Los ojos castaños de Xavier destellaron de ira.
—Sí, me acuerdo, hijo de Agamenón.
—La rebelión de la Tierra fue un gran ejemplo —siguió Vor—, pero los protagonistas eran simples esclavos, armados con poco más que su odio a las máquinas pensantes. No tenían la menor oportunidad. —Se volvió hacia los miembros del comité especial—. Pero la Armada de la Liga es otra historia.
—Sí —intervino Iblis con voz sonora, aprovechando la oportunidad de insistir en sus planteamientos—, fijaos en lo que es capaz de conseguir una turba de esclavos inexpertos. Imaginad, pues, lo que podría lograr una respuesta militar coordinada. —Las voces de los manifestantes congregados en el exterior aumentaron de volumen. Iblis continuó—. La masacre de la Tierra será vengada. La muerte del nieto del virrey Butler, tu hijo, segundo Harkonnen, ha de ser castigada.
Vor no podía apartar la vista de Xavier, intentaba imaginar al hombre valiente que había conquistado el corazón de Serena, para luego casarse con su hermana.
Yo la habría esperado siempre.
Por fin, se concentró en Iblis Ginjo. A Vor no le gustaba demasiado el líder rebelde, porque no acababa de ver claras sus intenciones. Iblis parecía fascinado por Serena, pero no se trataba de amor. No obstante, Vor estaba de acuerdo con el análisis del hombre.
Iblis continuó hablando, como si le hubieran convocado para dirigirse a los miembros del tribunal y no para contestar preguntas.
—Lo ocurrido en la Tierra no es más que un simple revés. ¡Podremos superarlo, si tenemos la fuerza de voluntad suficiente!
El entusiasmo se contagió a algunos representantes. En el exterior, los manifestantes empezaban a desmandarse, y se oyó a las fuerzas de seguridad hablar por el sistema de megafonía, en un intento de mantener el orden.
Iblis paseó la vista de rostro en rostro, y después clavó la vista en la distancia, como si pudiera ver algo invisible para los demás. ¿El futuro? Movió las manos mientras hablaba.
—La población de la Tierra fue aniquilada porque yo la azucé a levantarse contra las máquinas pensantes, pero no me siento culpable por eso. Una guerra ha de empezar por algo. Su sacrificio ha demostrado la profundidad del espíritu humano. Pensad en el ejemplo de Serena Butler y su hijo inocente, y que pese a sus sufrimientos, ha sobrevivido.
Vor percibió cierta agitación en el rostro de Xavier Harkonnen, pero el oficial no dijo nada.
Iblis sonrió y extendió las manos.
—Serena podría jugar un papel importante en la nueva fuerza que se impondrá a las máquinas, si toma conciencia de sus posibilidades. —Habló directamente a Manion Butler, con voz cada vez más enfervorizada—. Puede que otros intenten atribuirse el mérito, pero Serena fue la verdadera chispa de la gran revolución en la Tierra. Su hijo fue asesinado, y ella se alzó contra las máquinas pensantes, y todo el mundo lo vio. ¡Pensad en ello! Serena es un ejemplo para toda la raza humana.
Iblis se acercó más a los miembros del tribunal.
—Todos los planetas de la liga se enterarán de su valor y compartirán su dolor. Defenderán su causa, en su nombre, si se lo pedimos. Se alzarán en una lucha épica por la libertad, una cruzada santa…, una
yihad
. Escuchad a los que gritan fuera. ¿No oís que corean su nombre?
Eso es,
pensó Iblis. Había establecido la relación religiosa recomendada por el pensador Eklo. Daba igual a qué credo o teología particular se encomendaran. Lo más importante era el fervor que solo el fanatismo podía producir. Si el movimiento iba a propagarse, era preciso que conmoviera los corazones de la gente, que les arrastrara a una batalla sin que pensaran en el fracaso, sin que se preocuparan por su seguridad.
—Ya estoy propagando la buena nueva —siguió Iblis, después de una larga pausa—. Damas y caballeros, aquí se está gestando algo más que una revuelta, algo que marca la diferencia entre el alma de la humanidad y las máquinas pensantes carentes de alma. Con vuestra ayuda, podría convertirse en una tremenda victoria impulsada por la pasión humana…, y la esperanza.
Sin darse cuenta, la humanidad creó un arma de destrucción masiva, que solo se manifestó después de que las máquinas se apoderaran de todos los aspectos de sus vidas.
B
ARBARROJA
,
Anatomía de una rebelión
Los acalorados delegados de la liga discutían a pleno pulmón sobre las consecuencias del genocidio en la Tierra. Serena estaba sentada inmóvil e inexpresiva, la primera vez que entraba en el Parlamento desde que había regresado a casa, pero su presencia no reprimía las habituales discusiones inútiles.
—¡Hace siglos que luchamos contra Omnius! —vociferó el patriarca de Balut—. No es necesario tomar medidas drásticas, de las que quizá nos arrepintamos más tarde. Lamento el derramamiento de sangre, pero tampoco albergábamos esperanzas realistas de salvar a los esclavos de la Tierra.
