—Tenemos que recibirles como es debido —dijo Esra con expresión pensativa—. ¿Nos ayudará el alcalde?
—Sí —respondió de repente Halaf, que había regresado de la cocina—. Si se lo piden, el alcalde Edip Bey les ayudará encantado.
—¿Seguro? Cuando llegamos, lo primero que nos dijo fue que sus recursos eran limitados y que no podría ayudarnos.
—Eso fue porque le dio miedo que le echaran encima todo el trabajo al ayuntamiento. Pero se tranquilizó en cuanto vio que no tenían esa intención. Le habla a todo el mundo de usted como ejemplo de mujer turca moderna y kemalista. Y además viene la prensa, ¿cómo va a dejar Edip Bey que se le escape una oportunidad así?
Esra sacudió la cabeza sorprendida.
—Mira tú. Bien, entonces hablaré yo con Edip Bey.
—¿De qué partido es Edip? —preguntó Teoman como si aquello tuviera alguna relación con lo que estaban hablando.
Por la ancha cara de Halaf se extendió una sonrisa traviesa.
—No es de ningún partido. Siempre apoya a los que llegan al poder. Planta la tienda donde llueve.
—¿A nosotros qué nos importa de qué partido sea el buen hombre? —Esra interrumpió aquella conversación que consideraba irrelevante—. Vamos a la segunda cuestión: hoy, en el templo, hemos encontrado un lugar que suponemos que se trata de la sala de las ofrendas. Los ladrones sacaron de allí las estatuillas. Me gustaría que la excavación se centrara en ese lugar durante un tiempo.
—Tiene lógica —dijo Bernd—. Quizá encontremos hallazgos interesantes.
A Teoman, que pensaba que desde que habían hallado las tablillas de Patasana no se le prestaba bastante atención a la excavación del templo, la propuesta le molestó.
—Yo creo que debemos seguir excavando el interior del templo. No vamos a cambiar de lugar sólo por un par de hallazgos.
Kemal no comprendió la insistencia de su amigo.
—Los ladrones se hicieron con piezas importantes, ¿qué puede tener de malo que cavemos nosotros allí? —preguntó.
—Hablas como si nunca hubieras estado en una excavación, Kemal —contestó Teoman—. Si empezamos a trabajar en la sala de las ofrendas, quién sabe cuántos días podemos pasarnos allí.
—Pero la excavación del templo también puede durar varios meses —intervino Murat con un tono muy natural.
Las palabras del estudiante fueron la gota que desbordó el vaso.
—Sólo faltabas tú —estalló Teoman—, no hace ni dos días que te uniste a la excavación y ahora resulta que eres un maestro.
Si cualquier otro lo hubiera dicho, a Murat no le habría ofendido tanto, pero Teoman era una de las personas con las que mejor se entendía de todo el equipo. Sin saber qué decir, le miró con los ojos llenos de lágrimas y luego se levantó de repente de la mesa y se alejó a toda velocidad.
—¿Qué has hecho, Teoman? —dijo Elif echando a correr tras Murat.
En la mesa pareció levantarse un viento helado. Esra era quien más lo sentía por Murat. Aquella mañana ella le había hablado con mucha dureza, y antes de que se le pasaran los efectos de su reprimenda, Teoman hería su amor propio delante de todo el mundo. Nadie era capaz de soportar tanto en un solo día. Se volvió hacia Teoman, y estaba a punto de decirle que se había excedido con el pobre muchacho cuando oyeron que Elif gritaba.
—¡Ay! Algo me ha picado en el pie.
Los de la mesa miraron sorprendidos a la joven, que apenas se había alejado unos metros. No podían ver qué era lo que había ocurrido exactamente. El primero en reaccionar fue Kemal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó saltando de la mesa.
Elif andaba a la pata coja sosteniéndose el pie derecho.
—Siento una quemazón en el dedo gordo, calor…
Los demás se acercaron a ella detrás de Kemal.
