hecho de que los hombres puedan ser buenos sin temer los castigos del infierno es el primer paso hacia una civilización superior.

—Y yo estoy de acuerdo con él. En mi opinión, Tim es una de las primeras personas que crearán esa civilización.

Esra no se opuso a su opinión, aunque la encontró un tanto exagerada.

—Por lo que se ve, le tiene mucho cariño —susurró.

—Quizá no me crea, pero no he conocido a nadie como él. Y eso que he viajado bastante por el mundo. He vivido en Norteamérica, estuve dos años en París. Incluso fui a Katmandú una temporada. Como puede suponer, he conocido a mucha gente, pero a nadie que se pareciera a Tim. Un hombre de ciencia muy serio, pero también muy sociable, al que le gusta sentarse en un café de pueblo con cualquier peón y estar horas hablando con él.

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