—¿Os referís a esclavos… como Serena Butler? —le interrumpió Vorian Atreides desde su asiento de invitado, indiferente al protocolo o a las tradiciones políticas, al tiempo que miraba a la joven—. Me alegro de que no nos rindiéramos tan fácilmente.
Xavier le miró con el ceño fruncido, aunque opinaba lo mismo. Consideraba al hijo de Agamenón un bala perdida, sin el menor respeto por el orden, pero él también se sentía frustrado a menudo por la lentitud de los debates políticos. Si Serena hubiera confiado en el Parlamento, nunca habría cometido el disparate de ir a Giedi Prime, para forzar la intervención de la liga.
—Solo porque la situación se ha prolongado durante mil años —dijo con voz atronadora el magno provisional del restaurado Giedi Prime—, ¿es excusa suficiente para que nos acostumbremos a ella? Las máquinas pensantes ya han provocado una escalada en la guerra con sus ataques a Zimia y Rossak, además de la invasión de Giedi Prime. El desastre de la Tierra es un reto más.
—Un reto que no podemos pasar por alto —dijo el virrey Butler.
Siguiendo el orden del día, Xavier entró en la cúpula de proyección que rodeaba el estrado de los oradores. Las pantallas proyectaron imágenes ampliadas del oficial. Profundas arrugas surcaban su frente.
En las hileras de asientos que se elevaban sobre el foso, Iblis Ginjo ocupaba un palco reservado para los visitantes distinguidos. Vestía lujosas ropas proporcionadas por sastres salusanos.
La voz de Xavier resonó en la sala, con el tono autoritario que utilizaba cuando estaba al mando de sus naves.
—Ya no podemos resignarnos a una guerra reactiva. Hemos de plantar cara a las máquinas pensantes, por nuestra supervivencia.
—¿Estáis sugiriendo que seamos tan agresivos como Omnius? —gritó lord Niko Bludd desde la cuarta fila de asientos.
—¡No! —Xavier miró al noble y respondió con voz firme y serena—: ¡Estoy diciendo que hemos de ser más agresivos que las máquinas, más destructivos, concentrarnos más en la victoria!
—Eso solo provocará que reaccionen con algo peor —vociferó el mariscal de Hagal, un hombre obeso vestido con una túnica roja—. No podemos correr ese riesgo. Muchos Planetas Sincronizados cuentan con extensas poblaciones humanas, más numerosas que la de la Tierra, y no creo…
Zufa Cenva le interrumpió con voz fría y despectiva.
—En tal caso, ¿por qué no entregáis Hagal a los Planetas Sincronizados, mariscal, si tanto tembláis de solo pensar en el combate? Ahorraríais problemas a Omnius.
Serena Butler se levantó, y el silencio se hizo en la sala. Habló con voz clara y firme, espoleada por su pasión.
—Las máquinas pensantes nunca nos dejarán en paz. Os engañáis si creéis lo contrario.
Paseó la mirada por las filas de asientos.
—Todos habéis visto el altar de mi hijo, asesinado por las máquinas pensantes. Tal vez sea más fácil comprender la tragedia de una sola víctima que la de miles de millones. Pero ese niño solo simboliza los horrores que Omnius y los Planetas Sincronizados desean infligirnos. —Alzó el puño—. Hemos de lanzar una cruzada contra las máquinas, una guerra santa, una yihad, en nombre de mi hijo sacrificado. Ha de ser… la yihad de Manion Butler.
—Nunca estaremos a salvo hasta que las destruyamos —añadió Xavier, para atizar el fuego de la indignación.
—Si supiéramos cómo conseguirlo —se quejó lord Bludd—, habríamos ganado la guerra hace mucho tiempo.
—Pero sí sabemos cómo conseguirlo —insistió Xavier desde el estrado, al tiempo que movía la cabeza en dirección a Serena—. Hace mil años que lo sabemos.
Bajó la voz para que todos los congregados le escucharan con atención. Paseó la vista de rostro en rostro.
—Cegados por las nuevas defensas de Tio Holtzman, hemos olvidado la solución definitiva que siempre hemos tenido a nuestro alcance.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó el patriarca de Balut.
Iblis Ginjo estaba sentado con los brazos cruzados sobre el pecho, y asintió como si supiera lo que se avecinaba.
—Armas atómicas —dijo Xavier. Las palabras resonaron como la detonación de una cabeza nuclear prohibida—. Un bombardeo masivo con armas atómicas. Podemos arrasar la Tierra, desintegrar todos los robots, todas las máquinas pensantes, todos los circuitos gelificados.
El tumulto tardó segundos en alcanzar su clímax, y Xavier gritó para imponerse al clamor.
—Durante más de mil años hemos guardado nuestras armas atómicas, pero siempre las hemos considerado un último recurso, armas mortíferas que destruyen planetas y aniquilan la vida. —Apuntó con un dedo a los representantes—. Tenemos suficientes cabezas nucleares en nuestros depósitos planetarios, pero Omnius las considera una amenaza simbólica, porque nunca hemos osado utilizarlas. Ha llegado el momento de sorprender a las máquinas pensantes y hacer que se arrepientan de su autocomplacencia.