—¿Has visto qué ha sido lo que te ha picado?
—No —contestó la joven—. No he podido ver nada.
Elif se apoyó en Kemal mientras el resto de sus compañeros la rodeaban.
—Me arde el pie —empezó a gemir. El último en incorporarse al grupo fue Halaf. Buscando por el sendero con una linterna encontró lo que había picado a Elif. Era un escorpión amarillo que se movía a toda velocidad para esconderse entre los matojos cercanos.
—¡Aquí está! —gritó—. ¡Vaya por Dios, es amarillo! ¡Son muy venenosos!
Cuando los otros se acercaron curiosos a mirar el escorpión, que había intentado retroceder nervioso por la luz de la linterna, Halaf ya le había plantado encima su enorme pie derecho. Después de asegurarse de que estaba bien aplastado bajo su zapato, levantó el pie. El cuerpo del escorpión yacía hecho pedazos en la tierra.
—¡Mira, mira! ¡Todavía mueve la cola! —dijo Halaf volviendo a pisarlo. Tras asegurarse de que lo había matado del todo se acercó a Elif. El enrojecimiento del dedo gordo se veía incluso a la tenue luz de la linterna.
De inmediato, como si tuviera mil años de experiencia como médico, el cocinero les explicó lo que tenían que hacer.
—Hay que abrir con un cuchillo el sitio donde le ha picado y chupar el veneno.
—No digas tonterías —dijo Esra volatilizando el entusiasmo del joven—. Tenemos que ir de inmediato al hospital.
—Halaf tiene razón —se atrevió a decir Tim.
—No, nos la llevamos al hospital —le contradijo Kemal. De repente reapareció la vieja enemistad—. Vamos por el todoterreno y pongámonos en marcha ya —luego se volvió hacia Elif y le preguntó—: ¿Puedes andar o te llevo en brazos hasta el coche?
Ella indicó que podía caminar con una inclinación de cabeza. Pero Tim no se había quedado tranquilo.
—¿Voy con vosotros? —preguntó.
—No hace falta —le replicó Kemal—. Ya la llevo yo.
—El director médico del Hospital Americano es amigo mío —insistió Timothy.
—¡Te he dicho que no te necesitamos! —gritó Kemal.
—No me grites —respondió Tim agarrándole por las solapas y alzándolo en el aire con sus fuertes brazos.
Había cogido desprevenido a Kemal, que no se esperaba una reacción parecida. Pero no era él el único sorprendido. Todos, incluso Elif, olvidada del dolor, observaban la escena. Cuando el americano se dio cuenta, dejó a Kemal, como si se hubiera quemado con fuego.
—Lo siento mucho —murmuró—. He perdido la cabeza por un momento.
—Si no tuviera que llevar a Elif al hospital, ya te enseñaría yo —respondió Kemal furioso.
—Lo siento —repitió Timothy—. Ha sido sin querer.
También a Esra le había sorprendido su reacción. ¿Qué le había pasado a aquel hombre siempre tan comedido? En fin, ahora no era el momento de pensar en eso. Había que llevar a la joven al hospital lo antes posible. Se acercó a Kemal, que ya se encaminaba al todoterreno con Elif.
—Yo voy con vosotros. Tú solo no podrás.
Kemal no se opuso. Mientras el joven caminaba hacia el coche, Timothy se acercó a Esra.
—Llévala al Hospital Americano —dijo con voz avergonzada—. David, el director, es un conocido mío. Os ayudará si vais de mi parte.
Era evidente que estaba muy arrepentido. Probablemente había perdido la cabeza por un instante. Esra le rozó la mano agradecida.
—Gracias.
Introdujeron a Elif en el vehículo, y con la ayuda de Esra, pudo recostarse en el asiento de atrás. Tenía en la cara una mueca de dolor y se sostenía el pie con ambas manos, como si temiera rozarse con algo y que le hiciera daño.
—Me duele mucho —se quejaba sin cesar.
Mientras Kemal ponía en marcha el motor, Esra gritó a sus compañeros por la ventanilla del coche:
—Os daremos noticias lo antes posible.
El todoterreno se sumergió en la oscuridad mientras los que quedaban atrás lo miraban alejarse preocupados.
—Me arde el pie —dijo Elif—. Quizá lo sienta más fresco si lo saco por la ventanilla.
—No creo que sea una buena idea —respondió Esra.
—Por favor, me duele mucho.
Kemal no pudo soportarlo más.
—Sácaselo un poco. Quizá esté más cómoda.
—Muy bien. Trae aquí, alarga el pie. Pero no lo vamos a sacar mucho. No se te vaya a enganchar con algo.
La joven, ansiosa, extendió la pierna, como si de aquella manera fuera a acabar con el dolor.
—Así estoy mejor —susurró al sentir el aire.
Esra estaba buscando algún apoyo blando para que Elif pudiera descansar el pie sin que le doliera cuando el silencio de la noche se vio interrumpido por sucesivos disparos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kemal.
—Están disparando —le contestó Esra. Y apoyando el pie de su amiga en su brazo, añadió—: ¿No será una boda o algo así?
—No parece una boda —dijo él—. Es como si estuvieran peleando.
A Esra se le vino a la cabeza su conversación con el capitán. «No te preocupes, mala hierba nunca muere», le había dicho Eşref. ¿Habrían atrapado al asesino?
—Tienes razón, están luchando —susurró—. ¡Espero que no nos hayamos metido en medio!
—No lo creo —dijo Kemal—. En ese caso, habrían cortado el camino y ya nos habríamos dado cuenta.
A pesar de su afirmación, no pudo impedir pisar el acelerador. A la luz de la luna llena en ascenso el camino de asfalto corría a toda velocidad bajo ellos, y los árboles y los campos vacíos pasaban engullidos por los meandros del río, que aparecían de vez en cuando para desaparecer un segundo después. El sonido de los disparos ahora les llegaba desde más cerca. Al parecer, el combate había surgido en la aldea de Göven, junto a la cual estaban pasando. «La aldea en la que mataron a Reşat Agá», pensó Esra. El lugar estaba a unos quinientos metros del camino de asfalto. En cuanto se alejaron de Göven, el ruido de los disparos se atenuó.
Así que, cuando el capitán le había dicho que al día siguiente se lo explicaría todo, se refería a la redada de esa noche. Estaba claro que pensaba atrapar al asesino. Quizá había creído que no se resistiría. Sin embargo, todavía se oían los estampidos de las armas. La poseyó la inquietud. ¿Y si herían a Eşref en el enfrentamiento? «No, mujer, es un soldado veterano».
Parecía que el sonido de los disparos hubiera conseguido que Elif se olvidara de su dolor. Miraba el paisaje que aparecía más allá tan desconcertada como alguien en estado de
shock
, intentando comprender lo que estaba ocurriendo. Pero en cuanto se le pasó el efecto del desconcierto, volvió a sentir aquel dolor ardiente que se extendía desde el pie por todo su cuerpo. Esra intentaba tranquilizarla mientras, por otro lado, pensaba qué pasaría si Eşref moría. ¿Por qué iba a morir? ¿Quién sabía en cuántas operaciones como ésa habría participado? Y, además, no creía que atacaran sin tomar precauciones si habían rodeado a los otros. Pero, a pesar de sus razonamientos, era incapaz de sentirse tranquila, y mientras observaba a la joven gimiendo, tenía la mente en Eşref, esperando que se apagara el ruido de los disparos. Pero no dejaban de sonar y a ella no la abandonaba la inquietud.