Manion Butler, usando su prerrogativa de virrey, intervino.
—Las máquinas capturaron y torturaron a mi hija. Asesinaron a un nieto que llevaba mi nombre, un niño al que ni su padre ni yo llegamos a conocer. —El hombre, orondo en otros tiempos, había adelgazado mucho, y estaba encorvado a causa del cansancio. Su cabello colgaba lacio y desaliñado, como si durmiera mal—. Las malditas máquinas merecen el castigo más terrible que podamos imaginar.
El clamor continuó, y al final, de manera sorprendente, Serena Butler subió al estrado y se quedó parada al lado de Xavier.
—La Tierra ya no es otra cosa que un cementerio, hollado por las máquinas pensantes. Todos sus habitantes han sido asesinados. —Respiró hondo, y sus ojos lavanda destellaron—. ¿Qué queda ya? ¿Qué podemos perder?
Imágenes proyectadas destellaron en la cámara, mientras Serena continuaba.
—Los esclavos de la Tierra se rebelaron, y fueron exterminados por ello. ¡Todos! —Su voz retumbó en todos los altavoces de la sala—. ¿Vamos a permitir que ese sacrificio sea estéril? ¿Es que las máquinas pensantes van a salirse con la suya? —Emitió un bufido de desagrado—. Omnius debería pagar por ello.
—¡Pero la Tierra es la cuna de la humanidad! —gritó el magno de Giedi Prime—. ¿Cómo podemos ni siquiera pensar en tamaña destrucción?
—La rebelión ocurrida en la Tierra ha engendrado esta yihad —dijo Serena—. Hemos de propagar la noticia de esta gloriosa rebelión a los demás Planetas Sincronizados, con el propósito de que imiten su ejemplo. Pero antes, hemos de exterminar al Omnius de la Tierra…, cueste lo que cueste.
—¿Podemos permitirnos el lujo de desaprovechar esta oportunidad? —preguntó Xavier Harkonnen—. Tenemos las armas atómicas. Tenemos los nuevos escudos protectores de Tio Holtzman. Tenemos la voluntad del pueblo, que gritaba el nombre de Serena por las calles. Hemos de hacer algo ya, por Dios.
—Sí —dijo Iblis con una voz serena que, no obstante, se impuso a los murmullos—. Es por Dios que hemos de hacer esto.
Los representantes estaban estupefactos y aterrados, pero no hubo disensiones. Por fin, tras un largo y agitado silencio, el virrey Manion Butler pidió que la Liga de Nobles tomara una decisión oficial.
La votación fue unánime.
—Está decidido. La Tierra, cuna de la humanidad, se convertirá en el primer sepulcro de las máquinas pensantes.
La creatividad sigue sus propias normas.
N
ORMA
C
ENVA
, notas de laboratorio inéditas
En la torre del laboratorio que dominaba el ancho Isana, Norma Cenva estaba de pie ante su desordenada estación de trabajo. Nuevos globos de luz flotaban en el aire como adornos sobre su cabeza. No se había molestado en desactivarlos, pese a que ya había amanecido. No quería interrumpir su línea de pensamiento.
Apuntó un mecanismo de proyección del tamaño de una pluma hacia una mesa inclinada. Hojas escritas magnéticamente pasaron en el aire, filmaciones de una nave insignia de tipo ballesta, la nave de guerra más grande de la Armada.
Norma cambió el ajuste del proyector y movió la imagen hacia el centro de la habitación. Separó una cubierta de la nave, y luego entró en la holoimagen ampliada, un paseo durante el cual efectuó cálculos mentales para la instalación del generador de campo, de manera que el pequeño radio de campo protegiera toda la nave.
El sabio Holtzman había acudido a otro acto público, donde sin duda celebraría sus éxitos con falsa modestia. En los últimos tiempos solo había trabajado con Norma una hora por las mañanas, más o menos, antes de ir a vestirse para comidas oficiales, seguidas de banquetes nocturnos en la mansión de lord Bludd. De vez en cuando, iba a hablar con ella de los nobles y políticos que había conocido, como si experimentara la necesidad de impresionarla.
A Norma no le importaba estar sola, y trataba de hacer su trabajo sin protestar. Holtzman la dejaba en paz casi siempre, con el fin de que realizara los cálculos precisos para instalar escudos protectores en las naves más grandes de la Armada. El sabio afirmaba que no tenía tiempo para hacerlo él, y ya no confiaba en su grupo de calculadores.
Norma sentía el peso de la responsabilidad, pues sabía que la Armada de la Liga se aprestaba a atacar la Tierra con armas atómicas. Una enorme fuerza de diversas naves de guerra ya estaba reunida en Salusa Secundus, en preparación para el ataque.
Holtzman se ufanaba de su importancia repentina. En opinión de Norma, el trabajo del laboratorio debía hablar por sí mismo, sin toda aquella frivolidad promocional, pero no confiaba en llegar a comprender los círculos políticos en que se movía el sabio, y quería creer que estaba haciendo lo mejor por el esfuerzo bélico gracias a sus contactos con gente importante.