El rey Pisiris inquietaba a mi padre. No se parecía en absoluto a los soberanos que le habían precedido. No era indeciso y cobarde como Astarus, ni valiente y sabio como Kamanas. Pisiris era ambicioso, astuto y rudo. Gracias a aquellas cualidades, en poco tiempo se convirtió en el soberano indiscutible de la ciudad. Pero la ciudad, aquel pequeño reino, no le bastaba a Pisiris. Los arameos, cada día más numerosos en ella y, como los asirios, de la estirpe de Sem, con sus actividades cotidianas, molestaban profundamente a Pisiris, que se torturaba pensando que algún día los asirios entregarían a los arameos las llaves de la ciudad. Soñaba con refundar el gran reino hitita. Pero, aparte de la dificultad de reunir a los reinos hititas, que vivían fraccionados en pequeñas ciudades, era estúpido pensar que el imperio asirio, bajo cuya soberanía vivíamos, haría oídos sordos. No obstante, el ambicioso Pisiris estaba muy lejos de comprender aquella realidad. Como creía poseer toda la sabiduría del mundo, nunca prestó atención a los consejos de mi padre. Y mi pobre padre, impotente ante la ambición del joven rey, intuía el desastre que se aproximaba, pero no podía hacer otra cosa que retorcerse de desesperación.
Pisiris creía que la historia era tan simple como el juego de damas, que nuestros ancestros habían aprendido de los egipcios. Eso le llevaba a caer en el error de pensar que podría levantar de nuevo un gran imperio a base de pequeñas astucias. Pero en el juego de damas las fichas son algo inmóvil y sólo pueden ir a la casilla a la que tú las mueves; en cambio, los reyes que nos rodeaban eran al menos tan inteligentes como Pisiris, estaban dispuestos a velar por sus propios intereses y tenían más experiencia.
Nuestro soberano estaba seguro de que Teshup, dios de la tormenta en el cielo, su esposa Hepat, diosa del sol, y sus hijos Sharruma y la diosa Kupaba estaban de nuestro lado, porque eso era lo que le decían sus sueños y los augurios que consultaba. Sin embargo, los asirios tenían dioses tan poderosos como Assur, Enlil, Asmas e Ishtar, diosa del cielo y la tierra. Pero Pisiris, embriagado por el entusiasmo de sus sueños, olvidaba esas realidades y, paso a paso, iba poniendo en práctica sus maquinaciones.
Se escribían cartas y acuerdos en medio de un gran secreto. Las primeras cartas se enviaron a soberanos de pequeños reinos hititas como Unqi, rey de la antigua Hattina y ahora Amq; Panammu, rey de Sam; Tarhulara, rey de Gurgum; Allumari, rey de Milidia; Kushtashpi, rey de Kummuh; Urikki, rey de Que, o Washshurme, rey de Tabal. Se intentaba medir las reacciones de todos aquellos reinos que vivían bajo la presión asiria. Pero las respuestas que se recibían eran extremadamente cautelosas. Aquellos reinos, cuyos guerreros habían sido degollados como corderos por los asirios, cuyos ciudadanos habían sido desollados o empalados sin que importara si eran jóvenes o viejos, y cuyas ciudades habían sido quemadas hasta los cimientos, no tenían la menor intención de arrojarse a las llamas por sí mismos sin motivo alguno.
Pisiris no era capaz de ver la precaución de aquellas respuestas e insistía con una porfiada testarudez para convertir en realidad su gran sueño. También se escribieron cartas a Midas, rey de Frigia, y a Sardur, rey de Urartu. Pero estas cartas no fueron enviadas mediante mensajeros, sino que fue mi padre Araras quien las entregó personalmente en mano a los soberanos de aquellos dos países, enemigos mortales de los asirios. Por orden de Pisiris, mi padre, que llevaba, entre otros valiosos regalos, dos copas de oro labrado, un disco solar de oro, un toro de oro que representaba al dios de la tormenta, un ciervo de plata que simbolizaba a nuestro dios protector y un hacha ceremonial de bronce en la que estaban grabados el dios de la montaña, unos leones bicéfalos y varios genios, intentaría averiguar las intenciones de ambos reyes.